Normalmente es al revés. El cantante indie se vende y hace algún disco más comercial y ya se queda ahí porque se está más fresquito y se desayuna mejor. Más raro es que Alejandro Sanz o Merche graben con Mushroom Pillow y suenen en el Moloko. Por eso nos permitiremos definir a El hombre del tiempo como una rareza hija de su tiempo y de un director que dentro del cine comercial marca tendencia y estilo. Un autor que se esfuerza en cada triunfo en salir un poco más sabio de las críticas negativas y los presupuestos generosos, un cineasta que prioriza la factura impecable y el acabado exquisitamente pulcro porque sabe que es la única manera de seguir descubriéndose hasta que lo descubran. Permeable, solícito, valiente en su justa medida, el californiano dirime con su mirada frontal y cristalina las causas y los hallazgos de sus luces y sus sombras. Somete el dictado al dictado del dictado para liberarlo en pantalla dentro del blockbuster inteligente y nutritivo. Apenas subraya aunque se le nota que tiene todo tipo de material sobre la mesa para hacerlo y que si se le acaban le comprarán más y mejores. No es caprichoso pero de vez en cuando se da un capricho. Como todos los que creemos no ser caprichosos.
El hombre del tiempo es su capricho, su disco para el sello independiente que sonará en los bares con entradas antiguas pegadas por todas partes. Una obra que nace al calor de cierta tendencia del cine norteamericano de calidad que bebe directamente tanto de los guiones de Charlie Kauffman (su banalización quizá, como en la también muy interesante Más extraño que la ficción de Marc Forster) y de cierta novela judía deudora de Philip Roth, donde el carácter introspectivo y la búsqueda del yo a través de su propia deriva no está enfrentada a un moderado (y afilado) sentido del humor. De esa mezcla extraña, de paradojas con estética de videoclip calmo y de una utilización catártica de los matices fotográficos en/de su puesta en escena, nace esta rara avis de extraña y contradictoria belleza. Porque la belleza no es algo que normalmente esté asociada a la pulcritud de la que hablábamos anteriormente, ni a la cara de pánfilo de un Nicholas Cage probándose otro peluquín que le sienta definitivamente peor que los otros. Verbinski lo consigue haciendo fuegos de palabras e imágenes con antónimos y antípodas visitables, hincando el diente al hielo de un Chicago que derrite las relaciones humanas entre personas perdidas. Hielo del que sale sangre, sangre que se hiela por falta de calor de sus humanos. Los hijos de Cage son los nietos de la incomunicación, las generaciones anteriores (personificadas en un tremendo Michael Caine) por el contrario lo hacían todo bien sin ningún esfuerzo, en la nuestra todo esfuerzo estará condenado a quebrar un poco más nuestra propia inconsistencia. Tiempos verbales que nos conjugan por los pies.
Gore Verbinski, sabiendo esto, se da por aludido y planifica su película como un reguero de postales de esas que venden en los kioscos grandes de las ciudades enormes. Cada escena se plantea como una set piece independiente para reforzar esa sensación de incomunicación, de piezas de un puzzle que no encajan por mucho que forcemos la vista y la esperanza, de vagones separados por kilometros de distancia e incapacidad. La presentación de los hijos de Spritz (ridículo nombre refrescante e inventado por el propio protagonista), de su mujer, de alguna amante ocasional, del extraño trabajador social que vigila al hijo mayor, del propio Spritz, son como dibujos de un storyboard más preocupado por el acabado estético que por la historia que narra la unión de todas esas viñetas. Sin embargo las apariciones de su padre son eso: apariciones casi fantasmales, contundentes, colándose en el plano cuando la cámara gira, rompiendo la armonía, imponiendo de alguna forma la suya, sirviendo de ruptura que atomiza la realidad de la “película” tópica de su hijo. El padre había ganado el pulitzer con menos años de la que tenía su hijo cuando se cambio el apellido para presentar el tiempo en una de esas cadenas americanas que prioriza esta información sobre cualquier otra cosa. Un futuro nubloso con posibilidad de aguaceros fugaces.
Porque El hombre del tiempo no es solo el drama tragicómico de un ser herido desde su nacimiento en una jungla que devora los sueños. Es también la cartografía de ese paraje, de esa selva inmisericorde de la sociedad norteamericana urbanita y competitiva, educadamente salvaje, simpáticamente hostil. Una metáfora nada oculta de la propia industria de Hollywood donde Gore Verbinski es un niño mimado que de vez en cuando le da por plantearse cosas y exponerlo en sus películas. Si escarbamos un poco en Rango veremos esas referencias (un camaleón angustiado por su propia naturaleza como bien dijo Óscar Brox), si por un momento nos solidarizamos con el personaje de Nicholas Cage quizá podamos ver que el éxito para los demás a veces es un fracaso para nosotros mismos. Que el cine comercial es tan luminoso como profundamente oscuro. Tan gratificante como ingrato.