Hermann, Hitchcock, águilas y gorriones

No voy a componer para una película nunca más. Es una pérdida de tiempo y de energía que debería emplear en mi propia obra (…) Las películas han agotado mis fuerzas (…) espero sinceramente no volver a tratar con Hollywood en toda mi vida
Bernard Herrmann, 7 de Enero de 1948

En 1948, aún quedan siete años para que el músico Bernard Herrmann inicie su colaboración con el director Alfred Hitchcock. Herrmann se halla sumido por entonces en una profunda depresión: su primer matrimonio se viene abajo, su ópera Cumbres borrascosas —que había empezado a componer cinco años antes— parece no ir a ningún sitio, y se siente incomprendido por la industria del cine, cuyo trato eludirá sistemáticamente a partir de 1967 con el argumento de que «no tiene ningún sentido pertenecer a una institución en la que uno es juzgado por seres inferiores, no por iguales».

Herrmann, no por casualidad admirador del romanticismo británico del siglo XIX y apodado “el Beethoven de las bandas sonoras”, hará gala siempre de un temperamento explosivo que le llevará a tomar medidas extremas cuando se siente atrapado en callejones sin salida, y a generar crisis continuas con quienes le rodean: familiares, compañeros de trabajo. Con el tiempo, su actitud le aboca a una burbuja de soledad de la que ya no será capaz de escapar.

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La sintonía en su caso entre el carácter psicológico y el musical, marcó decisivamente el rumbo de su labor compositiva para el cine, que termina de definir otra de sus sentencias categóricas preferidas: «un águila vuela sola, los gorriones se desplazan en bandadas». Con ella, evidencia, recogiendo el testigo de Friedrich Rückert, toda una filosofía de vida y de trabajo, empeñada esta última en transitar terrenos musicales no hollados ni susceptibles de comparación con otros previos.

Por otra parte, el fuerte componente psicológico de su música la hace ideal para el cine de Hitchcock, tratado de las pulsiones más inconfesables del ser humano. A pesar del fracaso en que concluyó el último de sus nueve trabajos conjuntos, Cortina rasgada (Torn Courtain, 1966) —cuya banda sonora firmaría a la postre John Addison—, no cabe duda de que la relación de Herrmann con Hitchcock es la más relevante en una carrera, por lo demás, extraordinaria; la de un compositor que, como ha escrito Antonio Pardo Larrosa, «hurga allá donde el fotograma pierde su intención».

1911-1950

Hijo de inmigrantes judíos nacido en la Brooklyn de 1911, prototipo por tanto del americano de principios del siglo XX, Bernard Herrmann destacó por su precocidad musical, discutiendo ya en la niñez con adultos sobre Vivaldi y Wagner, leyendo tratados de composición musical, y colándose cada tarde en las pruebas de orquesta que tenían lugar en el Carnegie Hall.

Sus primeras referencias musicales, que le acompañarán durante toda su vida, serán Ravel, Debussy, Edward Elgar y, sobre todo, Charles Ives. Aunque resulte difícil encontrar influencia expresa de estos en su obra: Herrmann siguió siempre su propio camino, separando la admiración por los citados de sus propias creaciones. Entre sus fobias, la influencia del vals vienés en las composiciones cinematográficas estadounidenses de su tiempo. Él siempre se decantó por una música de personalidad autónoma, aunque en su madurez experimentase en algunas de sus composiciones con formas del romanticismo británico.

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A finales de los años veinte se codea con Aaron Copland o George Gershwin (cuya música, por cierto, estaba lejos de fascinarle), mientras toman forma sus primeras composiciones, que ya poseen dos características fundamentales: el cromatismo, y las progresiones de tonalidades enteras y medios tonos, al objeto siempre de crear una atmósfera dramática. En 1933, comienza a trabajar en el programa radiofónico de la CBS Music in the Modern Manner, en el que se ocupa de escoger las obras a tocar, de dirigir la orquesta, y de hacer los retoques instrumentales. Un año más tarde, está componiendo títulos de crédito para otros programas.

