En las dos orillas
Cuando se publiquen estas líneas sabremos si el último trabajo de Stephen Frears se alza con alguno de los premios Oscar a los que opta, aunque pocas quinielas apuesten en los días previos a la gala por ello. La invitación de Philomena (íd., 2013) a sumarse a la gran fiesta mass-mediática de la industria cinematográfica debería llevarnos, cuando menos, a hacernos la siguiente pregunta: ¿somos capaces de substraernos al influjo de las n nominaciones de rigor a la hora de valorar, de manera mínimamente objetiva, el verdadero valor de una película? Un condicionante que dificulta, cuando no imposibilita, aprehenderla de forma adecuada, más allá de la aportación del intérprete o técnico de turno. Y que en el caso de un cineasta tan poliédrico como Frears ha jugado en mi opinión en su contra. A saber; muchos espectadores le identificarán sin dudar con producciones de prestigio tipo Las amistades peligrosas (Dangerous Liaisons, 1988) que conforman una parte significativa de su obra, pero bastantes menos citarán, pese a ser un título razonablemente conocido, Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette, 1985). Y tanto una como otra, sin abundar en otros ejemplos tan interesantes como (relativamente) olvidados, resultan sumamente ilustrativos de los intereses creativos del realizador británico.
De hecho, pese a que Mi hermosa lavandería es el primer filme que contribuyó a situarle en el mapa, su opera prima data de 1971 —Detective sin licencia (Gumshoe)— constituyendo la progresión lógica tras unos inicios profesionales vinculados primero al teatro y posteriormente a la BBC. Seguramente de esta filiación temprana se deriven los elementos más característicos de los títulos rodados a este lado del charco, antes de que el éxito de Las amistades peligrosas le abriera de par en par las puertas de Hollywood: el cuidado puesto en la construcción dramática de sus ficciones, el apego a la realidad social de su tiempo —o bien del revisitado a través de la ficción, caso de Ábrete de orejas (Prick Up yours Ears, 1987)— y la importancia dada al trabajo actoral, preeminente respecto de cualquier otra consideración cinematográfica.
No parece casual que Stephen Frears sea unánimemente considerado como uno de los grandes cronistas de la Inglaterra, multirracial y conflictiva, de los años 80, a lo que no es ajena la inestimable colaboración del escritor —y guionista— Hanif Kureishi. El díptico conformado por la mencionada Mi hermosa lavandería y Sammy y Rosie se lo montan (Sammy and Rosie Get Laid, 1987) visualiza con lucidez, pese a su tono amable, los conflictos derivados del liberalismo totalizador propugnado por la inefable Margaret Tatcher, focalizados en unos personajes, genuinos representantes de la clase obrera, empeñados en salir adelante como buenamente pueden. Pese a lo que pudiera parecer en una aproximación superficial, nos encontramos afortunadamente lejos de los docudramas bienintencionados del peor Ken Loach: por más que la crítica social inherente a ambos largometrajes resulte evidente para el espectador, esta emana con naturalidad del retrato de tipos y situaciones, igualándose con el resto de elementos del relato en vez de subordinarlos al mensaje, como acostumbra a suceder en el cine de Loach.
La consabida habilidad de Frears como retratista de ambientes, sumada al exquisito manejo con los intérpretes, posibilita que el traslado de los suburbios británicos a los palacios de la Francia prerrevolucionaria no afecte en lo substancial al interés de Las amistades peligrosas, brillante puesta al día del original homónimo de Choderlos de Laclos y precisamente por ello una de las mejores adaptaciones cinematográficas llevadas a cabo a partir de un texto literario. Los jugueteos erótico-festivos del Vizconde de Valmont (John Malkovich) y la Marquesa de Merteuil (Glenn Close), genuinos representantes de esa aristocracia amoral y endiosada que prefigura el fin del Antiguo Régimen, son filmados con pulcritud y suma atención por el detalle, cediéndose a las excelencias del libreto —cortesía de un inspirado Christopher Hampton— y el virtuosismo interpretativo el primerísimo primer plano. Huelga decir que el éxito crítico y comercial de la película —refrendado por tres premios Oscar— supuso la consagración internacional del director británico, que en sus siguientes trabajos, rodados sucesivamente a ambos lados del Atlántico, convertirá su proverbial ductilidad en, si se me permite la osadía, auténtico sello autoral.
