Instituciones represivas
En pocos meses hemos podido asistir a varios ejemplos fundamentales que desarrollan una tendencia cinematográfica hacia la sexualidad explícita, pues entre medias de La vida de Adèle y El desconocido del lago se coló el siempre díscolo Lars Von Trier con su doble volumen perteneciente a la llamada por él mismo Trilogía de la depresión. Tanto la película de Kechiche como la de Guiraudie y esta desdoblada Nymphomaniac forman las tres patas de un banco que reflexiona sobre lo sexual tanto como sobre aquellos elementos de la sociedad que actúan como organismos censores de lo que consideran intolerable promiscuidad o comportamientos inmorales. La familia, las amistades, los compañeros de trabajo, los cuerpos de seguridad o la perenne presencia del machismo patriarcal se presentan entonces como represoras de aquello que se escapa a la vulgar normalidad, entendida como tal el comportamiento más extendido, aquel que practican más personas y que, en términos estadísticos, se convierte en norma.
Varios son los largometrajes de ficción que han abordado este tema en relación con gays y lesbianas de todo el mundo, donde instituciones de carácter supraindividual amenazan la libertad de seres aislados e indefensos, actuando una colectividad de orden superior como yugo del pleno desarrollo personal. Así, encontramos el siempre incómodo tema de la represión religiosa en películas como la chilena Joven y alocada (Marialy Rivas, 2012), la norteamericana The Falls (Jon Garcia, 2012), la belga Mixed Kebab (Guy Lee Thys, 2012) o la ya citada coproducción norteamericana-franco-iraní Circunstancia, localizándose las dos primeras en el seno del cristianismo evangelista y las dos últimas en el marco del Islam, confirmándose así que la intolerancia espiritual y carnal no conoce de discípulos, predicadores o profetas. Incluso algo de ello también se puede observar en la española Barcelona, noche de verano (Dani de la Orden, 2013), pues uno de sus protagonistas es un futbolista en trámites de ser fichado por el Barça. Al tabú infranqueable que existe en dicho ámbito deportivo con respecto a la homosexualidad se añadirá el hecho de que el FCB está patrocinado por un sponsor catarí, con todo lo que ello conlleva. Las presiones de su representante y las dudas que surgirán entre él y su pareja, también futbolista, no serán, sin embargo, suficientes motivos para tratar de conseguir la tan ansiada normalización que, tarde o temprano, también deberá arribar a los terrenos de juego.
Dos instituciones que en sus respectivos espíritus conllevan el afán de proteger tanto como el de reprimir, como son la policía y el ejército, también han sido escogidas en varias ocasiones para insertar la problemática homosexual. Cuerpos dominados por el ardor guerrero, las instalaciones para la instrucción y el entrenamiento parecen el marco idóneo para que cadetes diversos lleguen a conocerse mejor, liberando en duchas y literas sus fibrosos cuerpos en una serie de relaciones de camaradería homoerótica que sublime el concepto de virilidad cuartelaria. Aspecto este que es la base de la curiosa Private Romeo (Alan Brown, 2011), donde una serie de soldados que interpretan en una de las aulas de su campamento el clásico shakespeariano Romeo y Julieta llevan su función más allá de la clase, representando por igual papeles masculinos y femeninos en una historia donde, a diferencia del libreto original, el trágico destino no llega a consumarse.
De una manera muy diferente puede observarse la relación entre la homosexualidad y lo castrense en la ya mencionada Yossi, pues el encuentro entre sus dos protagonistas está condicionado por los diez años de edad que los separa: uno de ellos es un médico armarizado y repleto de complejos que arrastra consigo un amor frustrado por la muerte, al haber fallecido en acto de servicio el muchacho de su misma compañía con el que mantenía relaciones; el otro es un joven recluta cuya homosexualidad es aceptada tanto por su familia como por sus compañeros de promoción. Será esta normalización la que marque la senda de una nueva vida para el más veterano de ellos, dejando atrás su antigua vida para asumir su condición sexual de una forma más plena. Todo lo contrario que en la germana Caída libre (Freier Fall, Stephan Lacant, 2013), donde los dos aspirantes a policías que la protagonizan deberán recurrir a los encuentros clandestinos para evitar las airadas reacciones de sus compañeros de promoción, adheridos a la causa homófoba, y de la familia de uno de ellos, en ciernes de casarse con su novia de toda la vida.
