El armario transparente (y III)

Cine militante

De entre los movimientos sociales que tratan de hacer oír sus reivindicaciones y el estado de injusticia al que la mayoría y el poder le tienen sometido, el de la comunidad homosexual es posiblemente uno de los más recientes. Y es que no fue hasta los incidentes del 28 de junio de 1969 en el neoyorquino pub Stonewall Inn que no se puede hablar de una visibilidad real, pues aquellos disturbios del Greenwich Village precipitaron una corriente de respuesta ante la constante criminalización y persecución que gays, lesbianas, bisexuales y transexuales estaban padeciendo. Debido a ello, generalmente se admite que hay un antes y un después de Stonewall, estableciéndose como punto de inflexión del debate político y social que trata de ampliar los derechos y libertades que históricamente se les ha negado.

En estas últimas décadas se ha podido asistir a un revolucionario cambio de mentalidad a nivel mundial, consiguiéndose logros prácticamente impensables hace medio siglo, como son el reconocimiento de un estatus normalizado en distintos documentos oficiales de muchos países —tratados internacionales, cartas de derechos, constituciones y códigos civiles y penales— o la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. Mucho tiene que ver en todo ello la visibilidad del código que articula un lenguaje muy particular, y que hasta hace pocas décadas había permanecido encerrado en el gueto al que estaba condenada la comunidad gay. La paulatina salida del armario de este colectivo ha sido lo que ha hecho inteligible aquello que hasta el momento parecía incomprensible —o, al menos, equívoco—, normalizando la presencia tanto de sus miembros como de sus formas de expresión.

De hecho, este es uno de los primeros debates que podemos observar dentro del cine homosexual, pues su presencia en esta comunidad viene de antiguo. Tanto que ya en el Hollywood de los años treinta se pudo asistir a un duro enfrentamiento entre los que apostaban por la visibilidad y aquellos otros que preferían la reclusión, dos formas de desarrollar la identidad sexual que entran en colisión por pura lógica. Por aquel entonces, los discretos trataban por cualquier medio de mantener a salvo su secreto —que no era tal, sino más bien una realidad silenciada, aceptada por los demás siempre y cuando se guardasen las formas—, y cuya forma de vida se veía seriamente amenazada por aquellos que, haciendo uso de su libertad de expresión, trataban de flexibilizar los prejuicios a base de forzar los límites de lo que debería ser visible y lo que no. Por supuesto, la puesta en marcha del Código Hays a partir de 1934 echó por tierra toda pretensión de salir del armario, y las opciones para los miembros de la comunidad homosexual hollywoodiense se redujeron a dos: aparentar lo que no se era o salir fuera del sistema.

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«Weekend» (Andrew Haigh, 2011)

Esta dicotomía entre visibilidad y armarización se ha prolongado en el tiempo hasta nuestros días. El cine, por su carácter de arte liberal, ha evolucionado positivamente hacia una integración necesaria de su staff profesional y de las temáticas abordadas. Pero el resto de la sociedad parece haberse estancado en ciertos aspectos, y generalmente se prefiere que una persona homosexual mantenga sus signos de identidad en la intimidad, evitándose así que el paisaje cotidiano no se vea perturbado por manifestaciones hirientes que puedan considerarse inmorales. Sobre este tema trata la excelente Weekend (Andrew Haigh, 2011), al poner en escena a dos jóvenes con actitudes contrapuestas: uno que parece cómodo con la ocultación y otro que lucha por la visibilidad con el propósito de conseguir la normalización. A lo largo del fin de semana al que se alude en su título, el segundo de ellos arrastrará al primero hacia su posición ideológica y vital, mostrándole que el camino de la negación perpetúa los clichés y los prejuicios. La frescura de la cámara en mano y una sabia elección en su planificación —donde los primeros planos que definen la intimidad pasan de retratar el dormitorio a invadir los espacios públicos— establecen una conexión con una realidad que necesariamente debe ser transformada a base de valientes gestos personales.

Otro largometraje que nos habla a las claras sobre la necesidad de la visibilidad es la serbia Parada (Parada (The Parade), Srdjan Dragojevic, 2011). Un filme cuyos primeros compases pueden llevar a la confusión, pues, tras unos instantes en los que su tono apunta hacia el cine de denuncia, el argumento gira drásticamente hacia esa forma tan peculiar de comedia a la balcánica, observándose como referente insalvable el cine bizarro y caricaturesco de maestros como Goran Paskaljevic o Emir Kusturica. Su argumento desarrolla una propuesta descabellada e hilarante: por diversos avatares del destino, un antiguo paramilitar serbio debe actuar como protector de un grupo de gays que desean realizar el desfile del Día del Orgullo en Belgrado. Para ello, deberá viajar por los distintos países que componían la antigua Yugoslavia, cobrándose los favores que otros paramilitares de la guerra de los Balcanes —uno bosnio, uno albano-kosovar y otro croata—le deben por haberles ayudado a ellos o a sus familias durante la contienda. Es decir, que el verdadero peligro de esa/s sociedad/es no está en el conflicto entre etnias o nacionalidades, sino en un enemigo interior: la intolerancia de la extrema derecha ultranacionalista, intransigente con compatriotas a los que utilizan como cabezas de turco para mitigar sus frustraciones sociales y políticas. Su final será dramático, pero también aportará un rayo de esperanza para poder afrontar el futuro.