Mirando hacia atrás sin ira
Los 25 años transcurridos entre el estreno de Las amistades peligrosas y Philomena, que abarcan entre medias casi una veintena de producciones para cine y TV han sido aprovechados por Stephen Frears para, con mayor o menor acierto, proyectar la mirada del emigrante sobre su país de acogida —Héroe por accidente (Hero, 1992), The Hi-Lo Country (íd., 1998)—, volver a las raíces culturales propias enfatizando los aspectos más mundanos de la vida en sus añoradas islas —Café irlandés (The Snapper, 1993), La furgoneta (The Van, 1996)—, perpetuar la sólida entente creativa establecida junto a Christopher Hampton con sendas producciones de qualité e inequívocas resonancias teatrales —El secreto de Mary Reilly (Mary Reilly, 1995), Chéri (íd., 2009)— o, al margen de estas categorías, rodar una variada serie de títulos tan diferentes entre sí como Alta fidelidad (High Fidelity, 2000) y La reina (The Queen, 2006), sin ir más lejos. Habrá a quienes la operación de marketing orquestada alrededor de Philomena les lleve a acordarse del filme espléndidamente protagonizado por Helen Mirren. Y lo cierto es que aparte de contar entre sus principales méritos con otra inolvidable interpretación femenina y ese sutil toque irónico, entre picante y puñetero, genuinamente british, poco más presentan en común.
De hecho, si por algo destaca Philomena es por jugar a placer con las expectativas del espectador, que se ven en numerosas ocasiones violentadas por las rupturas de tono, tanto dramático como visual, que se suceden a lo largo del metraje. Merced a este incontestable acierto, que aleja la propuesta de las hechuras del temible dramón basado en hechos reales a que apuntaba su premisa argumental, lo que se sitúa en primer plano es el muy particular vínculo emocional que se va macerando, peripecia a peripecia, entre Martin (Steve Coogan) y Philomena (Judi Dench), dos personalidades contrapuestas obligadas a convivir por las circunstancias. La trampa del guion es evidente, y en este sentido, por más que se agradezca el empeño de los co-guionistas Steve Coogan y Jeff Pope por huir tanto del sensacionalismo barato como del ajuste de cuentas militante con instituciones tan sospechosas como la iglesia católica o el partido republicano, el devenir de los dos protagonistas resulta cuando menos estereotipado… lo que no impide que se siga con creciente interés y, lo que es más importante, emoción. Porque ese referente ético en que convierte Judi Dench a esta particular madre coraje a base de sensibilidad, respeto y contención se gana, tirando de verosimilitud, las simpatías del respetable. De la interpretación de la excepcional actriz británica, merecedora de todos reconocimientos habidos y por haber, lo que se escriba son palabras; mejor recuperar por ejemplo Skyfall (íd., Sam Mendes, 2012) —el retrato más complejo de personajes de toda la serie Bond— para darse cuenta por uno mismo de la infinita gama de matices interpretativos que caben en un cuerpo tan menudo.
A su lado Steve Coogan en un rol en que ha dado generosas muestras de sentirse a sus anchas: ese profesional liberal cínico y descreído, encantado de haberse conocido y, derivado de ello, erigir barreras intelectuales que le alejen de la gente de la calle. Claro que al encarnar en Philomena a Martin Sixsmith, periodista y autor de la novela original, su aportación como observador participante progresivamente más implicado —o séase cabreado— con los hechos resulta fundamental, dado que su evolución respecto a Philomena Lee, de la perplejidad a la irritación pasando por la condescendencia, será la misma que experimentemos a este lado de la pantalla. Un acierto del texto que no sería posible sin la aportación tras la cámara de Frears, que ya desde las primeras imágenes —con la juvenil señorita Lee observando divertida su reflejo en unos espejos deformantes— introduce un registro tonal inesperado, entre fabulador y naif, especialmente patente en las frecuentes digresiones temporales, con un tratamiento cromático y sonoro diferente, que nos permiten asistir a pasajes de la vida del hijo ausente. La personalísima mirada de la madre subjetiviza así la puesta en escena rompiendo con el realismo más descarnado, posibilitando además el lucimiento de Robbie Ryan y Alexandre Desplat —director de fotografía y compositor de la banda sonora—, espléndidos en sus respectivos cometidos.
Como vemos son un cúmulo de pequeños detalles artísticos y técnicos los que elevan el interés de Philomena por encima de lo que cabía esperar en base a sus poco estimulantes avances y, hagamos un poco de autocrítica, las expectativas negativas que estos pudieran haber suscitado. Seguramente sin pretenderlo, Stephen Frears se ha reivindicado a si mismo rodando a caballo entre Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos un título tan cómico como dramático, bien escrito y mejor interpretado, que en algunos momentos va por libre y en otros, unos cuantos, resulta en exceso constreñido por los consabidos condicionantes de producción. En suma una estupenda ocasión para recuperar —o conocer por primera vez— a un brillante cineasta que ha hecho de la permeabilidad a diversos ecosistemas fílmicos su principal rasgo distintivo. Y que cercano a cumplir 73 años aún se muestra capaz de ofrecernos agradables sorpresas.