En 1938 conoce a un joven Orson Welles, que dirigía un programa teatral para la emisora. La relación entre ambos, por supuesto, no es fácil: son dos egos marcando territorio creativo. Pese a ello, gracias a la admiración recíproca, la relación deriva en varios hitos radiofónicos, entre ellos la retransmisión de La guerra de los mundos. Tres años más tarde, Welles filma para RKO Ciudadano Kane (Citizen Kane. 1941), y, entre sus condiciones, figura que el compositor de su banda sonora sea Herrmann. Este lucha por lo que considera natural, aunque en la industria de Hollywood no lo sea por entonces: ocuparse él mismo de la composición, la orquestración, y de conducir tanto la orquesta como la técnica de la grabación definitiva.

Ya en esta primera banda sonora de Herrmann, se anuncia lo que sería la marca de fábrica de sus composiciones para el cine: en vez de utilizar durante toda una escena una música continua, deja espacio al terreno visual para desarrollarse por sí mismo, alternando los silencios y breves pinceladas musicales que realzan el contenido dramático de las escenas, algo inusual. Otro aspecto fundamental es que deja de considerar la orquesta como un cuerpo indivisible, destruyendo su estructura clásica, dejando de lado instrumentos, incrementando otras secciones con instrumentos adicionales, siempre en función de la tonalidad y el color requeridos por la banda sonora.

Herrmann compone también en 1938 la banda sonora de El hombre que vendió su alma (All That Money Can Buy. William Dieterle, 1941). Será nominado al Oscar tanto por este trabajo como por Ciudadano Kane, obteniéndolo por el primero gracias a su reflexión sobre la música Americana, así como por la utilización, para la pieza de violín que sólo el diabólico Sr. Scratch (Walter Huston) puede tocar, de una mezcla de cuatro piezas de violín independientes, que, conjugadas en la mesa de mezclas dieron lugar a un tema de tintes realmente inquietantes.

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En 1942, tras componer la banda sonora para la segunda película de Welles, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons), Herrmann evoluciona en su estilo compositivo, alejándose de los patrones americanos para acercarse a su admirado romanticismo británico, como plasman en años siguientes las bandas sonoras de Alma rebelde (Jane Eyre. Robert Stevenson, 1943), Concierto macabro (Hangover Square. John Brahm, 1945), Ana y el rey de Siam (Anna and the King of Siam. John Cromwell, 1946), por la que volvió a ser candidato al Oscar, y El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir. Joseph L. Mankiewicz, 1947), que siempre sería su partitura para el cine favorita.

1951-1961

Herrmann ha abandonado el mundo del cine durante tres años. Se ha volcado en su vida personal, en sus composiciones independientes, y en su trabajo para la radio. Pero pronto se muda a California y se involucra en Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still. Robert Wise, 1951); hito de la ciencia ficción, entre otras cosas, por su aportación, que liga en la banda sonora instrumentos electrónicos como el theremín a violines, chelos y bajos eléctricos, y que no se priva de trucos técnicos como la inclusión en algunos temas de melodías reproducidas al revés. Su sensacional banda sonora, reciclada posteriormente en Perdidos en el espacio (Lost in Space. Irwin Allen, 1965-1968), no es ni siquiera nominada al Oscar, que en la edición correspondiente obtendrá Un Americano en París (An American in Paris. Vincente Minnelli, 1951).

