10.000 noches en ninguna parte

Camada Almodóvar

10000noches-cartelCon independencia de la opinión que nos merezcan filmografía —y personalidad— del susodicho, negar el estatus de gran referente contemporáneo de la cinematografía española que ostenta Pedro Almodóvar sería faltar a la verdad. Y como todo creador de vigencia contrastada y logros susceptibles de ser codificados, ha articulado alrededor de su figura una corriente de cineastas en los que, de manera no siempre reconocida, resulta sencillo identificar la influencia del director manchego, sea a partir del recurso a determinadas temáticas, estéticas, o todo ello a la vez. Quizá por ser el hito almodovariano más fácilmente asimilable —por rentabilizado— haya sido la comedia vertiente petarda y alocada el registro más revisitado, con las sucesivas contribuciones de los Bardem-Albacete-Menkes en trío —Más que amor, frenesí (1996)—, pareja o por separado, así como del tándem García Serrano-Iborra —Amor de hombre (1997)— o Sabroso-Ayaso —Perdona bonita pero Lucas me quería a mi (1997). El caso del malogrado Manuel Toledano es bien diferente: Cuernos de espuma (Shampoo Horns, 1997) trascendía el espíritu de la seminal Laberinto de pasiones (1982) para rendir homenaje a sus raíces netamente underground, de Paul Morrisey a John Waters, erigiéndose en rara avis del cine español de los noventa.

Una pena que su desprejuiciado espíritu trash no tuviera continuidad por el fallecimiento de Toledano, que nos privó prematuramente de un cineasta llamado a revitalizar la impronta más revulsiva y desacomplejada del que fuera principal estandarte fílmico de la Movida. En todo caso, desde una perspectiva inter-genérica es el malagueño Ramón Salazar quien emerge como alumno aventajado de esa escuela Almodóvar a la que nos estamos refiriendo en estas líneas, ya que en sus dos largometrajes previos a la recién estrenada 10.000 noches en ninguna parte (2013) —por no hablar de su premiado cortometraje de debut Hongos (1999)— afloran, se diría que con plena conciencia de ello, un inequívoco muestrario de los intereses que han venido caracterizando la filmografía del firmante de La ley del deseo (1987) desde una mirada, eso sí, tan limpia como cautivada por las geografías emocionales retratadas.

En la reivindicable Piedras (2002) el cariño con que Salazar se acerca al nutrido paisanaje femenino que la protagoniza, al igual que a los hombres que les acompañan/complican la existencia se traslada a una puesta en escena medida y elegante, de capital importancia para la definición de unos roles, en líneas generales convincentemente encarnados, que trascienden su condición arquetípica merced a la esforzada vena dramática de un reparto que bascula entre lo terrenal y lo volátil —o séase, entre Vicky Peña y Najwa Nimri. En aras de la consecución de continuos pasajes de genuina emoción, el tratamiento estético y narrativo sublima el anecdotario de vidas anónimas buscando elicitar nuestra empatía hacia unos personajes con los que resulta sencillo identificarse, mientras asistimos a su penar por la gran ciudad, radiografía urbana de alegrías (pocas) y miserias (todas): el Madrid rabiosamente heterogéneo, plasmado en infinitos claroscuros, de nuevo un protagonista más.

Sin duda el mejor compendio de lo que pretende —y en gran medida consigue— Piedras se resume en el evocador monologo final, sentido encadenado de palabras, música e imágenes que, además de ubicar a todos y cada uno de los personajes en su siguiente jalón vital, actúa de cauterizador bálsamo para el espectador entregado, a buen seguro abrumado tras la concatenación de desgracias que se han sucedido ante sus ojos. Habrá a quién, y no sin cierta razón, tanto exceso emotivo/sensiblero se le indigeste, pero lo que no se le puede negar a su artífice es honestidad: toda la secuencia destila amor hacia sus heroínas, de las que se diría que le cuesta desprenderse. Claro que, una vez demostradas sus dotes para las feel good movies lo sencillo hubiera sido abundar en este camino y no pergeñar un título tan kamikaze como 20 centímetros (2005), desconcertante remedo de comedia musical y drama de (trans)género en el que, pese a sus desequilibrios de toda índole, resulta patente el impulso creativo de un cineasta en plena consolidación de una mirada propia, erigida a partir de referentes ajenos.

