Herencias
Conocemos el ambiente. Noche serena en la parte industrial de la ciudad. El relente sobre el parabrisas de un coche aparcado en la última planta de un parking público. En su interior, un asesino a sueldo prepara el silenciador de su pistola mientras espera a que su objetivo se cruce en el camino. Cuando su mirada se encuentra con el hombre, una pequeña revolución comienza a larvarse en su interior; coge el arma, cierra con suavidad la puerta del automóvil y se desliza por el aparcamiento hasta que se halla a una distancia prudente para disparar y acertar. Un tiro, la bala queda alojada en el cuerpo de su víctima. El coche desaparece tras la rampa de salida y la noche hace su parte del trabaja engulléndolo en la oscuridad.
Paul Abbott, el creador de Hit & Miss (íd., 2012, Sky), sabe que los inicios siempre son engañosos; dejan ver aquello que uno quiere ver. Por eso prefiere concentrar en ese par de minutos todo lo que, a continuación, la serie demolerá; un espejismo de equilibrio. Cobijada en un piso vacío, Mia cambia la ropa de trabajo —una indumentaria oscura que oculta sus formas ante cualquier cámara de vigilancia— por otra más cómoda. La cámara sigue ese ritual con la misma falta de pasión con la que, imaginamos, transcurre la vida de su protagonista. Sin embargo, algo corta su aliento y la obliga a detenerse. Tras la privacidad del biombo, Mia revela su sexo masculino. En realidad, su trabajo de asesina supone su principal fuente de ingresos para costearse una operación de cambio de sexo. Miles de libras repartidas entre los escondrijos de la vivienda exponen ese sueño que su rutina nocturna parece acercarle hasta casi tocarlo con la punta de los dedos. He ahí el cambio que insinúa, en una de sus varias traducciones posibles, el título de la serie: pasar de asesino a sueldo a mujer.
Más que un drama sobre la cuestión sexual, Hit & Miss es un relato sobre nuestra manera de enfrentarnos a las herencias, a los roles que nos obligan a asumir y a las responsabilidades que corresponden a estos últimos. De ahí que el elemento que rompa definitivamente la rutina de la protagonista sea el descubrimiento de un hijo, y de una familia postiza, que tuvo con una antigua pareja y del que debe hacerse cargo. Frente a la visión fría e industrial de Manchester, Abbott contrapone un entorno rural colonizado por un grupo de niños cuya cabeza visible apenas peina la veintena. Tanto su director como su guionista no buscan un enfrentamiento directo entre esos dos mundos, carnaza que explote la diferencia sexual como motivo de disputa entre la protagonista y su nueva familia. En su lugar, utilizan ese proyecto de cambio, que Mia quiere llevar a cabo para completarse, para plantear una idea más ambiciosa: hasta qué punto se puede mantener un arraigo sobre un hogar que no has construido con tus propias manos, que apenas conoces o te conoce, pero sobre el que pesa la responsabilidad de continuar. Cómo se puede transformar esa república de los niños, perdida entre una granja destartalada y una vastísima extensión de campo, en la casa que hace tiempo que desapareció.
Transformar es uno de esos conceptos delicados, en tanto que, según la cuestión de que se trate, puede implicar una voluntad de sometimiento. Por eso Abbott deja que la cámara se mueva con soltura del entorno urbano al ambiente rural, del paisaje que ha amamantado a Mia al espacio que acuna a su nueva familia; sin dificultad y bajo la premisa de que lo importante son los gestos. De ahí que la transexualidad de Mia sea una nota al pie en el guion que dicta la convivencia con los niños; de ahí que primen los acercamientos, a veces torpes y a veces violentos, hacia ellos; la necesidad de aprender un lenguaje olvidado que le permita acceder a su pequeño mundo; ganar esa confianza mutua que es lo que puede empastar la pieza perdida de un puzzle en el interior de otro. Lo interesante de la serie es su perseverancia, algo con lo que bromea otra de los sentidos que desprende su título original: disparar y errar el tiro. Prácticamente la serie se abandona a cada minuto a las tácticas de su protagonista por amoldarse a esa nueva realidad y, en la medida de sus posibilidades, conformar también esa nueva realidad a ella misma. Así, en uno de los momentos más intensos de la serie, la disputa por la propiedad del terreno deriva en una paliza en la que sentimos, por primera vez, hasta qué punto ha penetrado Mia en la idiosincrasia del lugar; cómo ese gesto violento y airado que trae de la ciudad se contagia en su hijo, Ryan, cuando aprende a devolver el golpe.