La valentía de los diferentes protagonistas de estas dos películas nos invitan a reflexionar en torno a una tercera, puesto que la actitud visiblemente desprejuiciada de los azafatos de Los amantes pasajeros (Pedro Almodóvar, 2013) camina directamente en su misma dirección. Más allá de lo acertado o no de su metáfora en torno a la realidad de un país, España, azotado por una crisis poliédrica —la economía, la política o las relaciones sentimentales no escapan a ella—, su estética decididamente camp y la despreocupada desarmarización de sus mariquitas —por no hablar del cambio de rumbo sexual de los dos pilotos del avión— hacen de su propuesta toda una declaración de intenciones, elevando sus exposiciones vitales a la categoría de manifiesto político sobre la necesidad de la visibilidad. La pluma se convierte así en un acto deseado, una circunstancia que resta importancia a los gestos a través de una intensa dramatización, situando las opciones vitales por encima de sus señas de identidad, pues su voluntaria exageración basada en una inicial tensión conduce —o, al menos, debería— hacia su paulatina superación.

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«Los amantes pasajeros» (Pedro Almodóvar, 2013)

Y es que, a poco que se piense, hemos de convenir que aceptar al homosexual siempre y cuando no exteriorice su condición a través del dramatismo, la teatralización de las actitudes o la exteriorización de la pluma, es también homofobia. La incomodidad es un indicio de intolerancia, pues, en el caso de un gay, el desagrado que produce su visibilidad se liga con su tendencia sexual, algo que ni de lejos se presenta al valorar en la misma medida a un —otro— heterosexual. La tensión se produce entonces en la cabeza del que desprecia, por cuya imaginación circulan imágenes habitadas por la lascivia, las perversiones y las conductas insalubres —cuando la realidad puede ser otra muy distinta, y las prácticas amatorias entre los personas del mismo sexo pueden ser tan aburridas y convencionales como las de cualquier matrimonio heterosexual—, convirtiéndose entonces la diferencia en un problema antes que en un valor.

Esta visibilidad, que suele tener graves consecuencias en entornos hostiles —la muerte como meta común tanto en Parada como en la ya mencionada Azul y no tan rosa, donde la comunidad GLBT venezolana tiene aún mucho camino por delante antes de la plena aceptación—, supone un recurso necesario para la consecución de objetivos concretos, generando un estado de opinión tal que los propósitos de antaño no sean tanto un derecho, sino que además se conviertan en un compromiso ético, un deber que la sociedad ha de afrontar para que la igualdad que otorga la democracia no sea conculcada. Así, uno de los temas que ha sido históricamente caballo de batalla para el movimiento homosexual, como es el del matrimonio entre personas del mismo sexo, también ha ocupado el argumento de varias películas en los últimos años, reclamando la necesidad de tal derecho allí donde aún no se reconoce.

Para ilustrar cómo ha sido el asunto hasta fechas muy recientes, el biopic sobre Liberace, Behind the Candelabra (Steven Soderbergh, 2013), no solo nos ofrece las vicisitudes de uno de los amoríos de este gran artista, sino también cómo la ausencia de una base legal sobre la que asentar cualquier relación conduce a un final amargo y lleno de rencor, al no poder establecerse con claridad el reparto de roles entre víctima y verdugo que se suele adjudicar cuando el amor, la pasión y/o el capricho desaparecen, dejando paso a los abogados. Una situación de vacío legal que también padecen las dos ancianas de Cloudburst (Thom Fitzgerald, 2011), dos mujeres que llevan viviendo juntas los últimos treinta años pero que, debido a la injerencia de la familia de una de ellas, toman la decisión de escapar hacia el norte, tratando de alcanzar territorio canadiense para formalizar su relación. Su final indicará a los espectadores que la falta de asistencia institucional puede tener consecuencias tan trágicas como irreversibles.

