A propósito de El lobo de Wall Street
I
George Costanza era el personaje más arriesgado de Seinfeld (íd., Larry David y Jerry Seinfeld, 1989-1998). No tenía ninguna cualidad que lo redimiese. Era miserable, envidioso, cicatero, neurótico, obsesivo y egoísta como un niño de seis años. George Costanza era Larry David, si este no hubiese tenido talento.
En el año 2000, David estrena en la HBO Larry David (Curb your Enthusiasm. Larry David, 2000-), que bien podría haberse titulado La hora de George Costanza: aquel alter ego suyo distorsionado y posibilista que encarnase en Seinfeld Jason Alexander, devenía protagonista ya indisimulado de un show que hace del propio Larry David un tipo miserable, envidioso, cicatero, neurótico, obsesivo y egoísta como un niño de seis años.
Uno de los pasajes más memorables de Uno de los nuestros (Goodfellas. Martin Scorsese, 1990) es aquel en el cual Henry Hill vive en lo alto del monte cocaína y todo a su alrededor está guiado por la paranoia y el frenesí. Si Uno de los nuestros fuese Seinfeld, esos, pongamos, cuarenta minutos intoxicados serían George Costanza.
El lobo del Wall Street (The Wolf of Wall Street. Martin Scorsese, 2013) es, por tanto, Curb Your Enthusiasm; la extensión de esos cuarenta minutos a tres horas de politoxicomanía y miserabilismo sin espacio para ninguna cualidad redimible, regidas por la lógica acumulativa del “más”: más dinero, más drogas, más coños.
II
En 1986, año en que arranca El lobo de Wall Street, Martin Scorsese estrenaba El color del dinero (The Color of Money. 1986). En ella, un hombre de los años 50, Eddie Felson, interpretado por una estrella surgida en aquella década, Paul Newman, miraba a través de otro de los 70, Scorsese, como un joven de los 80 al que daba vida la gran estrella del momento, Tom Cruise, se pavoneaba alrededor de una mesa de billar al ritmo del Werewolves of London, de Warren Zevon.
Scorsese declaraba en esa escena lo que le parecían los 80, una época de exhibicionismo. Y cuando al final de la película Vincent Lauria (Cruise) apostaba contra sí mismo para dejarse perder en una partida contra Eddie y así llevarse un montón de pasta, la declaración será cristalina: se estafa hasta el talento propio, la deshonestidad no tiene barreras.
En 1987, el año del lunes negro, la peor caída de la bolsa desde 1929, y el año en el cual Jordan Belfort comienza a estafar con activos tóxicos a pequeña escala, Oliver Stone estrena Wall Street (íd., 1987) y Tom Wolfe publica La hoguera de las vanidades. Los yuppies y su década obtenían así sus opus magnas, sus definiciones de ficción.
El lobo de Wall Street es la adaptación oblicua de Scorsese sobre Wolfe, un material que hubiese sido perfecto en su día. También es el reverso hiperrealista de la película de Stone, maniquea y blanquinegra como un film de los cuarenta. La avaricia es buena, proclamaba Gordon Gekko (Michael Douglas), el überyuppie; pero el buen Bud Fox (Charlie Sheen), cuyo padre sindicalista fue arruinado por Gekko, rechazará la tentación mefistofélica, reequilibrará la balanza de la justicia y aprenderá una lección.
En 2010, al comienzo de la mismísima mierda, Gordon Gekko regresará convertido en antihéroe redimido en Wall Street 2: el dinero nunca duerme (Wall Street: Money Never Sleeps. Oliver Stone, 2010). Ahora vuelve desde la cárcel para combatir a sus hijos, que son peores que él, y recuperar a su familia, cuya existencia le hace finalmente replantearse su pasada actitud. Pero el cuello lo sigue llevando blanco.
Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), lobo de Wall Street, se mete las disquisiciones morales por la nariz a través de un billete enrollado de cien dólares con la cara de Ayn Rand, mientras a Bud Fox se la chupa una secretaría en el ascensor trasparente del edificio donde está la oficina de su firma inventada. No es Mefistófeles, tan solo un vendedor sin escrúpulos, un miserable irredimible. Tan real que si te lo cuentan no te lo crees, tan ultraparódico que solo puede ser real.
III
Terence Winter participó en Los Soprano (The Sopranos. David Chase, 1999-2007) como escritor y productor entre 2000 y 2007. En 2010 presenta en HBO su propia serie como showrunner y creador, Boardwalk Empire (íd., 2010-2014). En ella, Martin Scorsese ejerce como productor ejecutivo y dirige el episodio piloto, que es como una película de gangsters del pre-Code rodada ahora: toda velocidad, violencia y empuje cinemático.
Uno de los nuestros reverberaba dentro de Los Soprano, matizada por el humor seco de David Chase y su sensibilidad para la fuga onírica. A su vez, Los Soprano drena y cala en El lobo de Wall Street, en espacios y diálogos familiares, en el humor absurdo, en lo grotesco y lo patético, en las relaciones masculinas, en el infantilismo de sus protagonistas y su total indiferencia hacia aquellos a quien hacen daño y arruinan, en la diversión que todo ello les produce.