En todo caso, el trabajo se le acumula en los siguientes cuatro años: Operación Cicerón (5 Fingers. Joseph L. Mankiewicz , 1952), Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro. Henry King, 1952), Sinuhé, el egipcio (The Egyptian. Michael Curtiz,1954)…

Durante ese periodo, supo adaptarse a un nuevo cambio técnico: el cinemascope. Herrmann ya había dejado claro que la orquesta no era para él un conjunto inmutable, llegando al extremo de primar a través de la mesa de mezclas el sonido de unos instrumentos frente a otros, lo que había generado un sonido instrumental con volumen, por así decirlo, inédito hasta el momento. Pero la introducción del estéreo, asociado al cinemascope, posibilitó nuevas formas de expresión musicales, adquiriendo suma relevancia no solo la postura relativa de unos instrumentos respecto a otros, sino también su posición frente al espectador: en el centro del sonido, a su derecha, a su izquierda. Herrman perfeccionaría con ahinco la planificación en los estudios de los micrófonos que grababan, así como los arreglos técnicos posteriores, para sacar el mayor partido de este avance.

La primera colaboración con Hitchcock es Pero… ¿quién mató a Harry? (The Trouble with Harry. 1955). El director siempre había ejercido un control férreo sobre el sonido de sus películas, incluyendo la música, pero, al menos en Pero… ¿quién mató a Harry?, Herrmann goza de una gran libertad, que contrasta de hecho con las trifulcas que tiene con el departamento orquestal del estudio, Paramount, y con las que le enfrentan a Burt Lancaster en la ópera prima acreditada como director del también actor, El hombre de Kentucky (The Kentuckian. 1955).

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En 1956, Herrmann compone para Hitchcock El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much) y Falso culpable (The Wrong Man). En la primera, un remake, el músico respeta con elegancia el tema principal compuesto para la versión de 1934 —asimismo dirigida por Hitckcock— por Arthur Benjamin, compositor que admira, limitándose en la escena cumbre del film a orquestarlo nuevamente, y absteniéndose de tener nada que ver con la canción que interpreta Doris Day, Que Sera, Sera. En la segunda, Herrmann se adapta admirablemente al tono minimalista de las imágenes con una composición sobria marcada por la simplicidad del timbre, la disonancia armónica, y una repetición de ritmos que acentuaría en posteriores trabajos.

Después de colaboraciones varias para la radio y la televisión y una única banda sonora para el cine, Un sombrero lleno de lluvia (A Hatful of Rain. Fred Zinnemann, 1957), Herrmann vuelve al regazo de Hitchcock con De entre los muertos (Vertigo. 1958), cima de esa interpretación audiovisual de la psicología de los personajes que apuntábamos al comienzo. Para subrayar la personalidad insegura y atormentada del detective John ‚‘Scottie‘ Ferguson (James Stewart), Herrmann urde un tema principal intranquilizador, que puntúa además las tensas relaciones del personaje con su novia Midge (Barbara Bel Geedes), adepta perversamente como melómana a un clasicismo alemán que saca de sus casillas a John y que Herrmann detesta.

Por el contrario, la espectral Madeleine (Kim Novak) es acompañada musicalmente por un romántico tema de cuerdas, que se repite con variaciones en todas las escenas que comparte con Scottie. Tras la supuesta muerte de Madeleine, Midge entra de nuevo en la vida de John, trayéndole discos de música clásica, lo que subraya su condición menos de mujer que de madre, que Scottie anhela quitarse de encima.

El tema musical que define a Ferguson se debate también entre estas dos caras del personaje: una melodía central, casi una nana, en la que se entremezclan acordes de arpa ascendentes y descendentes, tocados simultáneamente, que expresan sus sentimientos opuestos; mientras que amenazadores tonos bajos de instrumentos de metal intentan llevar a la superficie su personalidad adulta, ajena a la trampa maternal que Midge intenta imponerle.

El periodo 1958-1963 será para Herrmann de los más prolíficos en cuanto a composición musical para la gran y la pequeña pantalla. Debido a la competencia de la televisión, la industria de Hollywood se ve obligada a recortar costes. Uno de los primeros departamentos en verse afectado por los recortes es el de las bandas sonoras. Los compositores se declaran en huelga, pero Herrmann, incapaz de aguantar la presión de no tener ingresos económicos, combina una actividad creciente para la televisión con proyectos cinematográficos con tantas posibilidades expresivas como Simbad y la princesa (The 7th Voyage of Sinbad. Nathan Juran, 1958).

