El armario transparente (I)

Hablar sobre un colectivo al que no se pertenece puede ser un deporte de riesgo, pues se corre el peligro de obtener todo tipo de respuestas por parte de los aludidos —por no hablar de sus opositores—. Habrá quien reciba con entusiasmo que se le preste atención, tomándolo como un ejercicio solidario. Otros se mostrarán agradecidos pero preferirán que no se les robe la voz, anteponiendo su derecho a expresarse por sí mismos. Incluso se podrá encontrar a alguien que se sienta profundamente molesto, pues entenderá el apoyo como un acto cargado de misericordia que podría enmascarar un sentimiento de culpa no reconocido. A veces los nervios están de punta, y cualquier comentario es motivo de suspicacia.

Declararse heterosexual al escribir un artículo que trata de analizar el cine gay no es algo que sirva para marcar las distancias, sino para reconocer las limitaciones. Pues en este caso, como en ningún otro, la palabra entender jamás había tenido tanto sentido: la existencia de unas pautas que trascienden lo explícito, convergiendo en una serie de significados ocultos donde solo accede la mirada del iniciado. Es decir, que por mucho que se estudie, por mucho que se dialogue y por mucho que se preste atención, la identidad sexual —entendiendo como tal la que tiene que ver con la mental, antes que con la genital— es determinante para poder apreciar signos y significados que representan con profundidad el sentir de un colectivo que, por su trágica historia —persecución, marginación, criminalización, condena moral, etc.— ha generado códigos propios de expresión en primera persona.

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«El desconocido del lago» (Alain Guiraudie, 2013)

Así pues, existe una serie de impedimentos de índole personal que imposibilitan un análisis más allá de cierta catalogación de los ejemplos disponibles, limitando la comprensión para tener que conformarnos con la cómplice contemplación. Concediendo a este hecho la importancia que se merece, debemos prescindir de cualquier intento de realizar una crítica netamente gay sobre los ejemplos encontrados, aproximándonos con prudencia —y un cierto temor, todo hay que decirlo— hacia los derroteros marcados por la crítica queer, más asequible para el no entendido al tratar el subconjunto homosexual como parte integrante de esos colectivos históricamente marginados por el orden capitalista, compartiendo todos ellos un componente de lucha y resistencia frente a las agresiones de un sistema opresivo que trata de homogeneizar la sociedad tomando como modelo el canon del varón blanco heterosexual.

Existe por lo tanto, más allá de este gesto solidario, un factor determinante para abordar un acercamiento al cine que trata de reflejar el mundo homosexual: la rebeldía. Sobre todo cuando tenemos delante a miembros de nuestra sociedad que nos resultan desagradables por mostrar abiertamente y sin complejos un intolerable desprecio hacia los que sienten y piensan de otra forma. Son nuestras convicciones las que nos mueven, pero es también ese ímpetu por oponernos a todos aquellos que odian lo diferente —machistas, racistas, xenófobos, homófobos, etc.— lo que nos guía y nos empuja para verter nuestras opiniones en un sentido determinado. Porque postularse a través del enfrentamiento y reconocer que hace falta una corrección que equilibre las perspectivas también forma parte del compromiso.

Por todo ello, y aprovechando que durante el pasado mes de mayo se han estrenado en España de dos películas que hablan abiertamente sobre la homosexualidad —El desconocido del lago (L’inconnu du lac, Alain Guiraudie, 2013) y Azul y no tan rosa (Miguel Ferrari, 2012)—, creíamos que era el momento más conveniente para abordar en profundidad y sin complejos aquellos largometrajes que en los últimos años han venido a engrosar dicha cinematografía, tratando de calibrar el momento por el que pasa y de qué manera llega a los espectadores.

Espacio y tiempo

Sin tener que irnos demasiado atrás en el tiempo —pues la ingente cantidad de ejemplos sobrepasarían la extensión del formato propio del artículo—, encontramos en los tres primeros años de esta segunda década del siglo XXI una buena cantidad de filmes que permiten valorar el estado del tema en cuestión. Al menos en cuanto a que vamos a tratar aquellos ejemplos que proporcionan información sobre el mundo homosexual —su lucha histórica, sus formas de vida y de relación, sus reacciones ante el rechazo o la aceptación, etc.— , debiendo prescindir de entrar a analizar aquellos dispositivos que permiten articular la mirada homoerótica, para lo cual, como ya hemos dicho anteriormente, hay que entender. Algo bastante difícil, por mucha voluntad que se le ponga al asunto.

