Tú y yo

“Todas las desdichas del hombre derivan del hecho de que no se es capaz de estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación” (Pascal)  

Ópera claustrofílica en tres actos    

Está feo, desatinado y es una falta de respeto al autor traducir mal los títulos de las películas. En este caso la inversión del orden Io e te del original por Tú y yo de la versión en España no solo altera el producto, modifica el sentido del libreto original y su particular traslación cinematográfica (“las obras literarias —dirá Bertolucci, experto en adaptaciones libres— son sólo pretextos”), sino que produce confusión con las comedias románticas de Leo McCarey, Love Affair (1939) y An Affair to Remember (1957), que nada tienen que ver ni en contenido ni en forma con la nueva obra de Bertolucci, fiel a su estilo de autor y a sus obsesiones.  Y es que el cine de Bertolucci se ha caracterizado siempre por ser el reflejo de la lucha heracliteana entre los contrarios, en su caso: marxismo-burguesía, poesía-prosa, hombre-mujer, padres-hijos, pobres-ricos. De hecho, en Novecento (1976), Olmo y Alfredo ejemplificaban, según Bertolucci “la contradicción, el contraste, el conflicto, la armonía de repente”. La contradicción es una constante en su cine (porque “una cosa —dice el propio cineasta— siempre quiere decir muchas otras cosas, y a menudo su contrario”), quizás en todas las personas, pero él no solo no lo esconde (como la contradicción de todo cineasta cuando hace una película: “la que existe entre el arte y el dinero”), sino que en un alarde de auto-psicoanalizarse, lo muestra abiertamente, sin tapujos, su invariable “lucha contra el pecado original de haber nacido burgués”, un binomio cuando menos, de difícil simbiosis. De ahí su permanente crítica a la izquierda teórica, más burguesa que proletaria. Pero este moralista está obsesionado también “por el ojo de la cámara”. Así, este esteta formalista, este poeta del celuloide, este embellecedor de imágenes, nos ha regalado, junto con su compañero Storaro, bellas, bellísimas imágenes. Ahora este romance se acabó, pero aún así nos sigue deleitando con unos planos estudiados al milímetro, donde el espacio es como un personaje más. Espacios cerrados donde a menudo confina a sus protagonistas, como en la soberbia El último Tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972), Asediada (Besieged, 1998) o Soñadores (The Dreamers, 2003) (ese retrato de esos jóvenes de los 60, que son, como diría Godard, los “hijos de Marx y de la Coca-cola”), porque, como Polanski y Jafar Panahi — recluidos por motivos diferentes; uno por la justicia, otro por su reverso— aspira a psicoanalizar a sus personajes, mostrándonos tal cual son, ellos mismos, sin ninguna actividad que les distraiga, buscando “la libertad en un lugar cerrado”, como dirá en una entrevista el propio director. Esta vez el lugar elegido es en un sótano donde recluye a dos hermanastros en la Italia actual, y nos sumerge absortos en esta claustrofílica jaula, en esta prisión auto impuesta.  

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Pero, lejos del análisis político-social de otras obras, aquí le interesan más los problemas de los jóvenes de su clase social, los hijos de la burguesía italiana. Lorenzo, su alter ego ermitaño, tiene la oportunidad de esquiar una semana con sus compañeros de instituto pero, por una extraña razón, prefiere encerrarse en un sótano, sin salir —veánse ciertas reminiscencias con el clásico El Ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962)—. Éste es el punto desde el que parte Bertolucci, para mostrarnos, como si de una obra en tres actos se tratara, la presentación de los personajes ocupando los dos primeros actos, para llegar a un tercero y final nosotros, esperanza con la que cierra sus últimas películas.    

Primer acto: Io

Comienza con firmeza el primer acto mostrándonos a este ser antisocial, inteligente, egocéntrico, introvertido, obsesivo y con un halo depresivo. Presenta cierta conducta psicopática, que se intuye ya en la primera escena, pero no es un conformista, como aquél Marcello, aquél parásito imbuido por la banalidad del mal del hombre común; al contrario, quiere destacar. Así, este joven de 14 años se auto-encierra un breve impasse, huyendo de una realidad a la que no se adapta, donde, sin buscarlo, superará su misantropía y su nihilismo, gracias a la aparición de su hermanastra.  

