Pompeya

Apocalipsis digital

El nuevo trabajo de Paul W.S. Anderson llega durante una época en la que Hollywood —dando sus hoy habituales palos de ciego— reaviva su interés en la producción películas que se inscriben, de alguna manera, en la vaga categoría subgenérica del peplum. Sin embargo, Pompeya rompe de manera desconcertante con los patrones del cine de espada y sandalias más influyente de la última década. No hay rastro en ella de la estilización anabolizada de las imágenes que ofrecían 300 (íd., Zack Snyder, 2006), Immortals (íd., Tarsem Singh, 2011) y 300: El origen de un imperio (300: Rise of an Empire, Noam Murro, 2014); de la vertiginosidad de Furia de titanes (Clash of the Titans, Louis Leterrier, 2010); de los arrebatos horteras y kitsch de Hércules: el origen de la leyenda (The Legend of Hercules, Renny Harlin, 2014); o siquiera del clasicismo crucificado en los dominios del revisionismo político de Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) y La legión del águila (The Eagle, Kevin Macdonald, 2011). Desde este punto de vista, lo primero que llama nuestra atención es el completo desinterés del director británico por la determinante tendencia estética inaugurada por Snyder y sus espartanos. Resulta extraño que un coprófago exquisito como Anderson deje pasar la oportunidad de apostar por la sinergia a-narrativa de medios expresivos sobre la superficie de lo digital. Lo más lógico es atribuir la contención expresiva de este blockbuster escasamente ambicioso a su carácter de encargo, de proyecto alimenticio. Su burdo guion no contribuye a vivificar un espectáculo poco emocionante que, pese a todo, es sólido a su manera y se ve con agrado. Apenas atisbamos al Anderson más desvergonzadamente b en apuntes y detalles muy concretos: los diálogos chulescos entre gladiadores, los aspavientos de un enloquecido Kiefer Sutherland o el desenlace ígneo. Por decirlo de otra manera, nos encontramos ante un desviamiento, si bien forzoso, de la orientación creativa de sus últimas películas que, no obstante, resulta a la postre más interesante de lo que aparenta en un principio.
Pompeya invoca el fantasma de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960) y se ciñe esforzada y voluntariosamente a un modelo de cine de entretenimiento a todas luces «pasado de moda». La obra lleva la propuesta hasta límites paroxísticos: no solo prescinde de la digitalización de la imagen —en la medida de lo posible— durante gran parte del metraje, sino que, a nivel argumental, se enraíza en tradiciones narrativas y discursivas sepultadas tiempo atrás bajo el cáustico descreimiento de la posmodernidad. Una trama que implica superfluos tejemanejes políticos entre Roma y la orgullosa Pompeya, combates cuerpo a cuerpo —poco aparatosos para hablar de quien hablamos— y la historia de amor imposiblemente casta de un zarrapastroso gladiador, Milo El Celta (Kit Harington), y una noble, Cassia (Emily Browning), sellada en un beso final inmortalizado por el efecto petrificador de la lava. Claramente, lo que mejor define la impronta autoral de Anderson es su carácter de batiscafo del lodazal cultural, su entendimiento del cine como «tierra de nadie» sin categorías ni fronteras que sirve de punto de encuentro para cualquier manifestación del audiovisual popular, desde el videojuego hasta el videoclip, pasando por el trailer o el spot publicitario. No obstante, y desde un enfoque temático, sus películas se han convertido en reflejo de la condición existencial del hombre en la «era multimedia».
Menos acrítico de lo que podría sugerirnos su epatante retórica visual, la misantropía ensombrece el discurso de películas de indisimulada vocación pulp como Horizonte final (Event Horizon, 1997), Resident Evil (íd., 2002) e incluso artefactos de apariencia tan inocua como Alien vs Predator (íd., 2004) —su exploit de los célebres filmes de Ridley Scott y John McTiernan— y Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 2011) —revisión bufa y desmitificadora de la novela de Dumas en clave steampunk—. Una idea similar a la que nos transmite el tejido social de Pompeya, donde los poderosos esclavizan y someten a los débiles y las inocentes clases medias —una pena que esté tan desaprovechada la subtrama que protagonizan Carrie-Ann Moss y Jared Harris— conspiran para hacerse con su pequeña parcela de poder. De la misma manera, la ciudad a los pies del Vesubio remite a una geografía típicamente andersoniana: el escenario postapocalíptico o en peligro de extinción; mundos al borde del colapso regidos por una fuerza opresora omnímoda y a menudo invencible. El Imperio Romano de la película que nos ocupa es equiparable al régimen militar y tecnófilo de Soldier (íd., 1998), la megacorporación Umbrella de la saga Resident Evil o la dictadura liberal —digna de los Chicago Boys en sus momentos de mayor inspiración— de Death Race (íd., 2008). Una tiranía que se camufla bajo formas diversas y que, invariablemente, cosifica a los héroes para comercializarlos y desecharlos cuando dejan de ser útiles. La secuencia clave de su filmografía reciente la hallamos en Resident Evil: Ultratumba (Resident Evil: Afterlife, 2010), y es aquella en la que una atónita Alice (Mila Jovovich) descubre que han sido creados cientos de clones física y psíquicamente idénticos a ella. La propia Alice, en Resident Evil: Venganza (Resident Evil: Retribution, 2012), deberá enfrentarse a un enemigo que ha transmutado la experiencia en su simulacro virtual. Paralelamente, en Death Race, Jensen Ames (Jason Statham) y ‘Machine Gun’ Joe (Tyrese Gibson) se aperciben de que jamás podrán ganar la partida en un juego cuyas reglas han definido otros; un eco de este concepto resuena en el Atticus (Adewale Akinnuoye-Agbaje) de Pompeya, que termina por desengañarse de las promesas romanas a las que cándidamente se había aferrado.
Emily Brownin y Kit Harington
El punto de inflexión —con sus connotaciones metarreferenciales— de cada una de las producciones citadas es siempre aquel momento en que los protagonistas —psicológicamente planos, muñecos de acción articulables— toman consciencia de su condición de productos de consumo fabricados en serie y se rebelan contra la maquinaria del sistema. Pero aunque Milo y Cassia trasciendan sus roles sociales y desafíen los dictados de la figura opresora que representa el pérfido cónsul Corvus, son dos personajes trágicamente arraigados en unas tradiciones de la ficción popular tan amenazadas como la ciudad romana que da título al filme. Residuos del clasicismo que serán arrollados cuando el volcán estalle furioso. En estos últimos compases, los mejores y más personales del conjunto, el realizador recrea con solvencia la destrucción de un mundo, tiñendo los fotogramas de un sugestivo tono ceniciento y cobrizo, recurriendo a un exhuberante arsenal CGI con el que acribilla a todas esas figuras obsoletas, inconscientemente autoparódicas, retoños —vaciados de espesor dramático— de tradiciones genéricas que el director lleva años reescribiendo con la caligrafía de la Hipermodernidad. Sin sombra de su acostumbrado cinismo, Anderson reserva un bello gesto final, en forma de abrazo eterno, a la pareja protagonista. En el plano que cierra la película quedan relegados a su condición de piezas de museo, últimos depositarios de unas coordenadas afectivas, morales y expresivas periclitadas, en las que ya no podemos creer.