"Yossi" (Eytan Fox, 2012)

«Yossi» (Eytan Fox, 2012)

Lo primero que encontramos es que hasta hace relativamente poco tiempo —dos o tres décadas— la producción de cine de temática homosexual estaba muy limitada geográficamente, pues más allá de Europa y Estados Unidos raros eran los ejemplos. En los últimos tiempos nos encontramos con una mayor cantidad de cinematografías nacionales donde alguna de sus producciones aborda el tema gay y lésbico. Abiertamente o de forma más clandestina, estos largometrajes retratan circunstancias muy concretas de sociedades muy determinadas, añadiendo peculiaridades geopolíticas al universo homosexual como forma de relacionar a los distintos miembros de este colectivo a nivel mundial, pudiéndose apreciar similitudes y diferencias en la forma de desplegar sus sentimientos e inquietudes.

Así, por ejemplo, encontramos que no es lo mismo vivir la homosexualidad en dos países, tan próximos y a la vez tan diferentes entre sí, como son Israel —en Yossi (Ha-Sippur Shel Yossi, Eytan Fox, 2012) se aprecia la bipolaridad de la sociedad israelita, dividida a partes iguales entre liberales y represores— e Irán —donde es inconcebible la atracción sexual entre dos muchachas, como lo muestra la coproducción Circunstancia (Circumstance, Maryam Keshavarz, 2011)—. O que la normalidad con la que vive en Estados Unidos la pareja protagonista de The Green (íd., Steven Williford, 2011) nada tiene que ver con la enfermiza clandestinidad del empresario de la madera de Beauty (Skoonheid, Oliver Hermanus, 2011), pues su pertenencia a una parte minoritaria y represiva de la sociedad sudafricana —los blancos que siguen hablando afrikáans— ha condicionado su comportamiento sexual, instalándolo en la sordidez y las relaciones malsanas.

Observar el tiempo pasado también puede darnos una idea del trayecto recorrido por la sociedad con respecto a la homosexualidad, comparando las situaciones que se producían en décadas pasadas con nuestro presente. Incluso las diferencias surgen cuando se repasan las biografías de personajes célebres que coinciden en una misma época, como es el caso de los retratos ofrecidos en J. Edgar (íd., Clint Eastwood, 2011) y Flores raras (Reaching for the Moon, Bruno Barreto, 2013). El biopic del que fuera durante casi cincuenta años director del FBI y el de Elizabeth Bishop coinciden en unos años 50 de extrema dureza debido a la represión social, reaccionando ambos personajes de forma radicalmente diferente: si Hoover debe optar por la armarización total —pues el suyo es uno de los numerosos casos históricos en los que el censor es responsable de coartar a los demás tanto como a sí mismo—, la poetisa lesbiana inicia una huida que la llevará a un Brasil liberal y desinhibido, donde su relación con la arquitecta socialista Lota de Macedo Soares —transformada por obra y gracia de los guionistas en una artista caprichosa, megalómana, elitista, progolpista y anticomunista— irá eliminando sus complejos y sus frustraciones, elevando su creatividad hasta conseguir que fuera reconocida con el premio Pulitzer en 1956.

"Circumstance" (Maryam Keshavarz, 2011)

«Circumstance» (Maryam Keshavarz, 2011)

Cine sobre gays vs. cine con gays

Los ejemplos anteriormente expuestos, así como todos los que vendrán a continuación, contienen personajes homosexuales, cuya presencia se despliega a lo largo de todo el metraje. Sin embargo, ¿puede considerarse que toda película protagonizada por un personaje con dicha identidad sexual forma parte de la cinematografía gay y lésbica? De hecho, la presencia de un protagonista homosexual, incluso si no recae sobre él una mirada de desprecio, puede llegar a ser contraproducente con el espíritu que, a priori, mueve a sus creadores.

El caso más paradigmático lo encontramos en la italiana Magnifica presenza (íd., Ferzan Ozpetek, 2012), cuyo personaje principal es un simpático y agradable muchacho gay con el que es muy fácil empatizar. El problema es que su homosexualidad no se justifica argumentalmente. Cualquiera podría decir en este caso, como en otros muchos, que este factor no es determinante para juzgar al personaje, que tal condición no altera la trama y que, por lo tanto, esta crítica podría llegar a ser un síntoma de homofobia. Sin embargo, su identidad sexual causa muchísimas dudas. ¿Existe alguna extraña relación entre su frustrante condición de actor en paro y su homosexualidad? ¿Ser gay está ligado a una especial sensibilidad que le permite ver a los fantasmas que habitan el edificio que acaba de alquilar? Sus reacciones al descubrir que su casa está poseída, ¿son más cómicas por ser homosexual? Si fuera heterosexual, ¿se vería comprometida su virilidad al mostrar el miedo que le produce este fenómeno paranormal? Si fuera una mujer, ¿estarían a salvo sus creadores de recibir el varapalo de las feministas por presentar a un personaje asustadizo, acosador y algo histérico? Como podemos observar, demasiadas preguntas que hacen cuestionarse la idoneidad de una elección aparentemente tan banal y carente de iniciales malas intenciones.

