Diálogo sobre House of Cards

El poder según Frank Underwood

Ismael Marinero (I.M.): —Primera falsedad: una serie con dos nombres propios como los de David Fincher y Kevin Spacey en los títulos de crédito tiene que ser, por fuerza, una obra maestra. Primera evidencia: el primer capítulo de House of Cards contiene una de las mejores presentaciones de un personaje protagonista de los últimos años en televisión. Spacey interpreta a Frank Underwood, un despiadado fontanero de las cloacas de la política en Washington que, nada más empezar el capítulo, deja caer la primera advertencia al espectador, interpelándolo directamente con su mirada torva hacia la cámara: «Hay dos tipos de dolor. El tipo de dolor que te hace fuerte y el dolor inútil, que sólo es sufrimiento. No tengo paciencia para las cosas inútiles», dice Underwood mientras hace crujir el cuello de un perro herido para matarlo, sin cambiar el gesto, sin pestañear siquiera. Es algo que define tan bien quién es Underwood y lo expeditivo de sus métodos, que no se me ocurre otro aspecto de la serie más interesante o confictivo por el que empezar esta conversación.

 Israel de Francisco (I. de F.): —Ya sabes mi querencia por la información que aportan los créditos iniciales. La portada de esta serie es hipnótica, con imágenes de Washington D.C. a un ritmo frenético, tan vertiginoso que se pasa en menos de un minuto del día a la noche, de la luz a las tinieblas, rematando con esa bandera de los EE.UU. invertida. Todo este caudal de información, más sensorial que intelectual, predispone de una manera magnífica a estar atento a las sombras y los reflejos como partes donde se oculta la realidad. Hay algo perturbador revoloteando permanentemente sobre cada frase, sobre cada gesto y sobre cada mirada. Porque son los intereses ocultos los que dominan en el reverso tenebroso, y las imágenes públicas no se corresponden con los espacios privados. Un panorama donde el sexo, la amistad, las instituciones, los medios de comunicación o el matrimonio son trampolines desde los cuales satisfacer la ambición. No es de extrañar, por lo tanto, que como protagonista se haya elegido a un psicópata que ejerce su actividad desde el ojo del huracán, al lado del hombre más poderoso del mundo. Al menos, a este lado de Pyongyang.

 I.M.: —Me hace gracia que hables de Underwood calificándolo como psicópata, porque la inmensa mayoría de críticas que he leído sobre la serie están de acuerdo en resaltar lo poco que hay de Fincher en ella, pese a que sea uno de los productores y el director de los dos primeros capítulos. ¿Que qué tiene que ver una cosa con la otra? Me explico: si uno repasa su filmografía, es inevitable encontrarse con personajes que tienen alterado su comportamiento social, desde el John Doe de Seven (Se7en, 1995) —con Spacey haciendo de perturbado, una de sus grandes especialidades— al Mark Zuckerberg de La red social (The Social Network, 2010), pasando por el Tyler Durden de El club de la lucha (The Fight Club, 1999). A nivel de puesta en escena, Fincher aporta esa frialdad tan característica, una distancia con respecto a los personajes que permite al espectador, pese al constante recurso de ruptura de la cuarta pared, una visión lo más objetiva posible de lo que está sucediendo. Y luego hay detalles, como el uso de los mensajes de móvil, que son tan Fincher que hay que estar ciego para no verlos.

 I. de F.: —Volviendo a lo significativas que, en muchas ocasiones, son las imágenes que acompañan a los títulos de crédito iniciales, en Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tatoo, 2011) se nos presenta una serie de cuerpos y formas que destilan una punzante fluidez, donde lo sueve interacciona con lo calloso, lo frío con lo ardiente, lo orgánico con lo tecnológico y el placer con el dolor. Todo ello en un juego de contrastes, en un baile entre iguales, enunciando la complejidad que alberga todo ser —y, más concretamente, su Lisbeth Salander (Rooney Mara), prototipo exacerbado de los personajes de Fincher—. En House of Cards existe un apasionante juego entre realidades y apariencias, en el que el espectador es un testigo privilegiado que puede observar a un mismo tiempo todas las capas permeables que conforman eso que se viene a llamar la realidad. Y no sólo del protagonista, cuya brutal sinceridad marca el patrón de su tela de araña, sino también de su esposa, Claire (Robin Wright), cuya gélida coraza oculta a un ser quebradizo, frustrado y despersonalizado, producto del desgaste que supone estar durante tantos años al lado de un depredador.

