Una vida sencilla

Hong Kong según Ann Hui

Si no me equivoco, Una vida sencilla (Tao Jie, Ann Hui, 2011) es la primera película de su directora que se estrena en nuestro país. Es un motivo de alegría comprobar que se le da una oportunidad después de treinta años de carrera infatigable y reconocida, aunque Una vida sencilla llega con dos años de retraso y pasará sin hacer ruido. Al menos puede dar a conocer a Ann Hui (Hui On-Wah) a una parte de su público potencial. Con un poco de suerte, llevará a algunos a recorrer con placer su extensa filmografía. Una eminencia en Hong Kong, tal vez ahora se empiece a reivindicar su figura por aquí.

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El estreno también es buena noticia porque, con su mera presencia, Una vida sencilla permite entrever lo parcial que es la imagen que se tiene habitualmente del cine de Hong Kong. Incluso en la era internet, lo que se suele saber de su producción es muy limitado, en comparación con Japón o Corea del Sur. Básicamente, se conocen dos cosas. Por un lado, el cine de género, desde lo más patillero de los últimos 40 años a las postmodernidades brillantes de John Woo, Johnnie To, Stephen Chow o Tsui Hark —el mejor de todos; por cierto, hace un cameo en Una vida sencilla interpretándose a sí mismo—. Genios de la exploitation como Kuei Chih-Hung siguen esperando el momento de ser reconocidos individualmente, momento que sin duda tendrá que llegar. El resto del cine de Hong Kong parece componerse en exclusiva por Wong Kar-Wai. Por suerte, por mucho que sea el más grande, no es el único gran creador: Stanley Kwan, Ann Hui o Fruit Chan tienen mucho que decir y que ofrecer. Pero estos tres, que sólo son un ejemplo, son relativamente desconocidos. Apenas han tenido algún brillo momentáneo en festivales internacionales o en estrenos sueltos en países occidentales, todo ello descontextualizado de su carrera.

Una vida sencilla, además de dar la oportunidad de abrir al espectador su perspectiva general de esta cinematografía, es una buena forma de acercarse a la carrera de Ann Hui, así como a un cierto cine de Hong Kong ansioso por reivindicar la idiosincrasia de su estilo de vida. Esto se expresa en la forma de una búsqueda casi desesperada por encontrar (y preservar) una identidad local propia, frente a la identidad local que antes sólo existía por contraste con la británica o la china continental. Este cambio en la autopercepción empieza en los 80 —perfectamente captado y explicado en Ordinary Heroes (Qian yan wan yu, Ann Hui, 1999)—, se agudiza en 1997 con la vuelta a China y llega hasta hoy. La búsqueda de identidad es desesperada, porque no puede ser culminada con éxito. Hong Kong no deja de ser un lugar de paso, un cacao de gente muy diversa, con un estatuto jurídico-político único y siempre a la espera de un nuevo cambio. Es difícil mostrar una cultura nativa que, en la práctica, o casi no existe o no tiene suficiente sedimento histórico. Es cierto que Hong Kong conserva con vigor viejas costumbres cantonesas, gracias a su aislamiento del exterminio de la tradición que practicó el maoísmo. Sin embargo, por su desconexión más que centenaria del resto de su región cultural, esas costumbres han perdido un poco su sentido. O, más bien, no pueden entenderse como exclusivas del (o en el) espacio de Hong Kong, cuya naturaleza es transitoria por definición. Por eso, si hay algo parecido a una cultura hongkonesa, es equivalente a la cultura de cualquier otro grupo social de exiliados o inmigrantes en cualquier parte del mundo.

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Algunos autores —como Ackbar Abbas— consideran que esta carrera hacia el localismo es, más que una afirmación de independencia, una reacción a la inminente desaparición de una identidad comunitaria. La globalización, plenamente materializada en Hong Kong, a veces trae consigo un auge del provincianismo, una vuelta consciente y hasta encabronada a las raíces para intentar dar sentido a este nuevo mundo y, al mismo tiempo, huir del miedo e incertidumbre que provoca. Como esas raíces particularistas nunca han existido ya para la mayoría de los que nacimos a partir de los 70, toca recrearlas como una ficción. Esa recreación puede tornarse real pero, se admita o no, tiene los días contados. Algunas obras de Ann Hui, como Una vida sencilla, cuentan historias sobre sentimientos de comunidad como si fueran películas documentales; pero, en última instancia, sólo muestran una añoranza por algo que la globalización no les ha dejado vivir. Este tipo de nostalgia sólo puede formularse en presente. Por otro lado, también supone un esfuerzo por preservar una cultura en peligro de extinción, si bien la conservación es imposible porque su objeto no existe. Pero nada impide imaginarlo y desearlo, y no hay que subestimar el poder de la imaginación y el deseo para mantener a flote a una comunidad. En todo caso, la buena voluntad no convierte en verdadera su visión de la tradición, ni en real una identidad creada para intentar seguir adelante. Por eso, esa tradición sin raíces y esa identidad pragmática no pueden durar.

A lo largo de la filmografía de Ann Hui, sobre todo en sus últimas películas, se puede ver ese deseo de localismo, con distintos matices e intereses según su contexto sociopolítico. A veces con un tono amable, como en Una vida sencilla o en su película hermana The Way We Are (Tin shui wai dik yat yu ye, 2008); otras veces, como en el reverso tenebroso de esta última, Night and Fog (Tin shui wai dik ye yu mo, 2009), aparece con una oscuridad más que latente. Pero siempre con una cierta ingenuidad estoica, un optimismo insobornable al que no le da la gana de comprender que esa cultura local, esa comunidad amigable, no es más que una ficción. Que, por mucho que creer en ella cumpla algunas funciones sociales, va a morir pronto y va a dejar sus practicantes con el culo pelado. Algo que sí se atreve a retratar, sin cinismo, el cine de Fruit Chan, ya desde su fundacional Made in Hong Kong (Xiang Gang zhi zao, 1997).