Más sangrante si cabe es el de la polémica La vida de Adèle (La vie d’Adèle – Chapitres 1 et 2, Abdellatif Kechiche, 2013). Los espectadores heterosexuales de corte liberal vimos en ella en un primer momento una oda a la libertad —artística, sexual, sentimental, etc.— y todo un puñetazo directo a la mandíbula del siempre sangrante moralismo a través de la militancia de lo explícito: mostrar abiertamente como forma de combate contra la hipocresía y la mojigatería. Sin embargo, una profunda reflexión y, sobre todo, escuchar con atención tanto las opiniones de Julie Maroh, la autora de la novela gráfica, como de todas aquellas lesbianas que tenían mucho que decir al respecto —como muestra un botón: el chorreo que le cayó al bueno de Óscar Brox por parte de una lectora, comentarios tan acertados como injustos, pues el artículo no merecía tan desproporcionada réplica—, pusieron a la película y a su director en su sitio, pues lo que en principio parecía una cosa resulta que era su contraria.

Más allá de cómo la película retrata una relación sentimental entre dos muchachas y sus respectivos entornos —familia liberal vs. familia poco comunicativa, ambiente artístico y bohemio vs. ambiente educativo y académico, plena asimilación del lesbianismo vs. armarización, etc., temas ya presentes en la obra original—, la polémica surge en aquellas escenas de carácter sexual. Las reticencias nada tienen que ver con la moralidad, y sí con la proyección de una fantasía heterosexista por parte del director, que opta por la cosificación de dos cuerpos juveniles —casi infantiles por sus características físicas, coqueteando el asunto con los linderos de la pedofilia—, convirtiendo un acto privado en un espectáculo erótico-gimnástico, por lo que en un principio debería haber sido un argumento que girara en torno a la homosexualidad femenina se acaba transformando en un entretenimiento homoerótico destinado a colmar las expectativas del público heterosexual —fundamentalmente del masculino—.

Ver a dos muchachas jóvenes, guapas y de cuerpos turgentes, retorciéndose de placer al practicar el sexo, puede agradar incluso al homófobo más pintado —huelga decir que los manubrios más intolerantes no desperdician una buena función porno entre dos hembras—,al mismo tiempo que muchos espectadores liberales muestran su compromiso con las libertades individuales, normalizando en sus intelectos que las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo no deben sorprender más que las que se puedan mostrar entre un hombre y una mujer. Por otro lado, el coito entre mujeres parece menos amenazador que el sexo practicado entre hombres, pues que dos muchachas mantengan escarceos físicos no supone un atentado contra la integridad viril del macho, verdadero y último competidor natural por la posesión del cuerpo femenino.

«Goodbye, Dragon Inn» (Tsai Ming-liang, 2003)

La pregunta que nos surge entonces es: ¿se puede esperar una reacción similar si, en vez de dos almejas bien depiladas, lo que se mostrara explícitamente fuera un duelo de sables entre dos pollas erectas? Pocos meses se tuvo que esperar tras el estreno de La vida de Adèle para poder calibrar la respuesta a dicha cuestión, pues El desconocido del lago permite una contundente valoración al respecto a través de su argumento y de unas imágenes de fuerte impacto visual. La película presenta los aledaños de un lago como purgatorio emocional y paraíso sexual para los desconocidos que allí se citan para practicar el cruising, deambulando por la pedregosa playa y el bosque cercano al encuentro de relaciones esporádicas —algo que recuerda enormemente a los comportamientos que se podían ver en otro film de una década atrás, de similar contenido homoerótico: Goodbye, Dragon Inn (Bu san, Tsai Ming-liang, 2003)—. La película juega valiente y conscientemente con los prejuicios de determinados espectadores, pues el desfile de penes fláccidos, erectos y/o eyaculando perturbará a algunos espectadores más que el hecho de que se cometa un asesinato delante de sus ojos. Así, el festival de salchichas y de posturas sexuales funciona como un termómetro que determina la inclinación moral de cierta parte de la audiencia, discriminando entre aquellos cuya capacidad de tolerancia ante la sexualidad explícita les permita vislumbrar los otros aspectos fundamentales que la cinta expone. O, lo que es lo mismo, que los árboles les dejen ver el bosque.