Un verano ardiente

Frédéric (Louis Garrel) está parado en una gasolinera junto a su coche, bebiendo de una petaca que sostiene en la mano, dando vueltas sobre sí mismo. A continuación, la imagen silente de Angèle (Monica Bellucci) desnuda en la cama extendiendo la mano, suponemos que hacia Frédéric. Parece suplicar algo que no oímos. La asociación de estas dos primeras imágenes ya nos sugiere el relato de Un verano ardiente. Tenemos, de nuevo, una destructiva relación amorosa entre los dos protagonistas del filme, la revelación en dos planos de uno de los tropos narrativos que gobiernan la filmografía de Philippe Garrel desde hace décadas. A continuación, el godardiano suicidio que acompaña el piano trémulo de John Cale, y la voz en off de Paul, el amigo protagonista que se presenta como el narrador de la película.

Imágenes que nos recuerdan que los lazos entre las películas de Philippe Garrel siguen siendo fuertes, muy evidentes. Cada película de Garrel quiere llevarnos a imágenes anteriores, dialogar con ellas o, como en este caso, marcar un ilusorio hilo narrativo. No sólo es la presencia de Louis Garrel la que marca la conexión entre sus últimas obras (un personaje que, con ciertos matices, siempre es el mismo) también la querencia obsesiva de filmar la pantanosa rutina de una relación y la repercusión de ésta en los cuerpos frágiles de sus protagonistas: de Louis Garrel (más inestable que nunca aquí) y Mónica Bellucci, del fantasma de Laura Smet en La frontera del alba (La frontière de l’aube, 2008), o de la escultora que interpretaba Clotilde Hesme en Los amantes regulares (Les amants réguliers, 2005). Y podemos alejarnos más en el tiempo y recordar a aquella trémula Catherine Deneuve en El viento de la noche (Le Vent de la nuit, 1999), a la celosa Aurélia Alcaïs en El corazón fantasma (Le coeur fantôme, 1996), hasta llegar al final de El hijo secreto (L’Enfant Secret, 1982), con las lágrimas de Anne Wiazemsky escondidas tras unas gafas de sol. Todo un crisol fílmico formado por rostros desolados, desencantados, desconectados de la realidad. Personajes que coquetean con el suicidio y que lo ven como única salida a estas relaciones estancadas y que intoxican su relación con el entorno. Aquí, el suicidio inicial crea una lógica continuidad con el final de su anterior La frontera del alba. En aquella, el joven Garrel saltaba por la ventana apremiado por la aparición fulminante del espectro de su novia en el espejo, en uno de los momentos más terriblemente bellos de la filmografía de Garrel. En esta, ahogado en lágrimas y borracho, el joven pisa el acelerador hasta las últimas consecuencias mientras le acompaña la imagen de la mujer que ha perdido. Retratado de manera mucho más prosaica que en la anterior, en ambas será la visión de la mujer amada la que conduzca al suicidio.

Garrel ha presentado el conjunto de Un verano ardiente en casi cuatro planos: la relación devastada hasta sus límites finales y narrada por una tercera persona, el amigo cómplice y trasunto de nosotros. Pocas veces ha sido tan sucinto y directo al inicio de un filme. Los largos paseos por la ciudad, las situaciones silenciadas para delimitar el tedio, o incluso la larga presentación que era la revuelta de mayo del 68 en Los amantes regulares marcaban un ritmo distinto al que presenta en Un verano ardiente. Estamos ante la película de Garrel más novelada que se recuerda, alejándose de la carga fabuladora e hipnótica de La frontera del alba o del juego de rostros y resonancias con el pasado en Los amantes regulares. Ha abandonado el contrastado blanco y negro de sus anteriores películas y por tanto ese intento por devolver a sus imágenes la idea de representación, pero sí que mantiene la austeridad y sencillez de otras películas: interiores fríos, calles desiertas, tránsitos por ciudades anónimas sólo habitadas por el cuarteto protagonista. Aún así, la vuelta al color no deviene en una imitación de la realidad, nada por el estilo. La cámara de Garrel vuelve a recrearse en una cierta representación artificiosa: recordemos ese plano estático, bressoniano, que retrata el primer momento en el que constatamos la quiebra de la relación, alargado en exceso para que el espectador lo valore y entre a considerar el dilema al que se van a enfrentar estas dos mujeres, o el paseo sonámbulo por la piscina de la casa, otro detonante de una futura conversación incómoda. Varios son los momentos de la película que suspenden al cuarteto principal y que quieren señalar esa lasitud: el inicio en la gasolinera, los paseos de Monica Bellucci por la ciudad italiana, su entrada en la iglesia, o el plano final en el entierro. 

La preponderancia del mapa familiar tampoco abandona el cine de Garrel. La identidad generacional, intuida en varios pasajes de la película, tomará presencia hacia el final. Un anciano Maurice Garrel, en su último papel antes de morir, vuelve irónicamente de la muerte para recordarle a su nieto Louis terrenos escondidos del pasado. La imbricación de la biografía de Garrel con la película es sumamente emotiva. Ya lo era en El corazón fantasma, donde Maurice ejercía el papel reflexivo, tutelar, sobre un padre en conflicto por el distanciamiento con sus hijos. Su muerte al final fijaba y dimensionaba el rol del hijo mientras despedía a su padre en su entierro. O en Los amantes regulares, donde su reflexiones sobre la longevidad se yerguen como un bello documento independiente, como un retrato íntimo del padre dentro de la película. Desde los solitarios adolescentes de sus primeras películas, filiaciones paternales y referencias cinematográficas han rodeado siempre el entramado de las relaciones. Filiaciones que trascienden al propio cine (Bresson, Eustache, Léaud) y relatos narrativos en los que la revisitación desencantada del pasado siempre será parte de la epidermis de la película, estando más presente (Los amantes regulares, El viento de la noche) o menos (ésta, Un verano ardiente, donde el joven Frédéric parece caer en el discurso progre y vacuo deudor de la mala interpretación del mayo sesentayochista). Un verano ardiente, quizás algo lejos de las cimas creativas de Philippe Garrel, tiene el problema de mirarse en otras películas suyas más profundas y densas, pero atesora la virtud de hacernos pensar en todas las conexiones que el cine de Garrel ha ido tejiendo en estas últimas décadas, y de abrirnos vasos comunicantes con tantas otras imágenes canónicas de su filmografía.