En un detalle sutil, la serie dibuja los cambios que sacuden tanto a la familia de niños como a la propia Mia a través de las pequeñas cosas: esa imagen en la que Ryan y Leonie, los más pequeños, juegan con unos muñecos a los que han cambiado la ropa —soldado vestido de princesa, y viceversa—; ese otro en el que Levi muestra su incipiente adolescencia cuando Mia le enseña a afeitarse; o aquel en el que Eddie, el jefe de esta última en sus negocios turbios, monta una fiesta con todos reunidos. Poco a poco, todo avanza. Sin embargo, Hit & Miss es una serie donde el conflicto se desplaza de la identidad a la confianza, donde no importa tanto si Mia es el padre o la madre como si en verdad se puede compartir cada secreto inconfesable que esconden sus protagonistas; donde lo que descompensa la balanza es la difícil tarea de tomar como propia una herencia ajena y labrar un sentimiento de pertenencia sobre un territorio del que fuiste escupido años atrás.
Si bien Abbott construye la serie sobre un costumbrismo a ratos amable, en el que cobija los titubeos y la vergüenza de sus criaturas, Hit & Miss nunca abandona su fondo negro. Sí, Mia gana soltura junto a su nueva familia, como en un paso de baile recién aprendido que ejercitas cada vez con más frecuencia, pero siempre permanece esa otra vida cuyo contrato aún no ha extinguido; la escapada a Manchester, las libras que recibe enrolladas en plástico y la planificación meticulosa de cada crimen. Sí, parece que su noviazgo con Ben puede acabar bien, qué importa si con o sin operación de cambio de sexo; parece que Ryan ya le deja jugar a pelear en el comedor metidos en sus sacos de dormir; parece que Riley ha aceptado su presencia, su mano cada vez que ha necesitado el consejo de un adulto al que echa demasiado de menos. Parece, pero le cuesta llegar a ser. Ahora que empieza a perder el pulso firme ante el gatillo, que empieza a sentirse cómoda entre el frío rural de las afueras de Manchester, a Mia se le vienen encima los malos tragos del pasado. Quién sabe si porque, más que corregirlos, lo que no quiere es que se repitan con estos niños a los que empieza a querer de verdad.
En Hit & Miss prevalece la amargura por encima de la felicidad, ese impulso por mirar con el rabillo del ojo o recelar ante cualquier ocasión. Lo hace porque es la condición de asesina de Mia la que pone en peligro la estabilidad de ese núcleo familiar que ha amoldado, y cada vez que está con los niños en alguna instantánea costumbrista siente ese temor ante la posibilidad de que desaparezca. Sin necesidad de plantear metáforas, Abbott y su guionista se remiten a lo más literal: cuando has sorteado todos los escollos, cuando has rasgado ese último velo que te impedía acercarte a aquello que más quieres, cuando sientes ese arraigo tan profundamente que te genera la ilusión de imaginar ese paisaje como una extensión de ti mismo, no puedes hacer otra cosa que protegerlo pase lo que pase; sin ningún remordimiento. No hay otra definición posible para explicar el peso de una herencia. Tampoco la responsabilidad que conlleva.
Conocemos el ambiente. Noche serena en el porche de la finca. Apoyada sobre la veranda, Mia fuma un cigarrillo mientras atiende al paisaje silencio a su alrededor. Aunque ha oído los pasos de Eddie desde la parte trasera de la casa, no dice nada, deja que aquel la encañone con su pistola. No puede hacer otra cosa, si no la mata será él el cadáver. De entre las sombras emerge el pequeño Ryan con un fusil que apoya en su brazo en dirección a Eddie. Mia sonríe. La cámara envuelve a los tres protagonistas mientras, poco a poco, se aleja de su perímetro. Paul Abbott también sonríe; ha decidido cerrar su ficción, quién sabe si definitivamente, con el único gesto posible que le da sentido: el de una extraña familia en la que, esta vez sí, una herencia indeseada ha dado lugar a una confianza mutua. La cámara solo hace su parte del trabajo engulléndolos en la oscuridad.