24 fotogramas en la vida de un ruido

El tiempo permanece congelado allí. Es siempre entonces. Nunca ahora

Los trece relojes, James Thurber

Hubo una vez un Duque, con mayúscula, que congeló los relojes de su palacio para frenar la persecución del tiempo, y aunque no es un duque, ni con mayúscula ni con minúscula, no será arduo imaginar a Martin Scorsese con alguna bata costosa y ligeramente extravagante en las solapas, que de vez en cuando le ocultan una barba plateada y puntiaguda. No la posee, como tampoco la bata ni el título nobiliario, pero entiéndase la metáfora como una extensión de sus cejas hirsutas, las que junto a esa voz velocísima, con inflexiones de ánade, le confieren un aire irreal, de muppet. El duque que no es tal, o que lo ha sido cuando en alguna de sus películas —La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), Gangs of New York (íd., 2002)— se ha concedido el capricho de meterse él también en el armario de época, se pasea por su casa acariciando otra idea congelada del tiempo, mientras habla a chorros consigo mismo, con sus invitados, al teléfono, y de fondo parpadean múltiples televisores en los que ha ido apresando su propia idealización del pasado bajo las cinchas de la cotidianidad. Lo rutinario es, por fuerza, nuestro; sólo nosotros tenemos derecho a extraerle su tono especial, tan constreñido por lo repetitivo a ojos de los demás. El ciclón de la batidora, el susto de la tostadora, alguien pulsa la palanca del retrete, el jardinero pasea el cortacésped a las ocho en punto. Ése es el tic tac imparable de un mortal al que, aunque mortal también es, Scorsese ha superado al fosilizar la banda sonora de la rutina y sustituirla por una cadena de recuerdos sonoros que se solapan de una habitación a otra, desprovistas de espectadores hasta que la sombra de él, del duque que deseaba congelar el tiempo, se detiene en los umbrales.

Whoosh!

Imagino que, en las madrugadas y las noches de la casa del cineasta, cuando sólo queda reflexionar sobre la vez siguiente en que en los platós y las localizaciones y las salas de montaje escenifique un nuevo ruido, se podría escuchar el eco de la fusta de Ellen Berent Harland, las botas de Alfonse Van Worden y la seda de Victoria Page contra los raíles. Cultivado como un catedrático de cinefilia sin título, a Scorsese le encanta la práctica y es ese patriarca que lo controla todo, que tiene planificado hasta el momento en que revientan los cristales de su comedor y deja que la turba entre, avasalle —tal es el gesto de los Wingard, Swanberg o West—, y él aúlla de júbilo y se refugia bajo la mesa, fingiendo pánico. Ante los nuevos, aplaude con gozo de infante; en su casa, donde todo está detenido, son sus retales predilectos del pasado los que le suplican desde pantallas mudas. Sin embargo, sabemos que colecciona esta mezcla de admiración y terror reverencial con ánimo de vanitas; no se trata de un duque que interfiere en la mecánica de los relojes, o de una bruja de Oz apostada frente a su galería de cabezas —como sucumbiría en Shutter Island (íd.2010)—, a fin de decidir cuál encasquetarse. Hay un medidor, en definitiva, que traza un arco que el artista intenta ralentizar todo lo posible. Un reloj de oro que surca el aire a cámara lenta, la ilusión poética de congelar el tiempo en el tiempo que rodea al sonido espantoso de un tac, amplificado como un gatillo, TAC; la clase de sonido que se pierde en el instante y nunca se oye.

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Ese reloj atraviesa un momento fulminante de El lobo de Wall Street (2013), que hace pasar por victoria lo que en realidad es una parálisis invicta. Dijo Arnold Bennett sin que le temblase el pulso al entregar su manuscrito a imprenta que el arte no es lo más grande que acontece en la vida, sino la percepción entre causa y efecto. El sonido posee unas causas cuyos efectos se propagan en el tiempo, y esto hace que el segundo o las veinticuatro horas se hinchen como pavos turquesas; que las imágenes, por reverberación emocional en la memoria, estén alargando los minutos reales. Lo auditivo enriquece el reloj porque éste no sirve para medir la extensión del sonido en el espacio. En una película, igualmente, el espacio no existe y sólo resta el recurso del tiempo, tantas veces mediado por la paciencia, y del sonido que, cuando desea batallar contra todos los elementos anteriores, degenera en ruido.

Whaam!