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«Behind the Candelabra» (Steven Soderbergh, 2013)

En estos tres últimos años también ha saltado a la palestra otro tema polémico —más incluso que el del propio matrimonio—, como es el de la concepción y crianza de hijos por parte de parejas del mismo sexo. Una situación novedosa que trata de reflejar Gayby (Jonathan Lisecki, 2012), un intento de forjar los parámetros de la nueva comedia gay insertando en su trama el amplio abanico de la pansexualidad, habitada por «osos», mariliendres y padres de familia armarizados, todos ellos con las hormonas desatadas. Una muestra de la variada fauna urbanita y liberal que habita el Nueva York de nuestros días, de las nuevas formas de vida y de entender la familia, donde nadie debe sentirse molesto si se aceptan de buen grado los términos del contrato propuesto. Todo un alarde de buenrollismo sobre las nuevas categorías sociales —el propio vocablo gayby procede de unir los términos gay y baby—, donde ni siquiera las iniciales frustraciones pueden empañar el inevitable final feliz que restaure el equilibrio emocional.

Sin embargo, sobre este tema preferimos quedarnos con la excelente Any Day Now (Travis Fine, 2012), una bella, tierna y dolorosa historia en la California de finales de los setenta sobre el calvario de una pareja homosexual para conseguir la custodia de un muchacho con síndrome de Down que es reiteradamente desasistido por su madre biológica. Una odisea vital que marca el abismo existente entre legalidad y sentido común, y donde la lucha entre el sistema y los individuos deja las cunetas sembradas de víctimas inocentes, producto de la intolerancia y los prejuicios. La película retrata una sociedad en trámites de evolucionar, donde el objetivo de los protagonistas no es acabar la homofobia dominante, sino conseguir la necesaria y deseada normalización legal que les permita conseguir la felicidad. Como vemos, bastante se ha avanzado desde entonces, aunque mucho queda por conseguir.

Muchos otros serían los temas de denuncia que han sido reflejados en distintas películas, atendiendo a la demanda social que sobre cada uno de ellos existe en nuestro presente. Así, por ejemplo, la condición sexual del profesor protagonista de la ya mencionada The Green será determinante para ser condenado preventivamente por la comunidad en la que habita, negándosele la presunción de inocencia en un supuesto caso de abuso hacia un menor —unos parámetros argumentales que lo emparentan con la posterior La caza (Jagten, Thomas Vinterberg, 2012) en más de un aspecto—. O cómo durante los años ochenta los homosexuales fueron considerados ciudadanos de segunda categoría, siendo utilizados para la experimentación médica —con la connivencia de las autoridades sanitarias—, tal y como lo expone Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013). O los problemas de adaptación y aceptación de todos aquellos individuos que han nacido con una genitalidad con la que no se reconocen, y que deciden cambiar su sexo, dejando atrás toda una vida para afrontar una nueva, y que están representados a través de películas como la británica Albert Nobbs (Rodrigo García, 2011), la francesa Tomboy (Céline Sciamma, 2011), la canadiense Laurence Anyways (Xavier Dolan, 2012) o la finlandesa Open up to Me (Kerron sinulle Kaiken, Simo Halinen, 2013), y que formarían un grupo aparte y muy diferente de las peculiaridades en torno a la homosexualidad, puesto que la identidad sexual conlleva su propia idiosincrasia.

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«Laurence Anyways» (Xavier Dolan, 2012)

Sin embargo, hoy en día, además de ser contestatario a partir de la elección de los temas más controvertidos que se acrisolan en el seno de la sociedad, también se puede observar una nueva tendencia muy interesante a partir de la elección del formato en el que se realizan determinados largometrajes, puesto que las restricciones presupuestarias están llevando a una buena cantidad de ideas a refugiarse en la actual tecnología —como hasta hace un par de décadas lo hacía el video casero, y otro par de décadas atrás lo ocupaba el formato Super-8—, generándose lo que puede definirse como subcultura digital. Aquí los límites de la representación son celebrados como una liberación sobre la tiranía impuesta a partir del sistema de producción tradicional, y las experiencias y sentimientos son contados en primera persona por sus protagonistas. No se trata de un cine underground que adquiere un formato cuasi documental al estilo del de John Cassavetes, o incluso aquel practicado por John Waters, que se definía a través de lo grotesco y una consciente falta de control sobre lo que acabaría apareciendo en la pantalla. El cine gay de la subcultura digital pretende comunicarse directamente con los aludidos como una forma de reflejar fielmente distintas problemáticas sociales y emocionales en torno a la condición homosexual en el mundo actual. Debido a ello, estas películas no tienen la necesidad de ser condescendientes con el espectador heterosexual, mostrando con amplia libertad comportamientos homófilos que, en otras circunstancias, perturbarían la contemplación heterosexista.

