La madre cinematográfica

Madres y putas

«Mi querida madre, si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur en busca de lo que tanto desearía, un poco de ánimo y unas caricias»
— Baudelaire, Cartas a la Madre
«Como consecuencia, a partir de la modernidad las mujeres se vieron sometidas a una experiencia intrínsecamente contradictoria, que les solicitaba, por un lado, que se individualizaran —para mantener así la tendencia a la especialización y tecnologización del orden social—, y por otro lado que no se individualizaran— para que los hombres pudieran sostener sus propias posiciones especializadas y de poder»
— Almudena Hernando, La fantasía de la individualidad

No es un personaje importante la madre en el cine, para decirlo de forma gruesa. Si se piensa, lo ha sido puntualmente, y a menudo lo importante era su relación con los personajes alrededor. Quiero decir, una madre en la ficción se ha compuesto tradicionalmente desde un lugar secundario y en función de su relación con otros. Es su esencia de ser relacional. E, incluso cuando la madre es protagonista, rara vez es heroína en sentido clásico; véase La semilla del diablo (Rosemary’s Baby. Roman Polanski, 1968). En una heroína debe habitar cierta capacidad de agencia, una condición de sujeto actuante, y eso no suele ser compatible con «lo madre». Una rara coincidencia de ambos aspectos se da en el personaje de Sarah Connor (Linda Hamilton), de la saga Terminator.
Todo esto puede parecer más que obvio para los aficionados al cine, pero en mi caso soy una buscadora, si acaso, de representaciones culturales que me interesen —y, a ser posible, rompan o al menos rasguen estereotipos—. Creo que lo que sucede con el tropo madre bien puede parecerse a lo que se da con la puta: la mujer puta y la mujer madre resultan de una importancia relativa en la ficción (narrativa, audiovisual), en función de su interacción con los personajes que suelen ser centrales. Pero me centraré en la madre.

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Nuestra cultura contemporánea —en sentido amplio— no tiene un lugar muy interesante para la madre, tampoco. En este momento conviven dándose encontronazos viejos y nuevos paradigmas, pero en casi ningún caso se pone en cuestión que la madre es un ser abnegado, que entrega cuidados salidos de la nada natural de su útero, que se vincula ya por siempre con el ser que ha decidido tener y, a partir de ahí, no es nada más que madre (individuo conformado por el afuera). Todo eso, en eso que llamo cultura contemporánea, chocando esquizofrénicamente con otros modelos de mujer que probablemente esa madre se ve obligada a seguir siendo.
Todo lo que es hoy la madre es pura contradicción: ni esa entrega es absoluta, ni esa vida hacia fuera se hace sin chirridos, ni tener hijos te hace un sujeto tan distinto, ni se deja de ser individuo en el ínterin, pero todo alrededor grita que cuides, que vivas hacia fuera y dejes tu individualidad a un lado. Por fortuna esas contradicciones se reflejan en la ficción, eventualmente.
Desde una actitud más o menos entrañable, como en Antonia (Antonia´s Line. Marleen Gorris, 1995), cuya protagonista lleva al límite la construcción de una familia extendida y la apuesta por una vida en comunidad, en contraposición a esa maternidad solitaria, autoexigente e innegociable que habitúa a ser la representación más extendida. O desde ópticas más desquiciadas, como encarna la Laura Brown (Julianne Moore) de Las horas (The Hours. Stephen Daldry, 2002), un personaje desgarrado por la contradicción entre la esclavitud relacional hacia los otros y su subjetividad. Siempre me pregunto por qué no hay más Lauras Brown.

Fugarse de la norma

«De ahí que la maternidad siga siendo aún una estrategia de reafirmación identitaria irrenunciable para muchas mujeres, por más individualizadas que estén; o que su autonomía intelectual deba ser complementada con relaciones de mucha intimidad (con parejas o con amigas)»
— Almudena Hernando, La fantasía de la individualidad