También encontramos en el enfrentamiento al machismo patriarcal un tema al que se ha recurrido en los últimos años, pues como institución extendida en el espacio y en el tiempo, supone un muro de contención contra el que se ha estrellado el deseo de gays y lesbianas para la inserción social normalizada de su condición sexual. Sin embargo, las dudas surgen cuando hallamos dos ejemplos como las producciones norteamericanas ¿Y dónde están los hombres? (Without Men, Gabriela Tagliavini, 2011) y A Perfect Ending (Nicole Conn, 2012), donde la homosexualidad se convierte en una autoimposición, una reacción que las protagonistas adquieren como oposición a la tiranía masculina. El lesbianismo se transmuta así en una alternativa involuntaria, estableciéndose como una necesidad ante la ausencia física de los varones o el cansancio conyugal, respectivamente. En clave de comedia la primera y de telefilme la segunda, ambas interpretan la homosexualidad como si de un segundo plato se tratase, generando la frívola sensación —muy a su pesar, no hay que ponerlo en duda— de que la condición sexual es fácilmente mutable cuando los problemas acechan. Al menos, en lo que a las mujeres respecta.
Sin embargo, y como norma general, el primer escollo con el que una persona homosexual se encuentra en la vida para desarrollar su identidad sexual se suele producir en el seno familiar, institución que tiende generalmente hacia el conservadurismo vital y social, donde todos y cada uno de sus miembros deben desplegar un comportamiento ejemplar a los ojos de los demás. Existiendo ejemplos de sobra que puedan desmentir esta afirmación, lo cierto es que los creadores tienden a mostrar los traumas que han tenido que vivir y padecer en primera persona, asomando sus experiencias personales como ejemplo con el que otros semejantes se puedan comparar y sacar sus propias lecciones vitales.
Ya sea cuando los padres reaccionan virulentamente contra el traumático descubrimiento —los ya citados casos de las adolescentes de Circunstancia y Joven y alocada, o el del joven de origen turco de Mixed Kebab, que contrasta con la actitud más despreocupada y normalizada de la madre del muchacho belga del que se enamora— o cuando aparece en escena la novia perpleja ante las nuevas predilecciones de su compañero —tanto en Caída libre como en Floating Skyscrapers (Plynace wiezowce, Tomasz Wasilewski, 2013) ocurre tal cosa—, el entorno más próximo del protagonista “se pone de uñas”, y surgen las más variopintas alternativas para “curar” al desviado, entrando en juego esos caducos conceptos que asumen la homosexualidad como si de una enfermedad se tratase. Negación, aislamiento y reconducción a la “senda correcta” suelen ser los tres medicamentos más frecuentemente utilizados en el tratamiento de una mal que suele doler más a la familia que al propio paciente. Sobre todo cuando surge el “qué dirán”, primera de las preocupaciones que quitan el sueño en el hogar. Porque en las familias todas las valoraciones son válidas, y las opiniones de los de fuera también cuentan.
Adolescentes
Como se ha podido observar, en muchos de los ejemplos ya citados han aparecido personajes jóvenes que interactuaban pasiva o activamente con la homosexualidad, enfrentándose a un entorno generalmente reacio al descubrirse lo muy ocupado que estaba el armario de dicha persona. Y es que a la rebeldía habitual y necesaria con la que se define y articula la vida de cualquier adolescente, habría que añadir que este aspecto se enfatiza en la del homosexual, pues el escenario en el que se mueve su existencia suele mostrarse mucho más adverso debido a la reinante incomprensión general, debiendo reaccionar el muchacho gay o la joven lesbiana contra los habituales cambios biológicos y contra la reticencias sociales, teniendo que afirmar su personalidad en una corriente más desfavorable de lo normal.
Algo muy sugerente es comprobar cómo, con el paso del tiempo, se ha ido retrasando la edad de estos individuos retratados, estableciéndose en el quinceañero un modelo de observación, pues en torno a dicha edad es la época de la vida en la que comienza a asomar la personalidad adulta y se producen todos los cambios necesarios para la llegada de la madurez. Pero, al mismo tiempo, la adolescencia también es ese periodo vital que mejor refleja cómo es el resto de la sociedad, pudiéndose valorar a través de sus reacciones, sus anhelos, sus frustraciones y sus actitudes el índice de conciencia y respeto de toda una comunidad.