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Vuelve con Hitchcock gracias a Con la muerte en los talones (North by Northwest. 1959), thriller trepidante al que Herrmann replica musicalmente con lo que él mismo define como «fandango orquestral caledoscópico diseñado para dar el disparo de salida a las aventuras del personaje principal durante las siguientes dos horas». Sin embargo, como sucedía en Ciudadano Kane, no falta el silencio, como en la conocida escena de la persecución de una avioneta, diez minutos de tensión en los que solo se escuchan efectos de sonido.

La madurez plena en su relación con Hitchcock se concretará en Psicosis (1960). Para Hitchcock, la película es un proyecto menor, que incluso ha pensado en reducir a una hora para su emisión televisiva. Enfrentado a un presupuesto reducido, apuesta por rodarla en blanco y negro, y esta decisión económica y estética tiene influencia definitiva —como en Falso culpable— en la música de Herrmann, que decide limitar el uso de instrumentos de la orquesta a los de cuerda, tanto para adaptarse al escaso presupuesto como para subrayar el monocromatismo visual.

Hitchcock deja más libertad que nunca a Herrmann para la composición. La única condición que pone es que la escena del asesinato en la ducha no tenga ninguna música. Como es archisabido, Herrmann desatiende la orden del director, y crea uno de cuatro o cinco temas musicales más conocidos de la historia del cine. Para convencer a Hitchcock de la oportunidad de la música en ese momento, y solo hasta un instante preciso, Herrmann se limita a mostrarle a Hitchcock la escena primero sin música, y luego con ella. Inmediatamente, el director le da la razón: la música llega a un crescendo, enmudece, y nada puede impedir que nuestros ojos horrorizados se anclen al de Marion y al sonido del agua fluyendo.

El efecto, en esa y otras escenas, sumir al espectador en una tensión insoportable. Tras los títulos de crédito, dominados por una música de cadencia estridente y contrapuntística, que predispone a la desazón, una melodía de violines tranquilos da paso al tema de Marion (Janet Leigh) y su novio y, más tarde, cuando la protagonista ha robado el dinero, a una escena de dos minutos en la que se repiten dos motivos visuales y musicales: Marion preparando la maleta y planos al sobre con el dinero, remarcados por una melancólica y al mismo tiempo punzante melodía de violas subiendo y bajando de tono.

La siguiente escena, Marion escapando en el coche, recuerda profundamente a aquellas de Vértigo en las que Scottie seguía durante minutos con su vehículo a Madeleine. Las imágenes no son demasiado expresivas, planos reiterados del conductor y los parajes por los que transita. Es la música de Herrmann la que les otorga sentido dramático, anunciando al público, con la repetición de la música que ya sonase en los títulos de crédito, que, aunque no lo parezca, algo terrible va a pasarle a Marion.

1962-1975

El cine cambia. La música de Herrmann lo hace a medias. Los productores exigen melodías más pegadizas, temas de pop. Herrmann es incapaz de adaptarse a esta nueva tendencia. Y en realidad, tampoco lo desea. Sigue trabajando en el cine y la televisión, pero su estilo musical y su temperamento le van cerrando poco a poco puertas. Su carrera como director de orquesta llega también a la parálisis, por el temor de todos los productores a sus arranques de genio.

