El lobo de Wall Street/La gran estafa americana

América, América

La coincidencia en las fechas de estreno, su concurrencia en la recta final de la carrera por los Oscar y algunos aspectos temáticos comunes nos animan a cruzar en el mismo texto dos películas que, desde cualquier otra perspectiva, poco tienen que ver. Empezando porque el filme de Scorsese ofrece un relato vibrante y poderoso sobre la capacidad del ser humano para renunciar a su humanidad por dinero, mientras que la película de David O. Russell no va más allá de un ejercicio de estilo alrededor de una anécdota. La profundidad y la trascendencia de ambas propuestas están a años luz, pero no es menos cierto que ofrecen algunos matices interesantes que hablan sobre lo menos agradable de la identidad estadounidense, y sobre cómo esa identidad está siendo determinante en la evolución histórica del resto del mundo.

En primer lugar, parece obvio que ambas películas mezclan en el imaginario del espectador el concepto de «lo americano» y la idea del dinero asociada a algo oscuro. En el caso de la obra de Russell, el título español (La gran estafa americana) cambia el título original (American Hustle, algo así como Bullicio americano) pero respeta el núcleo argumental que es, precisamente, una estafa; en la de Scorsese la traducción es literal (El lobo de Wall Street, The Wolf of Wall Street) y reúne lo americano, lo pecuniario y lo salvaje en muy pocas palabras. Por supuesto, los títulos son solamente una manifestación externa del contenido de las películas, puesto que en ambas una de las cuestiones fundamentales es hasta dónde está dispuesto a llegar el ser humano (estadounidense) por dinero.

 Christian Bale;Amy Adams;Bradley Cooper

En segundo lugar, ambas transcurren en el estado de Nueva York, la de Russell en los años setenta y la de Scorsese en los ochenta. Esto no resulta irrelevante, puesto que Nueva York es el centro financiero de Estados Unidos y del mundo, y porque ambos filmes se remontan a décadas atrás, dando así cuenta de los momentos en que se va fraguando eso que hoy se llama «capitalismo financiero». Así, estas dos películas pasan a formar parte del bagaje ideológico con que Hollywood está afrontando la brutal crisis económica mundial que, no olvidemos, tiene su origen en Estados Unidos.  Ambas, además, van más allá de una mera exposición de hechos o de un relato específicamente económico, y entran abiertamente en el territorio de la ética, idea crucial para entender el fenómeno.

En tercer lugar, y esto parece obvio pero es de gran importancia, en ambas ficciones la corrupción y la ilegalidad tienen un peso fundamental. En La gran estafa americana supone el centro del relato, puesto que el protagonista es un estafador «de éxito» y la corrupción política adquiere relevancia también casi desde el primer momento; en El lobo de Wall Street el propio tiburón bursátil que protagoniza la historia reconoce abiertamente —mirando hacia cámara y en un plano que se ha utilizado para la publicidad de la película, ambos elementos en absoluto azarosos— que los mecanismos mediante los que se enriquece exponencialmente están al margen de la ley (no olvidemos que la película de Scorsese está basada en hechos reales). Este tema resulta fundamental porque evidencia el clima social que, desde los setenta, va creando las condiciones para la situación que vivimos en la actualidad y que no tiene tanto que ver con «errores cometidos» o «inercias del sistema» como con el enriquecimiento ilícito de una parte de la sociedad a sabiendas de las consecuencias que eso podría tener a posteriori. Esto se viene planteando así en todas las películas que tratan el tema, como principal o como tangencial, y cabe recordar la magnífica Margin Call (J. C. Chandor, 2011), quizá la mejor película sobre la crisis económica actual, donde precisamente se plantean ambas cuestiones: los errores cometidos y las ilegalidades llevadas a cabo a sabiendas.