Una de las características de la última década del cine de Martin Scorsese es su carencia de un guionista de confianza, pese a haber trabajado dos veces con John Logan, en El aviador (The Aviator. 2004) y La invención de Hugo (Hugo. 2011); separadas al cabo por ocho años, y habiendo heredado Scorsese de Michael Mann el biopic sobre Howard Hughes. La sensación que dejan ambos proyectos es la de que el director los recibió, le interesaron por alguna razón, y entonces los scorsesizó.
Con Terence Winter la relación parece diferente. Más cercana a las colaboraciones de Scorsese con Nicholas Pileggi y Jay Cocks, nada parecida en todo caso a la que experimentó con Schrader, muy particular. El lobo de Wall Street está escrita tan para Scorsese, tan en su clave, que acaba siendo un “Scorsese haciendo una película de Scorsese”. El resultado es hiperbólico, un paroxismo de las formas que, en vez de alumbrar como Casino (íd., Martin Scorsese, 1995) un fascinante manierismo ultraestilizado, se precipita con una risotada en la parodia lúcida.
IV
En uno de los momentos cumbres de El lobo de Wall Street, con los personajes de DiCaprio y Jonah Hill semianestesiados por una de las múltiples drogas que consumen, el segundo está a punto de asfixiarse. Belfort, entonces, ve unos dibujos animados de Popeye en la televisión y relaciona las espinacas con la cocaína, la cual le recupera con un subidón inmediato del efecto sedante de los estupefacientes previos.
Más allá de la corrosiva referencia a la cultura pop, toda la secuencia da el tono exacto de El lobo de Wall Street, donde el realismo y la realidad son solo un punto, lejano, de partida. El tratamiento es el de un cartoon luminoso, colorista, chillón, a-realista; un Frank Tashlin dopado, con DiCaprio como reverso de Jerry Lewis.
Una estrategia, la de incrustar el cartoon en el mundo real, de aplicar su lógica, que Scorsese había llevado a cabo en Jo, ¡qué noche! (After Hours. 1985) y, de manera más esquinada, en El rey de la comedia (The King of Comedy. 1982), que ya era a su vez una inversión de las estructuras/motivos del cine de Jerry Lewis, con este encarnando una versión desagradable de sí mismo.
V
El lobo de Wall Street no es una comedia, tampoco una tragicomedia; es un esperpento grotesco. Su estructura clásica norteamericana de “rise-and-fall” queda demolida en un epílogo que confirma que los malos han ganado y siempre ganarán. El Jordan Belfort real presenta al Jordan Belfort de ficción ante una audiencia dispuesta a venderse pensando que compra.
Scorsese contradice en la película aquello de «dije que la vida era un chiste, no que el chiste tuviera gracia», puesto por Alan Moore en boca de El Comediante en Watchmen. La cabronada de todo esto es que el chiste sí tiene gracia, pero solo para el que lo cuenta, que encima es un mentiroso integral.
El gran chiste final, la broma asesina, es la misma existencia de El lobo de Wall Street como película: Belfort no solo se hartó de robar a manos llenas durante media década de frenesí politoxicómano, individual y colectivo, literal y metafórico, sino que en mitad de la mismísima mierda publica una autobiografía superventas, se consagra como “orador motivacional” y Hollywood le dedica una película.
VI
Jordan Belfort es el tipo de hijoputa a quien los descerebrados protagonistas de Dolor y dinero (Pain & Gain. Michael Bay, 2013) adorarían, comprarían todos sus vídeos y frecuentarían sus seminarios. Es una inspiración americana para un país diagnosticado de manera implacable como una negocio en Mátalos Suavemente (Killing Them Softly. Andrew Dominik, 2012).
América aparece constantemente referida en la película de Michael Bay, una sátira noventera anabolizada que solo podía ser puesta en escena por el epítome del estilo/década, en virtud de una ambigüedad irresoluble entre si sabe o no lo que está haciendo.
Y América también aparece en El lobo de Wall Street, cuando DiCaprio se refiere a su oficina como «esto es América» durante uno de sus speeches a sus brokers, reducidos por Scorsese a masa cavernícola de necesidades babeantes. Jonah Hill, más adelante, se meará en un requerimiento del gobierno mientras berrea «que se joda América». Las fuerzas antisistema más poderosas, más radicales, son aquellas que anidan justamente en el núcleo del Sistema, en perfecta relación simbiótica.
La brutalidad del discurso de Scorsese en El lobo de Wall Street no puede ser más salvaje: «¿Gordon Gekko? … No me jodas. Los tipos que nos robaron, los que nos estafaron, fueron una panda de vendedores de coches de segunda mano con pretensiones. Drogadictos, puteros y cutres. Nos robó una banda de imbéciles, lo cual nos convierte a nosotros en un montón de imbéciles mucho mayor».
Toma chiste.
Magnífico artículo, el mejor que he leído sobre esta
estupenda película de Scorsese. Espero que solo sea la primera de muchas críticas
del gran Adrián Esbilla en Miradas de Cine.
Madre mía… será mediano, como mucho.
La película se presta este tipo de conexiones y desvaríos. Y es de las que se te pegan a la quijotera.