El último Bertolucci

Elogio de la belleza

Para acercarse con la mirada limpia a la antaño descomunal figura de Bernardo Bertolucci, hoy ciertamente ajada —y no sólo por la enfermedad que le tiene lamentablemente confinado a una silla de ruedas desde hace años— conviene tener presente una, en apariencia, perogrullada: Bertolucci es un artista, italiano de Parma. Y si uno tiene un mínimo conocimiento de la cinematografía de ese país, que ha escrito una de las páginas más gloriosas de la Historia del Cine, no le costará en exceso recordar la facilidad con que la mera contemplación de un escenario, estancia o rostro, sin más aditivos, evoca poesía, luz, vida. Esta cualidad única del encuadre, que hermana a Rossellini con Antonioni, Fellini con Pasolini, De Sica con el propio Visconti surge de la concreción socio-cultural de una identidad, de irrenunciable calado histórico, a la que de ninguna manera dan significado conceptos de vuelo tan corto como nación, patria o pueblo: Italia es en sí misma, con sus mieles y sus hieles, una oda a la belleza sin igual en la vieja Europa, y este substrato en el que han crecido sus creadores explica como ningún otro elemento esa presteza para captar todo lo que, de bello y sugerente, tiene esa cotidianeidad en la que, de manera natural, se insertan las ficciones.

Pero claro, para aprehender un concepto tan subjetivo como Belleza no podemos dejar de lado las fluctuaciones inherentes a la dinámica social, sobretodo en su vertiente educativa; y la conclusión a este respecto es demoledora: desde que no se nos enseña, da igual la vía, para apreciar e integrar en nuestras vidas la experiencia estética, lo que viene ocurriendo desde hace tiempo y está alcanzando su punto de no retorno en la actualidad, la exaltación de lo bello no sólo ha dejado de ser un fin en sí mismo sino que ha sido —¿totalmente?— desprovisto de su finalidad explicativa, substraída por una visión de lo real donde el naturalismo más descarnado, que rima en demasiadas ocasiones con feísmo y desagrado, goza de una consideración mucho mayor como vía para reflejar el mundo que vivimos/padecemos. Ante esta tesitura nadie debería sorprenderse del desdén con que son tratadas, da igual que hablemos de público o crítica, aquellas obras que tratan de subjetivar una cierta visión del ser humano a través de la poesía (cinematográfica), como nos recordaba con su proverbial lucidez Diego Salgado a propósito de la magistral To the Wonder (íd., Terrence Malick, 2013).

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A este implacable axioma ha sucumbido, entre otros, Bertolucci, desde que con la multipremiada El último emperador (The Last Emperor, 1987) diera comienzo una nueva etapa en su filmografía, caracterizada por la decidida exploración de nuevos terrenos temáticos y estilísticos, cortocircuitando con, se diría, plena conciencia de ello los logros más reconocibles de sus títulos precedentes, aquellos que le otorgaron reconocimiento internacional en la década de los setenta. Que el prestigio crítico es sumamente voluble lo sabemos todos los que, de una manera u otra, estamos en la pomada. Lo que no suele decirse alto y claro es que en demasiadas ocasiones se asienta en una imperdonable dejación de funciones, derivada de la estigmatización de aquello que no se ajusta a un canon sólidamente establecido, prorrogado en sucesivas derivaciones progresivamente más acríticas y autocomplacientes. Esta concepción de la autoría tan dogmática como perezosa resultaba un traje demasiado estrecho para un cineasta esencialmente inquieto, con lo que el distanciamiento con la plana mayor del cahierismo, inevitable, estaba cantado.

Quede claro que un servidor es el primero en considerar los logros de películas como El cielo protector (The Sheltering Sky, 1989) o Pequeño Buda (Little Buddha, 1993) muy alejados de los atesorados por El último tango en Paris (Ultimo tango a Parigi, 1972) o La luna (íd., 1979), sin ir más lejos. Pero ello no debería ser motivo para una enmienda a la totalidad, máxime cuando ambos filmes, al igual que otros posteriores a los que dedicaremos mayor atención en unas líneas, responden a una decidida exploración de la gran temática matriz del cine de Bernardo Bertolucci, la que le emparenta, como comentábamos más arriba, con las grandes figuras del cinema italiano, hermanándole por añadidura con la mirada, sensual y revulsiva, de Pier Paolo Pasolini: la obtención de la verdad, de haberla, a través de la plasmación fílmica de la belleza, sea de rostros y cuerpos, arquitecturas y paisajes, músicas y decorados. Si bien la visión tragicómica de la existencia, el compromiso político de izquierdas, la sexualidad frontal y expeditiva no concursan en este viaje exótico de la mano de Vittorio Storaro y Ryuichi Sakamoto, la contemplación apasionada, a ratos serena de unas realidades subyugantes para el trinomio personajes/director/espectadores deviene principal, irrenunciable leitmotiv.

