Trance

Made in England

En los carteles de Trance (íd., Danny Boyle, 2013) aparece sobreimpresionado, en grandes caracteres, el eslogan promocional «del director de Slumdog Millionaire», no vaya a ser que a algún potencial espectador le pase desapercibido el dato. Convendremos que dicha estrategia comercial no tiene nada de novedosa, pero atesora, a poco que leamos entre líneas, su dosis de justicia poética: la sombra de una de las operaciones de marketing más vergonzosas que ha parido el cine comercial vertiente oscarizable es alargada, y su sonado triunfo en el altar de Hollywood —en la forma de ocho doradas estatuillas— ha devenido en marchamo publicitario, condenando a gran parte de la filmografía previa de Danny Boyle, ciertamente interesante en su saldo global, al ostracismo mass-mediático. Pese a que uno no puede estar más de acuerdo con el correctivo creativo innerente a esta enésima revisitación del mito fáustico haremos el esfuerzo de echar la vista atrás, cruzando el Atlántico, hasta la Inglaterra de los años 90…

Tumba abierta (Shallow Grave, 1994) constituye el primer trabajo cinematográfico de Boyle, tras unos inicios vinculados a la televisión, y sigue contándose, pese al desconocimiento general, entre sus mejores obras. Asumiendo como propia una tradición tan británica como es la de la comedia negra, en la línea de las producciones Ealing, pero multiplicando exponencialmente mala baba y contundencia visual, Tumba abierta nos mostraba ya al cineasta airado, que convenientemente filtrada por el progresivo enrarecimiento de la atmósfera del relato, avanzaba ya una en nada complaciente visión de su país de origen, la cual ganará relevancia en su siguiente película, excelente traslación fílmica de una de esas novelas supuestamente inadaptables, en la línea de La naranja mecanica (A Clockwork Orange. Anthony Burgess, 1962); Trainspotting (íd., 1996) es, por encima de todo, una celebración del poder de la imagen puesta al servicio de la transgresión, tan fiel al espíritu del original literario homónimo de Irvine Welsh (1993) como a la cada vez más reconocible impronta de su director, que late en cada uno de sus subversivos, incómodos, expeditivos fotogramas.

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Desde una perspectiva 100% naturalista, Trainspotting levantaba acta del momento en cuestión, retratando a la perfección el desencanto característico de una década tan desmitificadora como la de los 90. El acierto de Danny Boyle consiste en impregnar la puesta en escena de una catártica visceralidad, conseguida merced a las contundentes imágenes y el frenético montaje, que trasladaba a la gran pantalla, con la máxima crudeza, la experiencia misma de las drogas. Si bien el viaje lisérgico de Mark Renton (Ewan McGregor) a través de la taza del váter ha devenido con el paso del tiempo en leit motiv más reconocible, es la secuencia en que el protagonista entra en un club atestado de jóvenes que bailan frenéticamente al ritmo de la atronadora música, con la consecuente reflexión relativa al cambio de paisanaje nocturno, la que mejor condensa lo que este estupendo filme tiene de retrato generacional, teñido de grises. Con tan sólo dos largometrajes en su filmografía, el director de Tumba abierta ya despuntaba como implacable cronista social de la Inglaterra post-tacheriana.

Tal vez a su pesar, porque se diría que cansado de poner el foco en las miserias de su país, emprende su particular aventura americana, con resultados más bien discretos tanto en lo artístico como en lo comercial. Tras la coyuntural Una historia diferente (A Life Less Ordinary, 1997) filmó La playa (The Beach, 2000), desconcertante ejercicio de escapismo cinematográfico —en las antípodas del realismo sucio de Trainspotting— cuyo pueril discurso New age, trufado de hueco trascendentalismo, era revestido empero de un potente aparato visual y sonoro, convirtiendo su visionado en una experiencia equidistante entre la fascinación y el hartazgo. Esta desigualdad manifiesta entre el interés mostrado por imagen y contenido, que avanzan en paralelo sin apenas establecer la deseada retroalimentación positiva, convierte la que era su mayor apuesta comercial hasta el momento en el título bisagra de su carrera: tras La Playa la filmografía de Boyle se bifurcará en dos caminos divergentes, siendo el menos interesante aquel que desemboca en una serie de fábulas personalistas, tan bienintencionadas e ingenuas en su visión del ser humano como relativistas y maniqueas en el fondo, con la infame Slumdog Millionaire (íd., 2008) —horrenda ceremonia del sinsentido que otorga un nuevo significado al termino pornografía emocional— como ejemplo más reconocible de esta tendencia.