En 1963, colabora de nuevo con Hitchcock en lo que es para muchos el canto de cisne creativo del director, que sufriría al año siguiente su mayor batacazo con Marnie, la ladrona (Marnie. 1964). Se trata de Los pájaros (The Birds. 1963), en la que Herrmann ciñe su función a la de consultor de sonido. La razón es simple: Los pájaros no tiene música. Hitchcock siempre ha creído que «cuando añades música a una película, se trata en realidad de sonido, no de música per se». Y a la banda sonora, en este caso, le basta con el ruido producido por inmensas bandadas de pájaros: sus cantos, gritos y ruido de alas. Para conseguir este efecto, Hitchcock y Herrmann visitan en Berlín a Remi Gassmann, un compositor de vanguardia que les descubre la posibilidad de recrear sonidos reales a través de la electrónica. Entusiasmados por su demostración, deciden contratar a Gassmann para la creación de una banda de sonido.

Mientras compone para el programa televisivo Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents. 1962-1964), Herrmann trabaja de nuevo con el mago del suspense en un largometraje: Marnie, un fracaso para ambos. La crítica se ceba con la película, y Herrmann, que ya había puesto en duda los talentos como actriz de Tippi Hedren en Los pájaros, no acierta a captar a través de su interpretación la oscuridad de Marnie, por lo que compone una obra sinfónica, romántica, que intenta dar más empaque al personaje protagonista de la ladrona en vez de ahondar en sus bastidores psicológicos.

La siguiente y postrera colaboración con el director se producirá en 1966: Cortina rasgada. El desastre se palpa antes incluso de que la banda sonora esté acabada. Hitchcock, que ya no es un valor seguro en taquilla, le echa en cara a Herrmann que sus composiciones son anticuadas, que se repite demasiado, que carece del sentido de ritmo que las nuevas generaciones esperan de la música. La relación no mejora durante las semanas en las que, mientras Hitchcock rueda en Hollywood, Herrmann, deprimido tras un divorcio, trata de concentrarse en Londres para componer una música que satisfaga las expectativas del director. La comunicación entre ambos tiene lugar solo vía carta o telegramas. Herrmann decide, como ha solido hacer siempre, desatender las exigencias de Hitchcock. Pero esta vez el director no se mostrará tan benévolo: durante la sesión de grabación en los estudios de la productora (cuya orquesta había estallado espontáneamente en aplausos tras grabar el tema principal previsto por Herrmann para el film), pierde los nervios y echa literalmente a Herrmann de la sala.

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A pesar de que Herrmann continuará apoyando en público a Hitchcock, expresando sin reservas su admiración por él, lo cierto es que músico y director apenas volverán a dirigirse la palabra y, según leyendas urbanas, nunca se verán nuevamente.

Herrmann se retira a su casa en Inglaterra, y, durante los años siguientes, su actividad musical para el ámbito cinematográfico se circunscribe a pocos títulos dirigidos por jóvenes, como Fahrenheit 451 (íd. François Truffaut, 1966), La novia vestía de negro (La mariée était en noir. François Truffaut, 1967), Hermanas (Sisters. Brian De Palma, 1972), Fascinación (Obsession. Brian De Palma, 1976) y Taxi Driver (íd. Martin Scorsese, 1976). Resulta interesante que todos ellos fueran fans expresos de Hitchcock. Por lo que resulta interesante especular con el hecho de si realmente estaban contratando a Herrmann por su música, o por la nostalgia que sentían por las películas del director.

Herrmann fallece la misma noche en que termina de grabarse la música de Taxi Driver; banda sonora compuesta con toda su pasión, como siempre. Muere cuando ha podido brindar una última aportación relevante a la música de cine, en un mundo cambiante (antes de dar con él, Brian de Palma creía que ya había muerto); un mundo ajeno al orden cinematográfico clásico en que había fraguado como músico. Su corazón dejó de latir después de dar un último impulso grandioso, lleno de vida, a imágenes más ricas que su propia música clásica: sus óperas, sus estudios musicales. Herrmann tenía imaginación musical, pero no la habilidad de concitar imágenes con su obra. Parte de su genio residió en percibir esa incapacidad. En saber emplear el medio cinematográfico como el instrumento solista idóneo para que su música pudiese suponer una experiencia audiovisual absoluta.