Una estética de lo liviano

Con Belleza robada (Stealing Beauty, 1996) da comienzo la última etapa, mucho nos tememos, del cine de Bernardo Bertolucci, caracterizada por un progresivo ensimismamiento creativo que llega a su culmen con la recién estrenada Tú y Yo (Io e te, 2012). Por más que los resabios maximalistas de sus anteriores trabajos se dejen notar en un reparto internacional de relumbrón, el retrato amable de esa trasnochada comunidad de artistas alejados del mundanal ruido a la que llega, pletórica de vitalidad, Lucy (Liv Tyler) para ponerlo todo patas arriba tiene en su absoluta falta de pretensiones, sea o no deliberada, su mayor virtud. Asumiendo de partida un carácter ligero y juguetón, crónica de un descubrimiento/desvirgamiento anunciado, resulta del todo disfrutable la serena evocación de la Toscana, que le debe tanto al ajustado trabajo fotográfico del siempre excelente Darius Khondji como a la meritoria labor de codificación del espacio, 100% reconocible pero no en exceso estereotipado. Un paisaje de suaves colinas, villas ajadas por el paso del tiempo y residentes foráneos en busca de inspiración (vital) que la cámara recorre con parsimonia, permitiendo la contemplación sosegada.

Del paisanaje aflora el moribundo Alex (Jeremy Irons), que encontrará en la desbordante sensualidad de Lucy un reconfortante bálsamo para su enfermedad. La mirada extasiada de Alex se convierte así en la mirada desde dentro del propio Bertolucci, pues viene a recalcar narrativamente lo que el encuadre resalta una y otra vez: la rotunda belleza de Lucy/Liv Tyler —tan fuera de lugar protagonista como actriz—, pletórica de carnalidad y sugerencia, moviliza a toda la troupe de artistas/vividores alrededor suyo, pues les hace añorar lo que ya no tienen, aquello que encarna en última instancia su deseable cuerpo: juventud, inocencia, sencillez. El alcance de esta reflexión, máxime en un título tan liviano como Belleza robada, será el que cada cual quiera conferirle, pero la maestría del director italiano estriba en que esta emane con naturalidad de cada secuencia, poso amargo de tanta agradable dulzura. Sólo por este indudable mérito extravagancias tan chirriantes como mezclar a Portishead con un luminoso paseo en bicicleta, caiga quién caiga, merecen ser perdonadas. Y comprendidas.

Asediada (Besieged, 1999) es tachada de obra menor, y quizá lo sea en base a planteamiento de producción, no así en resultados creativos. Recuperando los personajes introspectivos y desencantados de antaño, de diferente edad y extracción social pero movidos por un poderoso impulso vital, la unidad de espacio —un vetusto palazzo romano— determina el encierro a solas consigo mismos de los dos protagonistas, puntuado de encuentros tensos primero, progresivamente más cercanos con el fluir de los días. Ante las dificultades idiomáticas hablaran los rostros, gestos y, ante todo, la música. Porque esta película no sería la inolvidable historia de amor en que a sotto voce se convierte sin el fondo sonoro de un melancólico piano que, pieza a pieza, va derribando las barreras que separan a Shandurai (Thandie Newton) y Mr. Kinsky (David Thewlis), conectándoles emocionalmente. A este respecto, la espléndida secuencia en que la emigrante descubre a su pesar, en pleno concierto para los chicos del barrio, que la curiosidad por el artista se ha convertido en algo más profundo, algo que no puede permitirse, concreta de modo admirablemente cinematográfico —esto es, a través de imagen, sonido y movimiento— la lucha interna de la protagonista, que no remitirá con su pueril fuga, a la carrera, por las calles de Roma. La música, elicitadora de una pasión prohibida, sigue reverberando en sus oídos.

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La consecución de estos logros dan muestra de un Bernardo Bertolucci en plenas facultades, obteniendo el máximo partido de una economía de medios expresivos que, autoimpuesta o no, juega totalmente a favor de la generación de una atmósfera íntima, donde los diversos elementos del encuadre, sea el delicado rostro de Thandie Newton, la escalera en espiral que comunica las diversas estancias —una poderosísima metáfora visual del lugar que ocupan ambos protagonistas en el escalafón social, así como de lo que les une y separa— o las panorámicas sobre los tejados de Plaza de España, visualizadas como un respiro para Shandurai —y espectador— ante tanta tensión ambiental, responden a una unidad de estilo que, partiendo de la repetición cíclica de los mismos elementos, con leves variaciones, conduce pausadamente la narración hasta el desenlace final; el anhelado encuentro carnal que, de modo coherente con una love story apenas explicitada, será pudorosamente escamoteado a nuestros ojos. Por detalles como este Asediada es un prodigio de sutileza, emoción, elegancia.