Así, de entre las películas que han adoptado —voluntariamente o por pura necesidad— esta tendencia formal, podríamos destacar dos que, por su trascendencia, pueden representar al conjunto. eCupid (J.C. Calciano, 2011) puede aparecer ante los ojos de esa entelequia llamada espectador medio —al que se le presupone fácilmente como heterosexual— como una comedia con poca gracia, algo ñoña y bastante cursi, repleta de maricas frívolas y musculocas al borde del ataque de nervios en medio de un argumento que parece la versión con pluma de Tienes un e-mail (You’ve Got Mail, Nora Ephron, 1998), ahora con aplicaciones para el smartphone como motor de la acción. Pero su trascendencia para la comunidad gay estriba en su capacidad para hacer aparecer a dos homosexuales con los mismos problemas conyugales que la parte hetero de la población, para los cuales la rutina lleva al aburrimiento, y de este a la infidelidad parece haber un solo paso. De hecho, su necesario reencuentro final no deja de tener cierta retranca, pues se produce por obra y gracia de una camarera interpretada por Morgan Fairchild, paradigma devorahombres de los años ochenta que, con el paso del tiempo, se ha convertido en un auténtico icono gay, en cuyo cine suele aparecer como facilitadora del encuentro homosexual —pues también aparece en el ya mencionado film lésbico A perfect Ending con el mismo propósito—.

El mejor ejemplo que se puede encontrar en relación a esta subcultura digital que está en marcha lo encontramos en Going Down in LA-LA Land (Casper Andreas, 2011), un filme cuya textura se puede confundir con lo amateur por sus severas deficiencias dramáticas, interpretativas y argumentales, pero que retrata a la perfección las dificultades de cumplir el sueño de Hollywood: el periplo de un muchacho recién llegado a Los Angeles desde Nueva York para triunfar en el cine, pero que debe conformarse con convertirse en estrella del porno. A pesar de la sordidez del asunto, el tema está tratado con cierto desenfado, sobre todo porque el mundo hetero parece igual de difícil y decadente que el gay, ya que en ambos se ha de recurrir a los favores sexuales por pura supervivencia. Así, la promiscua vida del chapero retoma cierto malditismo de épocas pasadas, donde era utilizado como forma de protesta y reivindicación contra la exclusión social a la que era empujado el homosexual.

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«Going Down in LA-LA Land» (Casper Andreas, 2011)

Su desenlace pasará por el romance con una estrella televisiva armarizada, por la depresión que al protagonista le causará el escándalo generado por su anterior pertenencia al porno gay —coqueteo con el suicidio incluido— y por la final aceptación de la condición sexual de su amado, quien saldrá del armario ante los paparazzi. Como casi siempre, el final del cine gay bascula entre la felicidad —aceptación, normalización, desarmarización— y la infelicidad —rechazo, ostracismo, marginalidad, muerte—. Aquí se opta por el final feliz, sobre todo porque la propuesta puede leerse como si de una versión queer y profundamente homoerótica de El mago de Oz se tratara, pudiéndose observar un acertado reparto de roles entre sus protagonistas, donde el papel de la bruja mala está reservado para Judy Tenuta. Lo cual no deja de tener su gracia.

Pequeña reflexión final

No sabemos si se sufrirán las mismas consecuencias sobre declararse gay que sobre declararse amigo de los gays, pues para algunos miembros de nuestra sociedad la comprensión y el acercamiento positivo a determinados temas pueden provocar la misma condena que la pertenencia a ellos. Sin embargo, la radical actitud que conlleva el compromiso democrático, donde el silencio o las medias tintas acaban por comportar una bastarda complicidad, nos llevan a muchos a aceptar el reto y la posible penitencia derivada de estar al lado de aquellos a los que, por su condición —buscada o encontrada—, se les maltrata, humilla y/o margina, impidiéndoles forma parte del conjunto de una forma libre y normalizada.

Hemos de reconocer que cada cual ha de encontrar su voz y su momento, sin ser presionado para ello, pues no todo el mundo está dispuesto a aceptar las nefastas consecuencias que puede acarrear tomar una decisión en un entorno hostil. «Siempre habrá que tener en cuenta que la decisión puede afectar negativamente una carrera, pero el horizonte político no puede consistir en defender el derecho al armario, sino en defender el derecho a estar fuera de él sin que se tenga que pagar un precio» (Alberto Mira: Miradas insumisas, Editorial Egales, Madrid, p. 448). Y es que de forma general aplaudimos la valentía de quien sale del armario o de quien habla abiertamente, de la misma manera que animamos a los manifestantes de otros países que se juegan la vida por sus ideales o lanzamos proclamas brabuconas sobre lo que hubiésemos hecho en tal o cual guerra. Pero lo cierto es que hay que luchar en la trinchera y no en la retaguardia, desde donde se anima a la valentía con el comodín de la seguridad. El verdadero activismo, como dijo Fassbinder, ha de hacerse en la calle.