Paroxismo de género

En el lado opuesto tenemos dos espléndidas aproximaciones al cine de género, que le deben tanto al texto de Alex Garland —novelista de La Playa (The Beach, 1996), felizmente reciclado a la escritura de guión— como a la soltura con que su director, en plenas facultades, se vale de los estilemas genéricos para erigir sendos espectáculos formalmente apabullantes, cuyo ritmo trepidante, por momentos enloquecido, no sólo no cortocircuita sino que refuerza su poderosa impronta metafórica. Tanto en 28 días después (28 Days Later, 2002) como Sunshine (íd., 2007) se toma partido por una visión insobornablemente oscura del yo social, en línea con el corolario hobbesiano de la maldad intrínseca del hombre, sin permitir asidero emocional alguno al acongojado espectador; a este respecto, la ambientación en dos escenarios tan proclives a la temática especulativa como son un Londres post-apocalíptico plagado de zombies/infectados y una nave espacial en pos de la última frontera, llevando hasta sus últimas consecuencias la visión nihilista de nuestro devenir, posibilita la aparición del mejor Danny Boyle, el menos discursivo y más agónico, visceral. El de Trainspotting.

Trance apunta en la misma dirección, y la recuperación de John Hodge en labores de co-guionista refuerza su inicial carácter de crónica urbana, pero la pretensión de sus responsables de ubicarla en un territorio genérico incierto, a medio camino entre el Neo-noir de última hornada —Drive (íd., Nicolas Winding Refn, 2011)— y ese cine visionario que apuesta por la disolución de la realidad como tema/puesta en escena —Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010)— la aleja de esta premisa para ubicarla, exitosamente, en el terreno de la ficción onírico-alucinatoria. Como el propio director indica en una ilustrativa entrevista concedida a La luna de metrópoli, publicada el pasado 14 de junio, «Mi objetivo es someter al espectador a una sesión hipnótica». Acorde con este punto de partida, el tenue hilo argumental, que remite a robos imposibles y falsos culpables, no tarda en verse subvertido por una juguetona sucesión de cajas chinas, atrapando al espectador en el mismo limbo difuso que a los arquetipos masculinos encarnados por James McAvoy y Vincent Cassel, a los que la hipnóloga interpretada por Rosario Dawson manipula a placer, valiéndose de cuerpo e intelecto. El proverbial relativismo (moral) de los personajes de Boyle, arribistas hijos de su tiempo, se traslada así al plano formal, difuminando con maestría los contornos entre lo real y lo imaginado, trasladándonos a un mundo ficticio de lo más sugerente en la medida que, como sucede con las sugestiones hipnóticas, uno se deje llevar sin oponer resistencia.

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Visiblemente cómodo en su rol de sumo demiurgo, el director británico relega la más elemental progresión narrativa a un segundo plano, valiéndose de su consabida maestría a la hora de crear imágenes poderosas para dejar fluir caprichosamente la narración, que no deja de enroscarse sobre sí misma, hacia el grandguiñolesco climax final, particular revisitación hitchcockiana pasada por el tamiz de la ultraviolencia que, cuando parece que hemos conseguido aprehender definitivamente la trama, aún reserva unos cuantos conejos ocultos en la chistera. Habrá quien considere el producto resultante un ejemplo palmario de celuloide tramposo y manipulador, y seguramente no le falte razón, pero quedarse en la denuncia del hecho como tal sin ni siquiera plantearse si los mecanismos fílmicos utilizados para tal fin son meritorios, constituye una palmaria muestra de obcecación que nadie que se considere medianamente inteligente debería permitirse; lo cierto es que, con todos sus excesos, Trance es un título tremendamente honesto consigo mismo, que a la manera de las obras más solipsistas de David Lynch —director al que, al igual que Alfred Hitchcock, se alude en no pocos pasajes— dirige sus mayores esfuerzos a generar una suerte de prolongación evanescente de conciencia, en la que las emociones evocadas por la plástica per se, sean de atracción o de rechazo, tienen valor más allá de la lógica (alterada) que las sustenta.

Con este brillante ejercicio de estilo, sin lugar a dudas la película formalmente más exuberante de su filmografía, Danny Boyle vuelve a hacer valer su condición de cineasta inquieto y, por ello mismo, imposible de etiquetar. Por más que su irrenunciable eclecticismo le haya llevado a embarcarse en proyectos más que dudosos, no se puede negar que, con independencia de calidad y/o interés del material de partida, su sello personal aflora, siempre presente, en una ideosincrática manera de filmar, encuadrar, fotografiar y, por supuesto, montar sus obras. Trance nos permite afirmar que la curiosidad por plantearse novedosas metas estilísticas sigue presente en el firmante de 28 días después, habiendo evitado sucumbir, por el momento, al implacable abrazo del oso hollywoodiense. Su futuro inmediato, que pasa por la adaptación de Porno (Irvine Welsh, 2002) y el reencuentro con la patulea de genuinos representantes de la white trash británica que, transcurridos casi veinte años le dieran a conocer para las grandes audiencias, apunta a otro paso en la dirección correcta.