Mirando hacia atrás sin ira

Supongo que cumplidos los sesenta uno se ha ganado a pulso el derecho a revisar su pasado y, si encima es un artista con varias décadas de cine a sus espaldas reivindicarlo —¿reivindicarse?— como le venga en gana. Si ya Belleza robada proyectaba una mirada nostálgica hacia una utópica comuna ciertamente demodé, Soñadores (The Dreamers, 2003) supone una valiente inmersión en el substrato emocional de un tiempo tan idealizado —y por ello mismo, equívoco— como Mayo del 68. Y enfatizo lo de valiente porque en el fascinante tapiz que Bertolucci nos brinda tiene cabida, aunque de ninguna manera ostente el foco de la historia, el (cuestionable) posibilismo ideológico que se sumó a la revuelta, los polvos que tan sólo unos años después llevarían a los lodos de El último tango en Paris. Desde una franqueza digna de todos los elogios, los tres jóvenes que protagonizan la historia, esos soñadores del título —ciertamente irónico— son mostrados en la generosa amplitud de sus contradicciones, cachorros perdidos en un mundo que no es el suyo. En el caso del ingenuo Matthew (Michael Pitt), porque su deslumbramiento hacia el Paris de la cinefilia y los bulevares no trasciende en ningún momento el tópico previsible en un turista norteamericano seducido por una realidad tan mitificada como embriagadora.

En el de Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel), genuinos representantes de la élite cultural francesa más aburguesada, por ser dos incorformistas a los que sus padres pagan las facturas y proveen de vino caro y techos altos. La mirada crítica emana con naturalidad del propio diseño de personajes, pero como señalábamos más arriba no se apodera (afortunadamente) del relato, sino que dialoga sin estridencias con la evocación de la juventud, los juegos morbosos, la transgresión sexual. Si Soñadores funciona a la perfección como exquisita recapitulación de toda una filmografía previa es porque, en un contexto histórico al que los personajes no son —ni pueden ser— ajenos, su sensibilidad política de izquierdas se plasma a través de sus cuerpos, evidentes objetos de deseo. Más allá del placer voyeurístico que cada cual pueda experimentar con la contemplación de un cuerpo bello y deseable, los numerosos escarceos sexuales de los protagonistas, en la fina línea que separa lo erótico de lo pornográfico, muestran más de sus rugosas interioridades que las encendidas divagaciones sobre cine, música o Vietnam. De la contemplación idealizada de Lucy y Shandurai, sensual pero platónica, hemos pasado a una Isabelle —y Matt, Theo— profundamente carnal, sexualizada. Liberadora. El director de La luna se reencuentra consigo mismo.

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Todo apuntaba a que la última secuencia de Soñadores —con el pobre Matthew descubriendo a su pesar como el fin de las utopías conduce a la barricada, o séase a la violencia— pondría punto y final a la obra de Bernardo Bertolucci. Pero la enfermedad, el olvido y, supone uno, las dificultades de financiación no le han impedido volver a la gran pantalla, casi una década después, con un filme que, si algo demuestra, es la lucidez de un maestro con un universo ficcional tan personal que, incluso reducido a su mínima expresión, resulta absolutamente reconocible. En la estela de Asediada, pero limitando aún más el espacio ficcional, Tú y yo encierra a dos outsiders en un trastero lleno de ecos del pasado para darles la oportunidad de conocerse, encariñarse, ayudarse a seguir adelante. Por más que el acercamiento a la difícil realidad de los dos protagonistas —marcada por la adolescencia de él, la drogadicción de ella— no esté exento de crudeza, también hay sitio para la poesía: la que emana del rostro de Lorenzo (Jacopo Olmo) y Olivia (Tea Falco), auténticos y por ello mismo bellos, pese a los estragos del acné y la heroína.

En la intensa mirada azul del chaval brilla al término de Tú y yo la esperanza, tras la  iniciática reclusión que le ha devuelto a la parrilla de salida. Así que no la perdamos nosotros en Bertolucci; confiemos en que su ímpetu creador le impulse, pese a tanto molino de viento, a seguir abriendo ventanas a ese mundo suyo que tanto se parece al nuestro, donde la belleza y la fealdad, lo maravilloso y lo terrible son las dos caras de la misma moneda, facetas del hecho mismo de existir. Siendo de pleno derecho el epígono de los grandes cineastas italianos, parece una jugada del destino que aquél que aprendió de Pasolini a reflejar la realidad desde la más rabiosa autenticidad llegue al final de sus días atado, como Antonioni, a una silla de ruedas. Ya sea sólo o con ayuda de algún correligionario, uno espera, desea, necesita que siga rodando películas. Da igual que sean pequeñas, o grandes. No está el patio para renunciar, tan pronto, a otro de los grandes.