Spike Jonze y el arte de crear mundos

La imaginación en la era del vacío

El filósofo norteamericano Nelson Goodman fue uno de los más hábiles investigadores de los fundamentos de nuestra relación cognitiva con el mundo. El arte era —y es— uno de los componentes esenciales de esa relación, pues los trabajos artísticos son símbolos que refieren al mundo en una variedad de maneras diferentes. El conocimiento aparece como una vía en construcción y nosotros somos los trabajadores activos que, al tiempo que elaboramos diferentes versiones del mundo, modificamos nuestra percepción de la realidad. De ahí que el propio Goodman manifestase que «me interesa menos la naturaleza del pensamiento que sus modos, menos su sustancia que sus formas» (Goodman, Nelson, Maneras de hacer mundos, La balsa de la Medusa, 1990).

Tal vez parezca arriesgado asimilar las ideas de Goodman al cine practicado por Spike Jonze. Sin embargo, si el realizador de Maryland ha destacado en una parcela, esta ha sido la construcción paciente de un mundo a partir de sus sentimientos transformados en elementos de un discurso en progresión. Para ello ha contado con una carrera atravesada por sus incursiones en el terreno del videoclip y la publicidad que, sin duda, han contribuido a cimentar su visión del mundo como un espacio abierto a la imaginación. Una fantasía renuente al dique de contención, que funciona como un torrente expansivo disparando sobre todas las cosas; que condensa las pequeñas grandes virtudes que habitan en cualquier lugar y hace de Jonze un vendedor de imaginación que utiliza su creatividad para rediseñar el mundo en sus propios términos.

Jonas y François, realizadores del clip D.A.N.C.E. (2007) para Justice, destacan como influyente el gusto por la pirueta visual de Spike Jonze. En su obra todo es posible y las convenciones del lenguaje se desmoronan para dejarnos ver aquello que forma parte de su límite para, con ayuda de la ilusión, rehabilitar un escenario real que cada vez se antoja más simulado. Así, su combinación de técnicas y acabados le da un aire de investigación continua sobre las posibilidades expresivas del medio. Su estructura, a caballo entre el sueño que va desplegándose hasta hacerse real y el relato de inequívocos tintes biográficos, refleja las decisiones de la vida y muestra todas esas opciones que desechamos y que conllevan una realidad que no sucedió, pero desearíamos que fuese así: que la forma de la fantasía se correspondiese con la del mundo.

‘Skaters’, hombres-perro, Björk y la infancia recuperada

A diferencia de otros colegas realizadores, la obra de Spike Jonze siempre parece fugarse en otras direcciones, ideas y expresiones. Es, digamos, la clase de versatilidad que puede hermanar bajo un mismo universo a Kanye West y Björk. Pero también la que aleja a Jonze de retratar obsesivamente, a la manera de Hype Williams, la condición hedonista de la sociedad contemporánea. O, como Ace Norton, la imagen grotesca que brilla en el reflejo del éxito y del progreso. En Jonze pesa más la necesidad de exprimir el jugo de la imaginación hasta pulverizar sus barreras o los límites propios marcados por los artistas para los que trabaja. Por eso, la mayoría de sus trabajos se erigen sobre la ilusión.

Ese más difícil todavía encarnado en un Christopher Walken desafiando las leyes de la gravedad en Weapon of Choice (2000). O en el exquisito anuncio —en el que Karen O participa musicalmente— para Adidas, que deforma y moldea a capricho, vertical u horizontalmente, el espacio como un lugar abierto a la exploración de lo imposible; a la correspondencia entre lo que puede ser soñado y lo que puede llevarse a cabo. Así, Jonze concibe sus trabajos bajo el paraguas del monopatín como la manifestación última de esta idea. Para Lakai, empresa dedicada al calzado y ropa skater, coloca a sus héroes bajo un manto de solemnidad en forma de movimientos en slow-motion. Y una vez la épica contamina los gestos de los skaters, Jonze la dinamita haciendo explotar la superficie a su alrededor, como si esas acrobacias increíbles fuesen la expresión en bruto de la imaginación hecha carne. Una idea que, inserta en otro clip, recalca el propio realizador al hacer cabalgar a sus personajes sobre un monopatín invisible —el imposible aplicado a la práctica.

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A Jonze le hemos visto acoplarse a cualquier exigencia artística. Para Björk tradujo el inmovilismo y la quietud de la gélida Islandia en un frenético musical que remodelaba a cada estallido de la cantante la ciudad imaginada como escenario. Para Daft Punk ilustró en el hombre-perro con radiocassette al hombro la paradójica soledad de los personajes del dúo francés, que parecen reivindicar, frente a una sociedad distante, la singularidad de su existencia emocional. Incluso representó, en una peculiar lectura sobre su educación sentimental, a la que fuera su esposa, Sofia Coppola, como una supermujer —volteretas en el aire al ralentí, inclusive— en un videoclip para The Chemical Brothers. Sin embargo, es en sus últimos trabajos para Kanye West donde Jonze ha conseguido expresar todas esas emociones que contaminan su penúltimo largometraje, Donde viven los monstruos (Where the Wild Things are, 2009).