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Esa ficción identitaria no tiene por qué ser mala. Si muchos se autoengañan con algo que los hace mejores y les permite vivir mejor juntos, ¿qué puede decirse en su contra, más allá de señalar su transitoriedad y su falta a una verdad que no hace nada por ellos? Esta cara positiva o, más bien, de normalidad —no son historias especiales, pero son las que les suceden a hongkoneses concretos—, es la que domina como nadie Ann Hui. Su estilo encaja por completo con lo que retrata. Hong Kong puede ser un lugar y eso lo puede filmar cualquiera, pero ser de Hong Kong es un estado mental que sólo puede alcanzarse siendo de Hong Kong. El extranjero o el visitante ve las calles de Hong Kong, sus rascacielos, sus multitudes, su peculiar arquitectura y su urbanismo único. Su skyline, sus neones. Su mezcla. Sin embargo, el verdadero hongkonés da por supuesto todo eso y no pierde el tiempo llenando la pantalla de redundancias. Sus preocupaciones son otras y la parte crucial de su vida, aunque suceda en espacios comunes, escapa al marco de los lugares comunes. La cámara de Hui siempre ha sabido concentrarse en esa esfera semiprivada, que no es la del turista ni la del inmigrante o el expatriado, sino otra que es tan personal e individual como reconocida y reconocible por su comunidad. Su cine se sitúa entre la calle y la familia, con la misma distancia e intimidad ante ambas.

Y eso que tan bien retrata Hui, que aceptamos que puede ser sólo apariencia, no es una ficción ni una mentira. En cuanto uno se aleja de las zonas más turísticas de Hong Kong, comienza a pasear por barrios en los que da la sensación de que todo el mundo se conoce, o en los que a todos sus vecinos les gustaría que así fuera. La deshumanización de la globalización está ahí, pero también los intentos de contrarrestarla mediante costumbres ostentosamente públicas, o al menos compartidas en la esfera privada y luego comentadas.

Las películas de Hui, en toda su diversidad, recogen esta actitud general ante la vida hongkonesa y sus ensoñaciones identitarias mediante algunas estrategias narrativas. En primer lugar, cada una de sus obras se centra en un tema concreto, con frecuencia de naturaleza social. Seguramente cogió el hábito en su primera etapa de periodismo televisivo y docudrama, pero ha conseguido convertirlo en una ventaja fílmica, porque otorga una claridad diáfana al objeto distintivo de cada película. Por ejemplo, Una vida sencilla trata sobre la relación entre una criada de otra época y su amo actual, inmerso en los flujos transnacionales y transculturales característicos de Hong Kong y, por extensión, de la globalización.

En segundo lugar, Hui controla los saltos temporales con mano maestra, cruzando a menudo narrativas en pasado y en presente. O, también, en varios lugares a la vez: Beijing y Hong Kong en Una vida sencilla. Aunque en sus primeros años experimentaba y hasta barroquizaba con más libertad, a partir de la preciosa Song of the Exile (Ke tu qiu hen, 1990) utiliza estos recursos con total intención. El objetivo es tratar de entender y explicar la compleja trama de relaciones de los habitantes de Hong Kong entre sí, una red que se extiende por el pasado y por el extranjero, tanto como por un presente que está cambiando ante los ojos del espectador. Trabaja con la intrahistoria, la vida cotidiana (incluso autobiográfica) de la gente común. Que es un reflejo de lo que sucede a su alrededor: como le pasa a todo buen creador, en Hui lo personal también es político. Más aún, a veces la Historia se interpone en el camino, como en la maravillosamente romántica Love in a Fallen City (Qing chen zhi lian, 1984). En definitiva, el estilo de Ann Hui es íntimo y sensible —¡no por ser mujer, sino porque es su estilo!—, muy tierno y cercano sin ser obvio, tremendamente depurado y consciente de lo que está haciendo. Ni un plano de más ni uno de menos, con las composiciones a la distancia óptima para captar las relaciones personales. Asuntos personales que, en sus encuadres y en sus argumentos, no dejan de dialogar con el entorno social. Ambos planos conviven de forma indisoluble, aunque el exterior siempre se presenta como una interrupción momentánea de las acciones individuales. En ellas, el detalle es protagonista, con gestos y distribuciones en el interior del plano que dicen muchísimo más de lo que parecen decir.

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Es posible que la filmografía de Ann Hui no tenga ninguna obra maestra, pero posee una solidez nada fácil de lograr. Pocos pueden decir, con más de treinta años de rodajes constantes a sus espaldas, que cualquiera de sus películas sacaría un merecido siete y medio sobre diez. Lo que equivale a decir que unas ambiciones razonables se ven cumplidas en unos resultados que merecen la pena ser vistos. Una vida sencilla no es ni más ni menos que otro de sus sietes y medio. Sin perder de vista un cierto humanismo universalista, es ante todo otra pieza del puzzle irresoluble que es pertenecer a Hong Kong. Un rompecabezas que no hace falta terminar, porque su única razón de ser es hacer la vida cotidiana un poco más llevadera. Los recursos narrativos del cine de Hui ayudan mucho a esta tarea.