En cuarto lugar, y esto me parece muy interesante, ambas películas plantean cómo muchas de las personas implicadas en estas operaciones (desde las estafas perpetradas abiertamente al margen de la ley, en la película de Russell, hasta las llevadas a cabo desde la aparente legalidad desde dentro del sistema por personas «respetables», en el filme de Scorsese) son profundamente idiotas, cuando no directamente analfabetas. En La gran estafa americana esta cuestión viene dada más por la falta de educación (consecuencia de la clase social a la que pertenecen los personajes) que por la falta de inteligencia, pero queda patente de forma clara en el personaje que interpreta Bradley Cooper (Richie DiMaso, agente del FBI) que, en su ambición personal por el reconocimiento, acaba por convertir a unos vulgares estafadores en mafiosos políticos para, al final, ser él mismo víctima de su propia estrategia. En El lobo de Wall Street el asunto aparece mucho más claro, porque cuando el insaciable corredor de bolsa Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) decide empezar a trabajar por su cuenta, lo hace con un equipo de despojos humanos, o al menos es así como el filme decide expresarlo; despojos humanos que se acabarán convirtiendo de la mano de Belfort en los ejecutivos de una de las empresas más pujantes de Wall Street. La coincidencia en esta cuestión, y la claridad con que se trata en ambos filmes, pone al descubierto varias ideas que, para no extenderme demasiado, resumiré en una: la puesta en marcha y mantenimiento del sistema perverso que sostiene el capitalismo financiero solo ha sido, es y será posible gracias a la complicidad necesaria (al servicio de líderes sin escrúpulos) de muchos ciudadanos no demasiado inteligentes que para escalar socialmente están dispuestos a hacer casi cualquier cosa.

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En quinto lugar, y en cierto modo relacionado con lo anterior, ambos filmes juegan cruelmente con la humillación a la que someten a sus personajes. Humillación a cuenta de su estupidez pero, sobre todo, a cuenta de la inhumanidad a la que son capaces de llegar. Esto, como casi todo lo que comento aquí, está tratado con mayor contundencia en el filme de Scorsese. El personaje de DiCaprio es sometido en el guión a las más impensables humillaciones, que explican cómo es capaz de asumir comportamientos del todo indignos y vergonzantes, una vez lanzado en la rueda del dinero, el sexo y las drogas; la larga y excelente secuencia en la que coge el coche después de haber ingerido varias dosis de droga supuestamente caducada es paradigmática bajo esta perspectiva, y Scorsese obliga al personaje de DiCaprio a arrastrarse literalmente como un gusano babeante después de que las sustancias hayan causado en él efectos cerebrales invasivos. En La gran estafa americana las humillaciones son menos crueles pero más habituales, y casi todos los personajes son víctima de alguna de ellas; quizá la más sangrante es la que sufre DiMaso, que presencia la derrota de su estrategia y tiene que sufrir las burlas de los demás, aunque tampoco es irrelevante el momento en que Rosalyn Rosenfeld (Jennifer Lawrence) es «confundida» con una prostituta. Esta línea, muy presente en ambas películas, pone de manifiesto la renuncia a la dignidad (casi a la humanidad, como en esa escena del reptante DiCaprio) en un mundo amoral donde el dinero es el valor primero y último.

Creo que estos cinco puntos donde se cruzan las líneas de ambas películas son más que suficientes para ofrecer un dibujo de la intersección que suponen, aunque existen muchas más concomitancias, así como, por el contrario, multitud de singularidades. Pero quizá la relevancia de su cercanía adquiere más notoriedad incrustada en el ámbito global del cine estadounidense contemporáneo, y ello desde dos perspectivas: la del análisis de la vida social y económica americana a la luz de la gran crisis comenzada en 2008 y la del paseo por lo más feo de la sociedad estadounidense.

