The Roaring Nineties
Nos cuentan la portada del periódico, los noticiarios, lar radio, el último caso de corrupción identificado, el último sospechoso, un nuevo desfalco o cómo debemos seguir pagando por el agujero que los bancos, aquí o en algún lugar del mundo, produjeron. Seguimos viendo gobiernos hipócritas, inútiles, cuando no traidores al propio país. Seguimos viendo arrogancia mientras se pide humildad, poder mientras vemos pobreza, ineficiencia y derroche que sólo se compensan con solidaridad… Y sabemos que Martin Scorsese estrena una posible buena peli y contamos cuánto costará llegar al cine, en coche o en metro, y calculamos qué día y qué sala ofrece un precio más bajo para las entradas. Y, cuando finalmente llegamos a la sala, vemos que los personajes de la obra en cuestión están próximos a Madoff, a los manejos de Lehman Brothers, a Bárcenas y a tantos otros nombres que salpican las noticias financieras y políticas. Un auténtico truhan que se enriqueció ilegalmente, con soberbia y alevosía. Y, sin embargo, aplaudimos a rabiar… El lobo de Wall Street es una gran película, un Scorsese en toda regla; pero hay algo más. No aplaudimos sólo los travelling, el montaje o las interpretaciones. No aplaudimos estrictamente al personaje, tan despreciable cómo todos los que pueblan nuestros noticiarios en los últimos años. Aplaudimos el gesto, el arrojo. Evidentemente Jordan Belfort, el llamado lobo de Wall St., no es sino un Robin Hood que roba a los poco ricos para dárselo a los muy ricos, en concreto a sí mismo. Pero, como sucedió en los años 30, tras el crack del 29, el grueso de la población se dedicó (nos dedicamos) a admirar los gánsteres, los fuera de la ley, que a partir de los roaring twenties pusieron en jaque el orden establecido. Hartos de ineficiencia e injusticia, contemplamos ahora los roaring nineties (como aquel público que en los 30 miraba las películas de Archie L. Mayo o de Raoul Walsh con Bogart o con Cagney) desde un posición intermedia entre la apatía y la simpatía, dos opciones que aún nos podemos permitir.
Así pues, El lobo de Wall Street es la enésima revisitación de Scorsese del mundo mafioso. Solo que en esta ocasión nos alejamos de Little Italy para situarnos en el melting pot ansioso de encontrar el ascensor social. Es muy interesante observar que Scorsese, como Allen, vuelve a los patrones que les han reportado mejores resultados. Woody, tras una década de agradables viajes personales y proyectos de calidad irregular cuando no muy deficiente, recupera con brillantez en Blue Jasmine (íd., 2013) sus personajes de mujeres fuertes en situaciones de conflicto y su toque mágico para situaciones y diálogos, Marty, quien no ha bajado el listón como su convecino pero no ha alcanzado los grandes éxitos del siglo pasado, mira atrás, a sus protagonistas de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990 ) y Casino (íd., 1995) y a sus itinerarios vitales y profesionales para trazar una historia paralela. Jordan Belfort, como el Henry Hill de la primera y, en cierto modo, como el Sam Rothstein de la segunda, buscarán su ascensor social en la zona oscura de la sociedad, aunque el trayecto de éste desbanque o aplaste a muchos otros. La diferencia con aquéllas cintas y sus protagonistas radica básicamente en que, mientras aquellas se estructuraban en la Familia, en una organización preexistente con sus normas y su estructura jerárquica, el lobo crea la suya propia a su imagen o semejanza o, mejor dicho, a imagen y semejanza de las grandes corporaciones, del lujo y del poder. Broker fallido, Belfort recupera despojos laborales en los suburbia y desarrolla el sueño americano. Buscando la felicidad engañará clientes incautos, estafará, abusará de las amistades y falseará datos fiscales. Nada nuevo. De hecho, en cierto momento, se plantea que su entidad, Stratton-Oakmont es la misma representación de los Estados Unidos de América. Y Scorsese se permite presentarnos este personaje desmesurado, hiperbólico, con tintes esperpénticos, tal vez porque pese a ser real, su historia cueste de creer.
Uno de los méritos de la cinta es, precisamente, el tono que da a la narración. Scorsese ha salpicado su obra de pequeños toques de humor (habitualmente negro o sarcástico) pero hacía tiempo que no se sumergía en la comedia —salvo las escenas de comedia en La invención de Hugo (Hugo, 2011) o los, tal vez involuntarios, de Al límite (Bringin Out the Dead, 1999)— como hizo con la brillante Jo, ¡qué noche! (After Hours, 1985). En esta ocasión Scorsese se zambulle en la nueva comedia americana, en la más gamberra, no sólo de la mano de un Leonorado Di Caprio en estado de gracia sino también con la ayuda de un pasado de vueltas Jonah Hill que da su corpachón para un personaje, para unas escenas, proclives a todos los vicios, a todos los excesos —algo así como el Kleinfield interpretado por Sean Penn en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, Brian De Palma, 1993) en clave cómica—. De esta guisa la nueva película de Scorsese resulta ser un fascinante, brillante, híbrido entre la comedia gamberra, la crónica social y la crónica de gánsteres. Remake insólito de sus obras previas, como antes citaba, recoge el ascenso y caída de un personaje, de un adicto que desarrolla los rasgos paranoicos del protagonista de aquellas cintas y que, cómo aquellos, termina sus días en una libertad muy poco estimulante.
Como en las citadas obras, Scorsese se luce en atrevida y muy efectiva alternancia de planos secuencia, panorámicas, travellings o montaje picado. (Un ejemplo perfecto de la maestría de Scorsese está en la primera venta de acciones de Aerotyne en el Investor’s Centre, en la cual alterna breves planos medios con panorámica o travelling incorporado para reforzar la progresiva seducción del cliente y de los compañeros de trabajo, fascinados por la técnica comercial (la mentira) del protagonista. A esta secuencia le sigue varios planos fijos, insertos, del coche deportivo que puede adquirir y, en un ágil montaje, nos sitúa en la conexión de Jordan y Donnie. El montaje de Thelma Shoonmacher, combinando estos planos medios, fijos o con suaves panorámicas, hace el resto. El primer dia de ventas de Stratton Oakmont es un prodigio narrativo y perfecto para ver la técnica de construcción de las cintas de Marty). Como en aquellas desarrolla de modo brillante a nivel argumental la evolución del personaje y de su negocio. Como en aquellas apunta hacia una dirección pero se permite anécdotas y digresiones. Sin embargo su mala leche no se limita a la historia. Belfort y su empresa son, ciertamente, la personificación de la voracidad empresarial americana. Pero, por encima de ello, Belfort personifica el sueño americano, capaz de enfrentarse al sistema, capaz de burlarlo incluso en su derrota, capaz de salvar en última instancia, como Popeye, a un amigo a punto de morir (aunque sea con una dosis del copón de cocaína, en una de las más hilarantes y mejores secuencias de la cinta). Capaz de caer y volver a subir… Quizás me equivoqué al inicio del artículo y Belfort no sea la reencarnaciòn de los gangsteres Bogart o Cagney. Tal vez Jordan Belfort es el modelo actual de héroe americano, el que desplazará del pedestal al inocente, incombustible, Jimmy Stewart en su lucha contra los bancos y los poderes fácticos. Si o pensamos bien Jordan Belfort podría ser la versión actualizada de los héroes de Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, F. Capra, 1939) o de ¡Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life , F. Capra, 1945) con la ayuda, eso si, de unas cuantas rayas.