King of Thorn

La bella durmiente

King of Thorn tiene un arranque preciso, implacable, que engancha al espectador desde la primera imagen. Con un storyboard milimetrado, que en cierta manera recuerda el metafórico arranque visual de Watchmen (A. Moore, 1986-7), nos lanza directamente al inicio de la pesadilla. La irrupción de un virus, denominado Medusa, que diezma la población mundial. Sucesivos telenoticias y entrevistas resumen, con eficacia narrativa, la situación, las consecuencias de la elevada letalidad del supuesto virus y las sospechas que recaen sobre un magnate que busca la solución. Sin embargo, Katuyoshi Katayama utiliza esta presentación sólo como prólogo puesto que será otro el núcleo de su propuesta. De modo similar a lo que sucediera en otra historia de virus asesinos, Mimic (íd., G. del Toro, 1997) que tomaba el virus como pretexto para desarrollar otra historia derivada de la primera.

Tras el prólogo, sin perder el ritmo, entramos en el grueso de la historia. Se plantea que un grupo de personas, de edades y condición diversas, sean hibernadas en un centro de alta seguridad hasta el momento en que se disponga de vacuna o cura para la enfermedad. Katayama demuestra concisión en la presentación de los diversos personajes (una mujer soltera, dos gemelas, un niño, un delincuente) y habilidad en la descripción de la enorme instalación subterránea dónde se desarrollará la acción, insuficientemente expuesta para dar pie a todo tipo de opciones posteriores. Poco después, en un segundo giro dramático, el grupo de personajes que nos ha sido presentado se verán despertados frente al ataque de unos monstruos y deberán emprender una fuga a través de las instalaciones en pos de una salida y un explicación. No sabemos cuánto tiempo han dormido, no sabemos si el virus persiste ni si hay vida más allá del refugio.

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King of Thorn, desafortunadamente, sufre de una hipertrofia argumental, de un exceso de ambición y de complejidad. Tan potente en su construcción visual como desbordante a nivel dramático, la trama pretende ir más allá de la survival movie y sumerge a los personajes en una situación, por inexplicada y por compleja, que raya en lo onírico. Más allá de su inicio es en esta fase dónde la película, sin ser original, está mejor resuelta. Lamentablemente, a medida que el grupo protagonista se reduce, a medida que dudamos si estamos en un sueño o no, a medida que el autor fuerza la relación de la historia con la del cuento, vamos perdiendo el hilo. Parece, de hecho, que el propio autor pierda el rumbo. Evolucionamos así de una turbia versión de Alicia a una sorprendente incursión en el castillo envuelto en espinos de La bella durmiente, personaje al que alguien debe despertar… tal vez en contra de su voluntad. Hay entonces una gran creación en el diseño, con una zarza gigantesca creciendo en torno al complejo científico que se visualiza como un castillo y que posteriormente es deformado por la planta. En su centro alguien sueña sin que podamos saber si los personajes son su sueño ni si su despertar acabará con la pesadilla. En un final visualmente apocalíptico, Katuyama restringe la fuga a un par de personajes de modo un tanto precipitado. El resultado es tan fascinante a nivel visual como confuso a nivel argumental, siendo harto complejo de desenredar de los sucesivos giros (varios en flashback) que se nos ofrecen y dejando al espectador atrapado entre los espinos.