Cuando fuimos un cuento de hadas

La independización parcial de Charlie Kaufman dejó a Jonze con la responsabilidad de conseguir animar —acercarlo— un mundo que evolucionaba distanciándose de nuestros sentimientos. Ese mundo, a pesar de su inmensidad y variabilidad de formas, exigía ser contemplado con la mirada de un niño, que era —y es— la más indicada para derribar fronteras y acercarnos a la calidez de esos lugares fabricados con nuestra imaginación. Porque de lo que se trata es de ser habitantes de ese mundo de fantasía; de colmar con la imaginación los aspectos de la realidad que están desordenados y sin acabar. En definitiva, recuperar aspectos que una vez pertenecieron a nuestra infancia y, en cambio, se han revelado determinantes durante nuestra madurez.

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En este sentido, el trabajo con Kanye West ha servido a Jonze para diseccionar esa ausencia que manifestamos cuando somos adultos y que necesitamos volver a descubrir. El corto We were Once a Fairytale (2009) es, al mismo tiempo, la mejor interpretación de lo que ha supuesto en la carrera de West la publicación de su 808′s & Heartbreak (Roc-A-Fella, 2008) y un buen aperitivo para el discurso culminado por Jonze en su largo. En el corto, un Kanye borracho y arisco se abre las entrañas para extraer de su interior al Pepito Grillo que, moribundo, ya no consigue transmitir la misma sensación de vitalidad que sentía en el pasado. A su manera, Jonze entiende que el rapero de Atlanta se ha convertido en un simulacro, en una carcasa vacía de emociones que solo repite mecánicamente gestos y poses mientras espera el final. De ahí que en Flashing Lights (2007), el realizador visualizase a West como el rehén de sus propios delirios de grandeza, y a estos —transmutados en una playmate semi-desnuda— como los ejecutores de su asesinato a palazos en el interior de un maletero.

En los suburbios de la fantasía

En los últimos años, la colaboración creativa más fructífera de Jonze ha sido con el grupo Arcade Fire. Con Kanye emancipado y atrapado en su burbuja de hedonismo y egotismo desmedido, Jonze se fijó en los canadienses como objetivo para expandir su visión del clip. Así, a propósito del lanzamiento de The Suburbs (Merge, 2010), ideó una mini-película que en cierto sentido podía continuar la estela de esa reflexión melancólica que desprendía el cierre de Donde viven los monstruos. Aquí sus protagonistas son unos adolescentes en los que perfectamente podría integrarse Max; chavales a los que Jonze sigue con su cámara y muestra en sus momentos de diversión, complicidad e intimidad, héroes de esas colonias de fincas que se arraciman en los barrios más modestos. Sin embargo, la imagen gira drásticamente en la dirección contraria y, mientras Arcade Fire desgrana sus temas, Jonze se esfuerza en proteger a sus criaturas de esa sociedad —aquí una especie de cuerpos armados de aire fascista— que amenaza con reprimir y laminar los capítulos de minúscula felicidad que les pertenecen.  Un contraste brutal entre la belleza con la que filma el cortometraje y la dureza que imprime en la lección vital con la que deben convivir sus protagonistas. De ahí que, tomando el testigo de su actor, Jonze batalle por evitar el contagio de esa melancolía en el mundo que tanto le ha costado construir; esa desilusión que tinta a negro la alegría adolescente con la que se abre la historia.

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Resulta, pues, interesante comprobar cómo la segunda colaboración entre Arcade Fire y Jonze, esta vez a propósito del reciente Reflektor (Merge, 2013), añade una nueva pincelada a esa idea anterior. Invitado a crear un videoclip en vivo para la banda, fruto de su participación en la ceremonia de premios organizada por YouTube, Jonze decidió construir un decorado entre selvático y onírico —o, más bien, el sueño de una selva que imaginaría un niño— por el que se movería la actriz Greta Gerwig. Un reducido edén hermoso en su imperfección, tan bello como el fuerte que crea Max junto a los monstruos, donde uno puede bailar en plan patoso como haría en el pasillo de su casa, como hace Gerwig. En definitiva, donde uno puede sentirse como su casa. Y vivir.

Max, el protagonista de Donde viven los monstruos, era, en su interacción con los monstruos que pueblan su imaginación, el refuerzo emocional a nuestra falta de ilusión y creatividad. La aventura podía concluir amargamente, como un punto de inflexión en nuestro desarrollo como personas. Pero era el fundamento que dota de consistencia a nuestro mundo interior; aquel que muestra que lo que hay dentro de nosotros todavía sigue con vida. El cine de Spike Jonze es un universo de formas y modos, de ideas y fantasía, que conecta —como Chuck Jones, Masaaki Yuasa o Peter Lord— nuestra naturaleza con sus posibilidades. Su obra muestra la visión amarga de nuestras ilusiones perdidas a través de ejercicios de creatividad desbordante que, precisamente, buscan excitar nuestra adormecida imaginación; una vía de escape que permita sentir, con las emociones propias de un niño, esos mundos que nos han configurado tal y como somos ahora. Kid Cudi señala al final de Enter Galactic (A Kid Named Cudi, 2009), «Tras caer en un profundo estado psicodélico escapando de la prisión de su realidad, nuestro héroe se ve atrapado en el remanso de paz que inmediatamente se convierte en su santuario. Un lugar hecho de sus sueños más salvajes. Este es su nuevo hogar». La síntesis perfecta del hueco que la obra de Spike Jonze trata de hacer en nuestro interior.