Ida

La arquitectura de las apariencias

ida-cartelLo primero que me sorprende en Ida, como profano en el cine de Pawel Pawlikowski, probablemente sea su aprovechamiento máximo del espacio. Después compruebo que también este detalle debería llamar la atención a los conocedores de su filmografía, pues al parecer el realizador polaco no se caracteriza por ese marcado rasgo estilístico, y este es el primer largometraje en el que se desprende de tantas cosas (música, color, movimientos de cámara…); A mí me resultó este hecho más inquietante que los planos fijos, también protagonistas de la película, o que la ausencia de música extradiegética. Los personajes ocupan casi todo el tiempo porciones mínimas de la pantalla, de modo que los entornos que los encierran parecen más grandes de lo que son realmente, cobrando un mayor protagonismo. El interior del convento, que poco tiene que ver con la película de 1977 del también polaco Walerian Borowczyk, pronto dará paso a los exteriores, y se repite la tónica de forma aún más exagerada.

Pero el film de Pawlikowski nos enseñará pronto que no todo es lo que parece. Descubriremos que la novicia Anna (Agata Trzebuchowska) se llama en realidad Ida y que es judía, que su tía Wanda (Agata Kulesza) es juez, y que fue una importante pieza del terror durante el estalinismo (no en vano la llamaban Wanda la Roja), aunque inicialmente podríamos pensar que es prostituta, merced a su presentación con una pregunta capciosa a la joven, montada en paralelo con un hombre vistiéndose que sale de su dormitorio y de su casa. A medida que Ida y su tía van acercándose a su pasado, en busca de los padres de la novicia, de conocer cual fue su destino y donde están enterrados, se introducen algunos primeros planos, mostrando así que no todo es blanco o negro (salvo la fotografía de la película) y llenando con sus rostros la pantalla en contraposición a las impresiones iniciales, pero que también dejan un poso de extrañeza en el espectador, pues no se trata de primeros planos al uso, sino que se quedan con la parte superior de la cabeza, cortándolas de un modo antiestético y por tanto llamativo.

La película planea sobre el tema del holocausto, sobre la culpa y sobre el olvido, que se confunde en difusa frontera con el perdón. Ahí está la secuencia del actual dueño de la casa de los padres de Ida literalmente hundido en la tumba donde les enterró junto al hermano de la joven, mientras ella se aleja con los restos mortales sin mediar palabra cuando él confiesa que los mató él y no su padre. Pero Pawlikowski no parece construir su obra en torno a ese tema, y tampoco es que pretenda constituir solo una obra formal. A medida que sortea las trampas de los lugares comunes, esquivándolos, aunque sea para luego volver a caer en ellos pero de una forma mucho más natural (Ida se duerme cuando escucha la música de la fiesta mientras su tía se divierte abajo, pero cuando sube y discute con ella, baja y conversa con el saxofonista) consigue que nos adueñemos de la historia, sensibilizándonos, que nos creamos la reconversión de Ida, que finalmente parece seguir los pasos de Wanda, aunque en consonancia con la frase que esta le dice al poco de conocerla sobre los pensamientos y los actos impuros, sobre tenerlos y hacerlos, para saber al menos cuál es su sacrificio al entregarse a la vida religiosa, en el fondo sabemos qué podría ocurrir al final, un desenlace también llamativo, por su brusca oposición al resto del film, en el que una cámara en mano temblorosa sigue los pasos de una Ida con las ideas mucho más claras, y una certeza que antes no tenía.