 I.M.: —Detrás de los obsesivos protagonistas de Fincher subyace un vacío existencial que son incapaces de llenar. En los primeros episodios de esta primera temporada cada todo le sale bien a Frank Underwood, y la peculiar relación con su mujer no parece verse afectada por la presión constante de conseguir más y más cuota de poder, por mover los hilos de la Casa Blanca a su antojo. Pero cuando sus respectivas aspiraciones colisionan las falsas aparicencias se resquebrajan y lo que sale a la superficie es la nada más absoluta, una vida en común entregada al puro egoísmo. Las secuencias más reveladoras de los engranajes del matrimonio entre ambos son esas conversaciones al lado de la ventana, en las que comparten confidencias y humo de tabaco. Frank, en mitad de uno de estos intercambios, nos confiesa: «Amo a esa mujer. La amo más que los tiburones a la sangre». Y le creemos, porque amarla supone amarse a sí mismo, verse reflejado en esa imperturbable y perfecta efigie que solo esconde una ambición sin límites.

 I. de F.: —En verdad, el relato es demoledor, porque el paisaje se asemeja a una jungla, donde sobrevive el más fuerte y, sobre todo, aquellos que dominan las reglas del juego. Porque esa es la principal ventaja de Underwood y su esposa: conocen el tablero y se anticipan a los movimientos del resto de jugadores, lo que supone una desleal ventaja sobre los demás. Por debajo de ese sustrato de poder manipulativo se encuentra un personaje fascinante, el secretario de Underwood, Doug Stamper (Michael Kelly), un lugarteniente implacable, brazo ejecutor de los intereses de su amo. Los estratos descendientes nos conducen a dos pilares fundamentales cuya acción pondrá en serio riesgo la estabilidad de ese castillo de naipes al que alude el título de la serie: la ambiciosa periodista Zoe Barnes (Kate Mara), a la postre también amante despechada de Underwood, y el ingenuo Peter Russo (Corey Stoll), un pobre pelele manipulado a causa de sus debilidades. Cada uno de ellos representa una forma de enfrentarse a tan pútrido panorama, pero la caida de ambos augura el desmoronamiento de toda esa frágil estructura construida a base de mentiras.

 I.M.: —En la primera frase de esta conversación ponía en duda que la serie fuese una obra maestra. Y no llega a serlo, lamentablemente, porque a medida que se va desplomando el entramado de Underwood también va decayendo la precisión matemática de los guiones y de la puesta en escena de los primeros capítulos. El desenlace de esta primera temporada parece acelerado, los hechos se precipitan y lo que al principio era uno de los grandes aciertos de la serie, el ritmo marcado por las miradas a cámara y comentarios al espectador del personaje de Spacey, se convierte en una acumulación forzada de giros improbables y elipsis de dudosa eficacia. House of Cards es un remake de un impecable producto de la BBC del mismo nombre (Andrew Davies, Michael Dobbs, 1990), pero el esquema de la serie, con la mujer ambiciosa, el lugarteniente implacable, la ambiciosa periodista y el político ingenuo, coincide punto por punto con el de Boss (Farhad Safina, 2010-2012), otro retrato descarnado de la política norteamericana, con dos nombres propios de similar calado a los de Spacey y Fincher: un mefistofélico Kelsey Grammer, con un cambio de registro espectacular respecto a Frasier, y Gus van Sant. Pese a algunas lagunas —esas secuencias de sexo gratuito, el poco veraz retrato del periodista—, Boss es un relato más equilibrado y, en definitiva, mejor construido que éste castillo de naipes tan corrupto y tan bien presentado, incapaz de cumplir en mi opinión con las altas expectativas que genera en sus primeros compases.