Segundo acto: te

Por casualidad del destino, no va a estar solo esta semana blanca. Aparece en escena su hermanastra, una yonki que, como Ada en Novecento o la señora Quadri en la sobresaliente El Conformista (Il conformista, 1970), e incluso con breves destellos de la Catherine de Jules y Jim (Jules et Jim, François Truffaut, 1962), está presa del aburrimiento, de la falta de inquietudes de una burguesía alienada por el exceso de ocio. Esta desequilibrada artista, aquejada por el síndrome del abandono paterno (una vez más la mitología hace luz en el cine de este parmesano, esta vez el mito de Electra), se evade en las drogas como respuesta autodestructiva (como el hijo de La luna, abducido éste por el clásico Edipo).

Tercer acto: Noi

Ambos van a tener que aprender a convivir juntos en este sótano, estos rebeldes sin causa, estos niños de papá, estos jóvenes perdidos en las aguas infernales de esa etapa confusa a la par que inevitable, llamada adolescencia. Pero el aislamiento no es entendido aquí como cárcel, sino como terapia, no como fobia, más bien como filia, como dijo Pascal, cuando en su famosa sentencia habló del necesario retiro temporal del mundo para encontrarse a uno mismo, para tomar fuerzas cuando no se ve el norte, y si la terapia es recíproca, mejor, porque la mirada es siempre subjetiva y aprehendemos del otro otra visión del mundo que nos abra la perspectiva hacia la imposible, pero anhelada, objetivización de la realidad. Así, a través de esta alianza fraternal, se van a ayudar en esta etapa de su vida tan importante, en su lucha contra el poder establecido (en su caso, los padres). Una vez más, nos encontramos con la ausencia paterna como origen de todos los males, y la consiguiente, y eterna, “búsqueda del padre” como solución (que, como dijo Carlos F. Heredero, es el “eterno leitmotiv de Bertolucci”), como en su mitológica La Luna (1979). Ambos se complementan, porque ella le revocará de su apatía, mientras él a cambio le dará disciplina, orden, tan necesarias para superar su adicción.  

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Estamos ante la  nueva “ópera” de Bertolucci (en el sentido de opus, obra, porque, aunque no sea una obra musical, en sus películas la música cobra una importancia de sobra conocida), un melómano que “intenta ser musical con las imágenes”. Este “músico frustrado”, como él mismo se define, impregna, así, toda su obra de música: como “sustituto ideal de la comunicación oral en un mundo en el que la palabra ha dejado de tener sentido” (Carlos Losilla), como en la deliciosa pieza de erotismo musical Asediada, donde la música es el lenguaje del amor; o como muestra del individualismo actual —por medio de Lucy en Belleza Robada (Stealing Beauty, 1996) y Lorenzo, autistas musicales, pegados de forma permanente a sus auriculares—, o como símbolo de la unión entre dos seres necesitados (a través del Space Oddity de Bowie, que resuena después de la primera versión contextualizada, muy inferior a la original).  Bertolucci, este vitalista postrado en una silla de ruedas, nos muestra una a una en cada obra, la misma película, con los mismos temas a los que acude insistentemente, con obsesión enfermiza, usando el cine como terapia, motivo por el que Marlon Brando accedió a interpretar El último Tango en París, magistral retrato de la soledad. Pero, quizás el gran defecto de Bertolucci (y también su mejor virtud, según el resultado final), es su terrible ego, demasiado Io, su afán de autoría en cada plano, que muchas veces le sale bien, pero otras, como en esta ocasión, no tanto. Aunque es un seductor, una vez pasado los efectos de su hechizo, en esta ocasión, nos percatamos de que tiene algo que falla: pierde frescura a partir del segundo acto, y subestima al espectador explicando metáforas evidentes como la del armadillo. Por tanto, no llega a las cumbres de otras obras suyas, porque además realiza un retrato estereotipado de Olivia (muy distinto de la compleja figura del toxicómano Joe en La Luna), y fracasa también en la conexión entre ambos, mostrada mediante un apresurado final. Más cercana a obras menores como SoñadoresLa LunaNovecento (que, a pesar de mi inclinación por esta película, reconozco su irregularidad y grandilocuencia), que a otras joyas como aquél maravilloso tango en París, estamos, aún así, ante una cinematografía siempre interesante, como la propia personalidad del director.