Si la maternidad es ese lugar cultural de pura contradicción, menos mal que algunas veces la ficción audiovisual se aleja de las representaciones canónicas para hacer experimentos bellos con eso. Cierto cine reciente está enfocando a la madre con bastantes menos complejos y estereotipos y, lo que es aún más importante, haciéndola sujeto y agente.
«¿Qué cosa es una madre? ¿Una que no puede fallar jamás?» En el sentido que estamos relatando, la película italiana Maternity Blues (Fabrizio Cattani, 2011) es un raro acontecimiento. No sólo por enfocar a varias madres, ser ellas casi las protagonistas exclusivas de la película; sino, sobre todo, porque estas madres están ahí por haber dado muerte —accidentalmente o a conciencia— a sus hijos. Lo remarcable de una película que, aunque turbia, podría haberse arriesgado un poco más, es que pone de manifiesto lo poco natural que es ser madre en el contexto contemporáneo: «Nadie piensa que estás loca cuando traes un hijo al mundo», dice uno de sus personajes.
Por mucho que la biología aún mande, nada hay de menos natural en nuestro mundo que todo lo que vendrá después, todo el complejo equilibrio de los propios deseos con los que se te dice que debes tener; existe un fundamental desequilibrio entre la exigencia de autonomía y la entrega para el mantenimiento y en el cuidado de esos seres pequeños, demandantes, absortos. Con algunos altibajos, la película convoca todas las contradicciones que hoy día concita —en un plano realista— el hecho de ser madre: debes hacerte cargo de otras vidas, mientras el discurso social te conmina a cumplir con muchas más atribuciones, a colmar las necesidades propias pero sobre todo las de los demás. En las tribulaciones de ese grupo de mujeres cumpliendo “condena” en un psiquiátrico, aparece por supuesto la gran frustración de la soledad, en forma de pareja romántica ausente, y también se apuesta por el tejido de relaciones entre ellas, una forma de comunidad precaria que reconstruye algunas heridas.
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Otro ejemplo ilusionante de relato en el que se rompen algunos moldes es la recientemente estrenada Byzantium (íd., Neil Jordan, 2012). Hay que entender que es una película de género fantástico (de ese nuevo gótico de moda), que tiene el gran acierto de reunir y confrontar a la madre con la puta: como dije antes, lugares secundarios en relación a otros. La madre y la puta. La mujer que da vida y entrega con olvido de sí, y la mujer que da afecto por dinero —eso también es con “olvido de sí”, de algún modo—. La que se salva mientras salva. La que, haga lo que haga, está desafiando a un orden y a un poder, cuestionada incluso por su hija. Lo interesante en este filme es que es ella, la mamá y la puta, quien lleva buena parte del peso narrativo y actúa con un poder de igual con sus enemigos / acosadores. No son frecuentes estos relatos, y por eso mi entusiasmo.
Madre, puta, se han diseñado en la historia de nuestras representaciones desde el afuera, performados por esa relación con el otro. Es el afuera que permite a Baudelaire, uno de los autores que describieron la subjetividad moderna, escribir a su madre demandándole un viaje, un cariño o «unas caricias». Es el afuera que se reproduce en el discurso social —tanto sobre la madre como sobre la puta, ambas ejercen un servicio a la sociedad—, y emite juicios constantes sobre lo que debe o no debe ser: en su exilio de la norma (la sumisión a esas necesidades ajenas, fundamentalmente) conforman personajes fuertes. Hablamos de ese afuera que, dentro, se exacerba por estar viviendo en una contradicción que probablemente no se resuelva en todo el siglo XXI. Es una contradicción que hace que las madres italianas de Maternity Blues no hayan sabido encontrar otra salida que dar muerte a sus bebés, o que el personaje de Las Horas salga huyendo como una sabandija.
En Byzantium hay un pequeño atisbo, ligero y sutil, de lo que pudiera haber sucedido de ser las mujeres las relatoras del devenir. El personaje de Veronika (Françoise Lebrun) de la película La maman et la putain (Jean Eustache, 1973), en su célebre monólogo final, se preguntaba: «¿Qué es una puta? ¿Es que acaso existen las putas?» Podríamos preguntar lo mismo del «lugar madre», del estereotipo, si las cosas se hubiesen dado de otro modo. Si la historia cultural y sus estereotipos no se hubiesen conformado a nuestras expensas, si la mujer no hubiese quedado encasillada en su función reproductora en los siglos de formación del capitalismo, si, siendo las reproductoras, hubiésemos contado nosotras la historia. Si hubiésemos sido más sujeto y menos objeto relacional. A lo mejor no tendríamos palabras para llamar a unas y a otras. A lo mejor no tendría ningún sentido un artículo como este, porque se trataría del espacio de la norma. Aburrida norma.