Antes de la ciudad, del casino, del bar de los amigos, del striptease y de la familia fue el silencio, y siempre antecede un silencio. Esto lo heredaron Los Soprano (1999-2007) al comenzar su acción apaciblemente: las delicadas pantuflas de raso sobre el pavimento de cien mil dólares; la piscina calmosa que en mañanas frías nadie usa, el periódico del día tras sobrevolar los macizos de hortensias. Entonces graznaba un pato, y el esquema se pervertía. La rigidez del mafioso rota por un sonido de juguete, y afianzada del todo cuando la familia aviar abandonaba la piscina entre aleteos y salpicaduras de agua clorada. Después, otro silencio y el pequeño estallido de la barbacoa, símbolo de la parte trasera (y de los trapos sucios que deben quemarse) de cualquier hogar estadounidense. La futura llegada de una ambulancia, la sirena o el socorro como trinos cotidianos de ese deje autocompasivo que estallaría en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999). En Infiltrados (The Departed, 2006) habría una ridícula tentativa de ataque efectuada con un pato de plástico. Los sonidos líricos no tienen entrada aquí y Scorsese no admite bromas y, cuando se le antoja, apenas una concordia con los oídos. El ruido es la carcajada del duque; el estrépito lo cubrió todo para ralentizar la pérdida del tiempo y atenuar su modorra, la más o menos inevitable en los metrajes excesivos.

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A modo de resumen premonitorio, Uno de los nuestros (1990) tenía un prólogo compuesto por unas diez puñaladas, cuatro disparos y los grillos que sirven de coda. Los fotogramas congelados y la narración omnisciente parecen proceder de la personalidad de ese noble obsesionado con manipular su propio tiempo y tomar el pelo al criterio general: acumulemos bullicio, cinturón que azota, reventar los cristales traseros de automóviles, revólveres que se deslizan por el suelo, taburetes apartados a manotazos, monedas en jukeboxes, auriculares contra rostros y cabinas, patadas contra mobiliario urbano, bofetadas de interludio amoroso, el fragor de las apisonadoras que arrastran basura y cadáveres; hagamos música de todo ello.

Bamf!

Cuando en Toro salvaje (Raging Bull, 1980) una mesa se vuelca por culpa de un filete —y evocamos cómo debe chisporrotear en la sartén—, la situación parece una relectura esquizoide de las cenas calladas en Xanadú. Scorsese rinde homenaje a sus clásicos añadiendo ruido, evidenciando y suprimiendo a su vez el subtexto, puesto que en los universos que retrata semejante exquisitez no existe. Hay que entrenar contra la barriga amortiguada de Joe Pesci, y más tarde, sobre el ring, los puñetazos sonarán exagerados como el aplauso de unas tapaderas de cubo. Por eso en El aviador (The Aviator, 2004) la sutileza no funciona, en especial cuando acompaña a un protagonista medio sordo, ergo rodeado de un mundo de tonos mucho más elevados. Los accidentes de coche y avioneta, lejos de Ballard, y las bombillas rotas de los flashes simbolizan una ruptura interna con un aroma empalagoso, pues todos nos hemos roto en alguna ocasión. Pero, ¿cómo recrear el ruido de una sociedad que se resquebraja? Y eso también lo hemos vivido todos, más de una vez.

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El cineasta va y viene entre dos fronteras auditivas, propias de un anciano y de un adolescente que se rellena los tímpanos con algodones indecentes de decibelios —ese juego entre gato y ratón de El cabo del miedo (Cape Fear, 1991)—. Esta dicotomía encuentra su momento estelar en Casino (íd., 1995), la película que sigue el ritmo de las cubetas de fichas y de los cilindros empapelados de monedas de a diez que chocan cómplices entre ellas, a lo largo de la maquinaria: en realidad, nunca abandonaremos el regazo de la banca. Todos los que se vigilan en el casino se manejan en un plano silencioso, como las joyas contra sus forros de terciopelo, contrapuesto a la jungla sonora. Ginger es presentada con un chillido agudo, mientras Ace sólo la ve muda en el circuito cerrado. Sí, es el duque que almacena monitores encendidos en habitaciones dispersas de su casa. Callado porque, si bien se rodea del estruendo de lo efímero, en el fondo asume la trascendencia de lo que debe fracasar y terminar.

Bang!

