Arte (y ensayo) marcial
Vas al cine y te sientas en la butaca central de la décima fila, ni muy cerca ni demasiado lejos. Deseas zambullirte en uno de esos intrincados laberintos de pasión contenida que acostumbra a fabricar un tipo de gafas oscuras y filmografía (casi) intachable llamado Wong Kar-Wai. Se apagan las luces y no ves la película, sino que te sumerges en ella. Como si fuera la corriente de un caprichoso río, un imparable caudal de imágenes y sonidos que cambia de dirección bruscamente, se dilata y se contrae a su antojo, ajeno a las más elementales leyes del tiempo y el espacio. Aunque a priori parezca una rareza dentro de su filmografía, la primera de sus películas que puede asociarse al género de las artes marciales (Ashes of Time no era propiamente un wuxia clásico, ni mucho menos), The Grandmaster es “una película que habla más de la identidad de su cineasta que de la de su protagonista”, en palabras del siempre lúcido Óscar Brox.
WKW muestra, haciendo siempre gala de un manierismo exacerbado a base de ralentís y encuadres barrocos, múltiples peleas a lo largo del metraje, utiliza un segmento de la película para que Ip Man (Tony Leung) pase una serie de pruebas en ese recargado prostíbulo que es el Pabellón de Oro, y el motor que mueve las acciones de Gong Er (Zhang Ziyi) es una venganza por la muerte de su maestro. Incluso hay una técnica secreta, la de las 64 manos. Como en tantas y tantas otras películas del género. Pero poco o nada tiene que ver The Grandmaster con lo que normalmente se entiende por una película de artes marciales, o incluso con Tigre y Dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000) o La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004) dos ejemplos de lo que directores contrastados como Ang Lee y Zhang Yimou han hecho en sus intentos por dignificar un cine que siempre ha tenido poca consideración entre la cinefilia más exigente, no digamos ya entre la crítica, poco dada a reconocer el valor de lo que siempre se ha clasificado como serie B. WKW se autoplagia, repite planos, atmósfera y hasta diálogos de algunas de sus películas (sobre todo de In the Mood for Love y 2046) y filma con una elegancia asombrosa los saltos, piruetas y golpes que se propinan los personajes, siempre atento a la sensualidad de los elementos, las gotas de lluvia golpeando los cuerpos, la madera astillándose tras una patada o la nieve dispersándose con los golpes de Zhang Ziyi en esa inolvidable pelea en la estación de tren de Manchuria.
Poco o nada acabamos sabiendo de quién era realmente Ip Man, el maestro de Bruce Lee y una de las grandes leyendas del kung fu, salvo que sufre de esa meditabunda melancolía que ya mostraba Tony Leung en sus anteriores colaboraciones con el cineasta hongkonés. Todo lo contrario que en Ip Man (Yip Man, Wilson Yip, 2008) y Ip Man 2 (Yip Man 2, Wilson Yip, 2010), biopics hagiográficos y de marcado corte nacionalista en los que se explica con detalle, entre combate y combate del espectacular Donnie Yen, la resistencia del maestro a la invasión japonesa y al colonialismo inglés. En The Grandmaster la voz en off de Tony Leung ni explica ni subraya, solo divaga, y la continuidad se ve constantemente boicoteada por flashbacks de límites difusos. Incluso llega a ser sospechosa, por incomprensible, la inclusión de un personaje secundario como El Navaja, que parece no estar ahí más que para meterse en un par de peleas y cruzarse con Gong Er en un tren. La narración tradicional nunca le ha interesado mucho a WKW, siempre ha buscado maneras de subvertirla, pero aquí es algo que lleva al extremo. Liberada de la dictadura del sentido narrativo, la película puede entenderse como una delicada pieza de orfebrería, construida en base a una puesta en escena muy próxima a los rostros y cuerpos de los actores y un montaje de resonancias bressonianas. Es algo que se percibe especialmente en las peleas, en las que planos de los luchadores en acción de intercalan con insertos de sus pies y manos en movimiento o en reposo, golpeando o parando golpes, esquivando o preparándose para el siguiente ataque. Los planos son tan cercanos que incluso podemos advertir esa mirada tan elocuente en la pelea entre Ip Man y Gong Er, la que marcará un amor imposible, soterrado y nunca expresado entre ambos personajes. La batalla inicial bajo la lluvia y la ya mencionada en la estación de tren entrarán por derecho en todas las antologías del género, pero es ese combate de subyugante belleza entre los protagonistas el que mejor condensa la esencia del cine de WKW: el delicado baile de dos corazones rotos.
Enumerados y reconocidos todos sus aciertos, habría que hacer una salvedad para situar a la película entre lo mejor que ha filmado el director de Chunking Express. Él mismo ha mencionado en alguna entrevista su intención de emular al Sergio Leone de Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, Sergio Leone, 1984). Pero podía haber sido algo más sutil a la hora de rendirle homenaje, porque resulta un poco burdo, sobre todo al final de una película tan elegante, ver al personaje de Zhang Ziyi encender una pipa de opio, acostarse y sonreír en primer plano mientras recuerda su niñez, espiando por una ventana a su padre que entrena en el jardín. Todo debidamente acompañado por la música de Shigeru Umebayashi, que evoca parte del inolvidable Deborah’s Theme de Ennio Morricone.
Los últimos planos de la película, quizá por culpa de los múltiples montajes que se ha autoimpuesto WKW (esta crítica corresponde a la versión europea, la de 122 minutos), son una confusa compilación de imágenes de Ip Man en Hong Kong, en lo que puede llegar incluso a entenderse como la promesa de una secuela. La conclusión deja un sabor agridulce porque, lo que podía considerarse una obra maestra, se ve empañada por un tramo final algo endeble. En cualquier caso, las abigarradas imágenes de The Grandmaster permanecen en el recuerdo mucho después de terminado su visionado, como si ese caudaloso río del que hablábamos al inicio no terminara nunca de discurrir ante nuestros ojos.