 I. de F.: —La labor de Fincher en la dirección de los primeros episodios es tan soberbia que su posterior falta se nota demasiado. A la larga, este reclamo se vuelve en su contra, ya que la puesta en escena pierde rigor y vigor. Aunque encuentro sentido a la precipitación de los acontecimientos de su recta final, algo que lo emparenta con La red social en su apuesta por transponer en su estilo visual el frenesí del tránsito informativo digital, con una visión perturbadora e incómoda. Es por ello que destacaba las imágenes aceleradas con las que en los títulos de crédito iniciales se muestra a la ciudad de Washington, que son un reflejo de la vorágine con la que el mundo se mueve en la actualidad: ser el primero en hacer una jugada política o en publicar una noticia, adelantarse a la competencia para desarticular su acción. Como se suele decir: quien golpea primero, golpea dos veces. La implantación del uso de las nuevas tecnologías en el relato, además, está acompañada por la presencia de factores emocionales que siguen pesando en las decisiones que se toman en la vida, tanto en lo personal y lo profesional, lo que incrementa la sensación de vulnerabilidad al conocerse la verdad y el fin último de cada acto.

 I.M.: —Haciendo una lectura un poco más general, diría que Underwood —y el pobre Peter Russo— funciona tan bien como personaje de ficción porque es un síntoma evidente de los tiempos que corren. Lo es por su cinismo exacerbado, como constatación de la nula presencia o valor de la ideología a la hora de tomar decisiones en los actuales representantes democráticos de las autodenominadas democracias occidentales. Frank pertenece al Partido Demócrata, pero lo que marca su camino no tiene nada que ver con ideales de ningún tipo. Sus decisiones están relegadas a su única guía y objetivo vital: llegar a lo más alto, ostentar más poder que nadie. Si para conseguirlo tiene que mentir, manipular, seducir, amenazar, extorsionar, sobornar y hasta matar, serán solo daños colaterales, pequeños obstáculos en el camino. En otras palabras: sea cual sea el precio, habrá merecido la pena. No quería acabar esta conversación sin mencionar que la serie pertenece a Netflix, un nuevo y duro contendiente para HBO, Showtime y AMC. No solo ha lanzado una serie capaz de competir de tú a tú con los otros gigantes del cable, sino que además inaugura un nuevo modo de exhibición, poniendo a disposición del público todos los capítulos de esta primera temporada a la vez. Si es una revolución o un fiasco, pronto lo descubriremos; de momento, lo único seguro es que habrá una segunda temporada de las oscuras maquinaciones de Frank Underwood.

 I. de F.: —¡Deseando verlo, sin duda! Porque hay algo embriagador en todo protagonista, un no sé qué que nos empuja a desear su triunfo, aun en contra de nuestros principios. Algo así a lo que sentíamos por la ladrona Marion Crane de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), de la que esperábamos su éxito a pesar de su reprobable conducta. Underwood es un tipo listo, frío y calculador, que atrae y repele a partes iguales. Es la expresión viva del subconsciente más profundo, de ese doppelgänger inmisericorde que habita en todos nosotros y nos acosa en nuestras pesadillas. Por eso, verle en un contexto como el del poder resulta terrorífico, porque sabemos que fulanos así existen y no se conforman con las humildes aspiraciones del resto de los mortales. De sus decisiones depende incluso la estabilidad del planeta, y de ello vamos siendo conscientes a cada capítulo que pasa, hasta enterrar por completo las simpatías con las que nos había hechizado. Al final del último episodio, el fiel de la balanza ya no le favorece. Y eso nos hace respirar aliviados, porque además él desconoce lo que le viene encima. Aunque Underwood, estoy convencido de ello, tiene aún muchas sorpresas que darnos.