Empezando por el segundo punto, quizá el más importante porque incluye el primero, solo hay que echar un vistazo rápido por las películas que la Academia de Hollywood ha considerado especialmente este año: La gran estafa americana, El lobo de Wall Street (ambas comentadas ampliamente aquí), Capitán Phillips (aunque en un contexto de cine de aventuras, deja caer la idea del escaso valor de un ser humano cuando las razones políticas importan al Gobierno de EE.UU.), Dallas Buyers Club (sobre la homofobia imperante en la sociedad americana durante los ochenta, la hipocresía social y la avaricia homicida de las empresas farmacéuticas en los comienzos de los tratamientos contra el VIH), Nebraska (revelador viaje a la «América profunda») o 12 años de esclavitud (oscuro, aunque sensiblero, relato sobre la no tan lejana época en que el esclavismo era plenamente aceptado en EE.UU.). Es solo una muestra, especialmente significativa por la repercusión popular de las películas y por la aceptación que han experimentado entre los profesionales estadounidenses.

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En cuanto al primer punto, no abundaré demasiado, en cuanto que realizaba ya un análisis de cierta profundidad en mi artículo Los cachorros del capitalismo, donde citaba filmes como Pozos de ambición (Anderson, 2007), Capitalismo, una historia de amor (Moore, 2009), La doctrina del shock (Whitecross y Winterbottom, 2009), Inside Job (Ferguson, 2010), La red social (Fincher, 2010), Moneyball. Rompiendo las reglas (Miller, 2011), Los idus de marzo (Clooney, 2011) o Margin Call (Chandor, 2011), con algunos interesantes precedentes en La tapadera (Pollack, 1993) y derivaciones nacionales, como la española Grupo 7 (Rodríguez, 2012). A aquella reflexión habría que añadir ya muchas aportaciones nuevas y sin duda una ampliación del análisis, que no procede por no tratarse del tema central aquí; pero creo que sí merece la pena, al menos, mencionar algunas de esas películas, como Malas noticias (Hanson, 2011), El capital (Costa-Gavras, 2012), Tierra prometida (Van Sant, 2012), Cosmopolis (Cronenberg, 2012) o Blue Jasmine (Allen, 2013), por citar solo algunas de las más relevantes. Me gustaría destacar la inteligencia con que aborda el tema Woody Allen y el descarnado distanciamiento de Cronenberg, sobre todo porque en ambos casos el sustrato de fondo tiene algo que ver con esa deshumanización a la que someten Russell y, sobre todo, Scorsese, a los seres que pueblan sus relatos. Si en Cronenberg apenas es perceptible la humanidad bajo la apariencia robótica de sujetos ajenos a cualquier emoción, Allen enseña las consecuencias devastadoras del desclasamiento social, mostrándonos a una Jasmine (Cate Blanchett) tan desnortada y humillada como el protagonista de El lobo de Wall Street («curiosamente», el filme de Allen también transcurre en Nueva York).

Lo importante de todo esto, creo, es que, a semejanza de lo que está ocurriendo en otros ámbitos (el económico, el político, el social), la cultura, y muy especialmente el cine estadounidense, está llevando a cabo la introspección que resultaba casi inevitable, ante la catarsis civilizatoria que tuvo como detonante la depresión económica comenzada en 2008. Catarsis que aún no sabemos dónde nos llevará, pero que tenemos claro ya que a un mundo bien diferente del que conocemos y, sobre todo, del que hemos conocido durante varias generaciones. Esa introspección ha llevado a algunos de los cineastas más inquietos de nuestro tiempo (hemos citado aquí a Allen, Anderson, Clooney, Cronenberg, Scorsese, Van Sant o Winterbottom, por citar los más destacados, de los que hacen cine en EE.UU.) a preguntarse qué está pasando, qué ha pasado; han abierto en canal América, la América sagrada que está descubriendo que justamente en el corazón de su American Way of Life es donde se encuentra la podredumbre que ha destrozado los cimientos del sistema, y amenaza con derrumbe mundial. Lo feo y lo sucio de América exhala ya, por tanto, entre los fotogramas de buena parte del cine más interesante de nuestro tiempo, y lo hace íntimamente asociado a todo lo sucedido en los alrededores (alrededores físicos y alrededores morales) de Wall Street, porque es allí donde se encuentra la zona cero de la putrefacción. Scorsese no ha logrado realizar la película redonda que lo ejemplifique, pero se ha quedado muy cerca.