Gloria

La lucha por la felicidad

Casualidades de la vida, hace pocos meses escribí otro artículo, titulado precisamente Gloria, y del que —aun no teniendo nada que ver con el cine—, bien podría recuperar algunas de sus palabras para ilustrar el contenido de esta película. Singularmente, estas frases: «Resignación, frente a gloria, es quizá una de las palabras más antipáticas. Habría que construir un diccionario nuevo sin ella […] soñar con gloria; quizá nunca podamos tenerla, pero debemos permitirnos soñar con ella. Claro que podemos vivir sin gloria. Pero no deberíamos querer vivir sin ella».

La protagonista de este filme chileno de Sebastián Lelio es, precisamente, una mujer que no se resigna a vivir lo que el destino parece haberle deparado sino que, a pesar de los obstáculos que se encuentra y de los tropiezos correspondientes, pone la voluntad necesaria para alcanzar la máxima felicidad. Gloria es una película sobre la edad madura, esa edad que va más allá de los cincuenta y en que las personas pasan por una de las sucesivas crisis que sobrevuelan sobre nuestra vida.

Gloria Cumplido (magnífica Paulina García) es una mujer madura a la que conocemos —primera escena de la película— en un baile donde saluda a Joaquín, un hombre aparentemente algo mayor que ella al que no veía desde que ella se divorció, hace diez o doce años; él le pregunta qué tal está, y ella responde que bien, con un gesto que delata rápidamente que ese «bien» esconde ya una cierta resignación a no encontrarse tan bien. Pronto sabemos que vive sola y que un gato callejero visita su casa periódicamente intentando ser adoptado; que canta canciones románticas mientras conduce; que tiene dos hijos que no parecen hacerle demasiado caso y nietos que apenas la reconocen. En otro de los bailes a los que acude conoce a un hombre, aproximadamente de su edad, con el que acaba intimando y teniendo sexo esa misma noche. La relación parece convertirse en estable durante un tiempo, pero él acaba por huir de ella en dos ocasiones y a Gloria se le termina la paciencia. Al final, —última escena de la película—, ella baila sola, al compás de la canción del grupo Them (1964), con el mismo nombre que la protagonista.

Hay películas que necesitan pocos elementos para funcionar casi a la perfección, a pesar de que su ambición limitada les impida volar más alto de lo que quizá podrían. Gloria cuenta con un guión muy ajustado y riguroso de Sebastián Lelio y Gonzalo Maza, y con una extraordinaria interpretación de Paulina García, y con eso es más que suficiente para ofrecernos un resultado bien equilibrado entre una emoción madura y contenida, y una serie de intensas reflexiones sobre la soledad durante la edad madura, la alegría y la tristeza de vivir o la dificultad para expresar lo que sentimos, lo que necesitamos, lo que nos da aire para respirar.

La música es un elemento importante en Gloria, porque de alguna manera sirve para comentar los temas principales de la película, sin que eso obligue en ningún momento a subrayados excesivos ni a planteamientos discursivos: las canciones que tararea en el coche, por su contenido y por su tono, subrayan la soledad de Gloria al mismo tiempo que expresan su alegría por vivir; la música de baile que acompaña a las escenas inicial y final permiten enlazar dos momentos bien diferentes de su vida que, a la vez, completan una circularidad de soledad compartida y de cierta desesperación ante la imposibilidad de encontrar el amor.

Lelio nos da también una lección de esa contención y humildad que tantas veces echamos de menos en los cineastas. Con un buen sentido del ritmo y una habilidad indudable para poner en escena a los actores, retira todo posible arsenal de recursos propios para que el trabajo de la protagonista y los buenos diálogos vayan construyendo una dramaturgia fluida y eficaz. Nunca es fácil imaginar cómo un director podría haber contribuido mejor a sus películas cuando estas alcanzan objetivos importantes gracias a su modestia y prudencia, y en ese sentido Gloria es una película muy significativa.

En realidad, estamos ante una de esas películas que pasan desapercibidas porque ni el conjunto parece llamado a contar grandes cosas nuevas ni ninguno de sus elementos aislados están construidos a mayor gloria de sí mismos, sino que son partes de un conjunto orgánico equilibrado y coherente. Son películas que no suelen obtener grandes premios, que no llenan las salas, que no quedan en la memoria colectiva y que tampoco aparecerán en las recopilaciones de rarezas. Es cine llano, honesto, directo, cine emocional y con cierta profundidad que no alardea de ninguna de las dos cosas, cine sentido y sólido que no llamará la atención más que de sus ocasionales y sorprendidos espectadores. Y esta, y no otra, es la grandeza del cine, por otra parte. Su capacidad de seguir sorprendiéndonos después de tantos siglos de imágenes, incluso desde una aparente sencillez que denota una importante madurez. Su capacidad para hablarnos de la vida casi sin querer. Una de las maravillas de la cinefilia es poder encontrar, de tarde en tarde, una película que casi nadie conocerá pero que es capaz de llegarnos a algún lugar del corazón y de ser importante para nosotros por alguna razón.