Tres vidas en un instante

Marieta/Adolfo (Mónica Cervera) quiere escapar —al igual que la Leire (Najwa Nimri) de Piedras— de una existencia triste, dramáticamente condicionada por esos 20 cm de carne que le cuelgan entre las piernas, y en sus episodios narcolépticos sueña con ser la mujer que no es, a golpe de colorista número musical. La ruptura con una realidad indeseada, gran tema del último Almodóvar, se enseñorea igualmente de la obra de Ramón Salazar, marcando además dos registros estéticos —inclusive genéricos— en función de la alternancia real/soñado. El apocado protagonista de 10.000 noches en ninguna parte, interpretado por Andrés Gertrúdix, también desea huir de sí mismo y del mortecino ambiente que le rodea, pero sus limitaciones psicológicas —y cargas familiares— se lo impiden. ¿Qué mejor entonces que construirse dos nuevas vidas, en Paris y Berlín respectivamente, en las que disfrutar de las experiencias que le han sido arrebatadas?

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En las antípodas de la apoteosis kitsch de 20 centímetros, las fugas mentales —¿oníricas?— que se suceden a lo largo del metraje no suponen una ruptura tonal tan abrupta con la realidad per se, localizada en un Madrid suburbial y anodino; de la luminosa majestuosidad del Paris de postal en el que el protagonista ¿reencuentra? a su amiga de la infancia (una etérea Lola Dueñas) al exultante vitalismo del Berlín de las utopías personales, donde los sentimientos evocados por la bohemia pintora encarnada por Najwa Nimri —junto a la troupe que le acompaña— se trasladan finalmente a la piel, conforme la narración avanza la separación estanca entre lo real y lo imaginado/soñado termina por difuminarse, sumiendo al espectador en el mismo limbo perceptivo que atenaza a nuestro hombre, incapaz de sobreponerse a los traumas de su infancia. El recurso a una concatenación fragmentaria de episodios,  de primacía vivencial, adquiere así todo el sentido. Sin entrar a valorar (hipotéticas) deudas contraídas con el último Malick, lo cierto es que esta estructura, caleidoscópica amalgama de eventos inconexos, se adapta como un guante al punto de vista, quebrado y subjetivo, que rige la narración.

Pese a que como vemos 10.000 noches en ninguna parte renuncia a la mirada canónica respecto de los géneros clásicos que caracterizara a sus dos largometrajes precedentes, parte de idéntica premisa: apelar a los sentimientos del espectador en su acercamiento a unos personajes carentes de afecto, aunando en el empeño artificio fílmico e interpretaciones veristas. Salazar vuelve a demostrar que es un director especialmente dotado para trasmitir emociones mediante la puesta en escena, alternando planos y secuencias de liberadora belleza —la totalidad del segmento narrativo ambientado en París— con pasajes especialmente sórdidos —aquel en el que el protagonista limpia los vómitos de su madre alcohólica desperdigados por el suelo del salón— que dimensionan el alcance real de un insidioso psicodrama familiar, producto de un trauma fundacional atisbado, nunca explicitado. Son las sensacionales interpretaciones de Andrés Gertrúdix, Susi Sánchez y Rut Santamaría, regalándonos en registros diferentes un alarde de sutileza y verosimilitud, las que sostienen el armazón dramático del relato, dotando de pleno sentido la imperiosa necesidad del hijo de huir de madre y hermana, que no dejan de recordarle al niño desvalido que nunca ha dejado de ser.

Película lúcida y desconcertante, intensa y por ello mismo agotadora, 10.000 noches en ninguna parte merecería escapar, dados sus innegables méritos, del ostracismo al que parecen abocadas aquellas obras que se salen del redil de lo que acostumbra a ver el gran público español. Si bien Ramón Salazar persiste en su empeño de emocionarnos —¡bendita emoción!— pulsando todos los resortes posibles consolida en su tercer filme un universo propio, personal e intransferible, tan coherente con filmografía previa y referentes contrastados como abierto a nuevas posibilidades expresivas. Quizá su cine no gane Goyas ni reviente taquillas, pero es valiente, sensible, y no dejará a nadie indiferente. Virtudes incontestables en los tiempos que corren.