Es en este aspecto donde La vida de Adèle muestra sus puntos fuertes, al actuar como espejo del amplio cromatismo de ambientes y talantes con los que se encuentra un homosexual en la vida. Del rechazo a la aceptación, pasando por la visibilidad y la armarización, esa vida de Adèle, con sus lógicas peculiaridades, supone el recorrido al que cualquier adolescente se debe enfrentar para encontrar ese yo que surja como resultado de obtener errores y aciertos, pues por su corta experiencia vital debe recurrir a la fórmula del ensayo que le ofrezca las respuestas más favorables.
Esa búsqueda la encontramos en la mayoría de los casos en los que aparece un adolescente. Unas veces de forma muy acertada, como en Jack and Diane (Bradley Rust Gray, 2012), una obra con muchos puntos en común con La vida de Adèle, donde una muchacha de aspecto aniñado inicia un romance con otra algo mayor que ella y de más dilatada experiencia, debiendo dominar unos terrores interiores con la forma de un monstruo que amenaza con devorarla —una criatura nacida del taller de los Quai Brothers, creadores visuales por excelencia de ambientes opresivos, oscuros y turbadores—. Otras veces de una manera muy frívola, como en la prescindible You and I (You and I (Finding t.A.T.u.), Roland Joffé, 2011), pues su argumento prefiere centrarse en las peripecias de dos chicas en la noche moscovita donde triunfan las lesbian chic, pasando por alto lo muy mal que lo pasan los homosexuales en la Rusia de Putin.
Sin embargo, es en los filmes ambientados en los centros educativos donde encontramos los dos ejemplos más interesantes por su forma y su contenido, pues tanto Pariah (Dee Rees, 2011) como G.B.F. (Darren Stein, 2013) ofrecen sendas perspectivas de la homosexualidad en el instituto desde puntos de vista muy diversos. Así, la primera de ellas, ópera prima apadrinada por Spike Lee, ofrece la traumática vida de una adolescente enfrentada a un entorno adverso, pues su ubicación en el neoyorquino barrio de Harlem y las continuas broncas entre sus padres enfatiza los problemas derivados de su condición de lesbiana afroamericana y su vocación de poetisa. Su desubicación parece obvia, y sus reacciones, como cabría esperarse, la encaminan hacia un radicalismo en su comportamiento, optando por alinearse del lado de las butch —mujeres que ocultan su feminidad y adquieren comportamientos casi masculinos; lo que en castellano se suele llamar, no sin ciertas connotaciones peyorativas, la marimacho—. Tras una frustrante relación con una vecina de su misma edad, que la utiliza para apuntarse una experiencia romántico-sexual más en su currículo vital, su liberación pasará por cambiar de entorno, tratando de encontrar su sitio en el mundo para desarrollar su talento creativo.
El segundo de los dos casos mencionados, G.B.F., resulta una propuesta estimulante en su planteamiento formal y en su desarrollo argumental, ya que bajo una pátina de aparente frivolidad basada en una estética bastante kitsch, existe toda una declaración de principios. La película subvierte el típico formato de baile de instituto —y sus preparativos— para convertirlo en una sátira sobre las etiquetas sociales, donde la moda impone que las chicas más populares adopten un gbf (gay best friend), lo que iniciará una guerra entre ellas por conseguir el suyo en un instituto donde nadie se ha declarado como tal. El desliz de un muchacho armarizado hará que tres chicas populares se disputen su amistad, instrumentalizando su condición sexual. Sucesivas salidas del armario lograrán la normalización de las distintas condiciones sexuales, raciales y sociales de tal manera que dichas circunstancias personales dejen de aparecer como un problema y se conviertan en una celebración de la diferencia. No solo en su entorno académico, sino también en unos hogares donde el supuesto secreto no era tal, sorprendiendo al protagonista la sosegada y normalizada reacción de sus padres. Algo que, reconozcámoslo, no suele ser la norma habitual fuera del fotograma.