Laurence Anyways

La década prodigiosa

Por alguna razón, cuando pienso en Laurence Anyways, vuelve una y otra vez a mis recuerdos el primer plano de la película: un ventanal, perfectamente encuadrado, medio oculto tras una cortina que se mece al sigiloso ritmo de If I had a heart de Fever Ray, el tema que inaugura la magnífica banda sonora del filme. Luces tempranas de un nuevo día penetran en la habitación, y a continuación veremos en cortas tomas algunas otras estancias de la casa en la que vive Laurence, en 1999, a punto de terminar la década a lo largo de la cual algunos de nosotros dejamos de ser niños y pasamos a ser algo indeterminado, a la espera de que nos alcanzara eso que los sabios resabiados llaman madurez. Diría que se me quedó grabado ese plano, esa cortina que podría albergar a uno o varios fantasmas, porque es uno de los pocos momentos del filme en los que no hay seres humanos en pantalla, seres humanos abriéndose paso hacia la quimera del amor, un amor harto complicado. Es como si Xavier Dolan, el jovencísimo (tiene 24 años) director del filme, nos instara a inspirar, a coger aire para no sucumbir al torrente de sensaciones que se nos viene encima.

La película es, en efecto, una tormenta de truenos y desgarros, con sus pasajes de calma y alegría, que se prolongará durante diez años de la vida de Fred y Laurence, dos personas a las que conoceremos mientras tratan de amarse. Una década que pasa ante nosotros, urgente y arrolladora como un tren expreso, en dos horas y treinta y nueve minutos de reloj, tiempo contraído por obra y gracia del cine. Un tiempo que encima ni siquiera pesa demasiado, porque quien escribe estas líneas se ha tragado la película dos veces y las dos le ha entrado como si nada, como si te contaran una historia, una buena historia, con todo lujo de detalles y piruetas, y no te importara volverla a oír. Dolan, que los tiene cuadrados y sabe muy bien lo que quiere hacer, filma Laurence Anyways en 1.33:1 (pantalla cuadrada), quizá para decirnos que esta, en el fondo, es una historia de amor universal y anacrónica, que podría haber sido contada hace un siglo, y que cuando los problemas que se interponen en el camino del amor no son de género siempre hay otra cosa.

laurence1

Aun con el sinfín de recursos visuales y las toneladas de estilo que el cineasta canadiense imprime al que es su tercer largo, el conjunto no deja de resultar extrañamente orgánico, tan elástico como irrompible. El filme de Dolan se resiste al análisis en frío, a ser desmontado y vuelto a montar, es una experiencia visceral y absorbente, conducida por unos estupendos Melvil Poupaud (Laurence) y Suzanne Clément (Fred), siempre al límite, siempre a punto de estallar, excepto cuando estallan. Castillos de fuego que se derrumban y se vuelven a erigir, para que caigan de nuevo, entre el ruido y la furia de los amantes, que se dan de golpes, contra todo y contra todos, contra ellos mismos, contra nosotros, que estamos al otro lado de la pantalla, viviéndolo como se viven esos partidos en los que algo te dice que la cosa no pinta del todo bien, pero te guardas tus intuiciones para el final. Es difícil ponerse exquisito con una película como ésta, agradable a la vista y también al oído, repleta de escenas para el recuerdo y sobrada de ambición y personalidad. Aunque podamos citar a Almodóvar, Sirk o Fassbinder como referentes (bastante obvios), Xavier Dolan los ha asimilado perfectamente a un discurso audiovisual fulgurante y modernísimo. Sus intereses podrán cambiar, evolucionar, mutar, moderar sus pasiones y ambiciones, pero, por el momento, y no es poco, podemos decir que Dolan es un narrador a tener muy en cuenta.