El mejor disparo es uno que no se oye, y el disparo dirigido contra uno no será escuchado nunca (de esto supo muy bien el final de Los Soprano). Taxi Driver (íd., 1976) contiene ese hermoso gesto, y Di Caprio lo repite en Infiltrados como símbolo de estrés, el que en la era de los mafiosos de diván genera tanto ruido interno. El disparo es, también, la sentencia de muerte muda, la risa que no llega o la carcajada desdeñosa que hace de la seña de felicidad un chirrido en El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982). Pero el silencio o el sonido mullido no parecen propios de un cineasta de esa envergadura, de uno que chilla para condenar y no condenarse. En aquella misma película, Di Caprio recolocaba un cuadro apoyado en el suelo, adonde quizá cayó emitiendo un golpe. El impacto que, elidido, se sobreentiende y se compensa con una intención romántica. Frente a la caricia, el relato se abría con puñetazos en las calles, el tumulto frente al individuo, apenas diferenciados.

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Y el hueso que se rompe, entonces. Y el estruendo de un cuerpo caído del cielo, como un suicidio, que nunca avisa, sino que se disculpa emitiendo un trueno breve y seco. Los infiltrados y sus equipos delicados no emiten sonidos y deben pasar desapercibidos: se consolida la etapa de relectura de Scorsese sobre sí mismo, de reflexión, o más bien de edición con notas al pie. Los susurros casi inaudibles que van contrarrestando los excesos (ambientales, no cinematográficos) de algarabía, como el leve ronroneo de la cámara en mano que graba la llegada de Howard Hughes a casa de los Hepburn. Scorsese revela su presencia e intenta interactuar con las escenas que se reproducen en los televisores de su casa, tocar con cuidado las manecillas de los relojes —aquel primer diálogo con Centauros del desierto (The Searchers, 1956. John Ford) en ¿Quién llama a mi puerta? (I Call First, 1967)—. Quiere reproducir el ahora a través de lo que fue. El presente, ese ruido de cubiertos antes de un asesinato, el mismo sonido que emiten la gasolina, el zumo de arándano y la leche al ser derramados o servidos.

Shhhhh!

¿Por qué, entonces, La invención de Hugo (Hugo, 2011) no se planteó como una película muda? ¿Por qué sí lo fueron, prácticamente, Kundun (íd., 1997) y La edad de la inocencia, donde la evolución del amor acompaña al sonido reprimido en un ambiente donde las tonalidades están regidas por la etiqueta: de la quietud de palco a la discusión en la nieve, que cruje como crepitan los fuegos de sus películas de gánsteres? ¿Por qué si, en fin, todos los ruidos de Scorsese nacen de puertas adentro, y son los exteriores los que hacen mutis ante las tragedias de salón y alcoba? Aquellos rompientes imaginarios en el peñón de Shutter Island. La fe como desierto en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988). La vida real y urbana vista a la altura de los tobillos, desde esas claraboyas de tugurio que alumbran los chasquidos de las carambolas en El color del dinero (The Color of Money, 1986). El ruido social resulta demasiado perturbador y después de El tren de Bertha (Boxcar Bertha, 1972), Malas calles (Mean Streets, 1973), New York, New York (íd.1977) y ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985) la visión de conjunto, la del individuo y sus murmullos en un frenesí colectivo, queda relegada a otra condición fantaseada, la de los documentales musicales —y las pequeñas canciones de Alicia ya no vive aquí (Alice Doesn’t Live Here Anymore, 1974)— que buscan apresar algo tan escurridizo como la eufonía de los grupos en una hora, dos horas, de miles de ruidosos espectadores.

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El traqueteo de las tripas de los relojes de Hugo Cabret no debía omitirse, y el duque sabía muy bien, a la par que se mesaba las cejas, que su sonido debía ampliarse mucho, muchísimo, propulsarse físicamente hasta los rostros de la platea y expresarse, de este modo, como una entelequia. Si el tiempo se alía con sonidos amplificados, sus instrumentos de medición tendrán que buscar nuevos propósitos. En una sala de exposiciones vacía, ausente de vida y sonidos, descansaba el autómata dentro de una urna acristalada. Inmóvil e incapaz, por falta de volición y motores, de emitir el quejumbroso runrún de que se acompaña en su película, reposaba sereno, diminuto y hermoso. El metal estático y aparentemente eterno visto a través de una superficie traslúcida, como las horas que pasan en las pantallas de la mansión Scorsese y en las panzas de los relojes. Me fui de allí, como el director cuando apaga uno de sus monitores, con un suspiro y la necesidad de oír algún zumbido.