Hannibal: Del asesino como artista

Sobre la representación de los homicidios

Desde la humorada, con la ironía británica que le caracterizaba, Thomas de Quincey incidía, en su imprescindible Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, en la necesidad de la ficción criminal —al menos, si quiere evitar el impacto visceral de la crónica de sucesos—, de estilizar la narración de los homicidios para eludir la terrible vulgaridad de la realidad, mostrando «algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro», por lo que «el diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza». No es casual que algunos de los largometrajes más perturbadores que se han acercado al universo de los serial killers, como El estrangulador de Boston (The Boston Strangler; Richard Fleischer, 1968), Henry: Retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer; John McNaughton, 1986) o Zodiac (íd.; David Fincher, 2007) sean aquéllos que se han atrevido a mostrar los asesinatos de forma más cruda, más desnuda –subrayando así el miserabilismo de los mismos y la fragilidad de la vida humana: cfr. el ataque junto al lago del filme de Fincher, y cómo combina las tomas fijas sobre trípode con un uso extraordinario del sonido–. Nada que ver, por ejemplo, con el espectáculo, la coreografía de los homicidios de los (mejores) gialli, que se aproximan a la representación morbosa del Théâtre du Grand-Guidnol para, de alguna manera, darle a la víctima una presencia narrativa más fuerte, menos pasiva, de la que tendría en la realidad; algo que han heredado todas las ficciones que han bebido del terror italiano, sea el slasher post-Viernes 13 (Friday the 13th; Sean S. Cunningham, 1980) o el torture porn derivado del éxito de Saw (íd..; James Wan, 2004).

En su universo literario previo al éxito taquillero de El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs; Jonathan Demme, 1991), Thomas Harris se acercaba a Francis Dolarhyde, a Jame Gumb e incluso al propio Hannibal Lecter desde una perspectiva bastante miserabilista, fiel a una visión más o menos realista de la criminología: salvo excepciones puntuales, los psicólogos forenses caracterizan a los asesinos en serie como personas de coeficiente intelectual más bien bajo, carácter impulsivo –incluso los inscritos en la categoría de organizados según el FBI, asesinan por la sensación visceral de placer y/o de poder que obtienen de ello– y problemas graves de autoaceptación que, a menudo, les lleva a refugiarse en mundos propios. Sin embargo, el salto al estrellato de Lecter con el rostro de Anthony Hopkins, y la obligación de darle continuidad a un personaje concebido como secundario de lujo, llevó a Harris a cambiar de tercio en Hannibal (1999), potenciando el tono de melodrama operístico y aumentando las dosis de violencia grandguignolesca, con la intención de convertir al personaje nacido en El dragón rojo (1981) en un antihéroe con el cual el lector pudiera empatizar. Algo que entendió perfectamente Ridley Scott, así como sus dos guionistas, David Mamet y Steve Zaillian, cuando en Hannibal (íd.; 2001) se alejaron de forma consciente de la sobriedad de Demme, apostando por un tono giallístico —rebajando, eso sí, alguno de los detalles más delirantes de la novela original— que realzaba la (terrible) belleza de los asesinatos cometidos por el personaje de Hopkins. Algo que imitó, con una torpeza digna de lástima, Hannibal: El origen del mal (Hannibal Rising; Peter Webber, 2007), derivado de un libro todavía peor de un Harris despistadísimo —que llevaba el tono melodramático de su anterior obra a extremos insufribles—, comandada por un director incapaz de reconducir semejante material.

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A la hora de llevar a la pequeña pantalla la obra de Harris, Bryan Fuller podía haber optado por mantenerse fiel a la sequedad de las novelas originales —sobre todo la que realmente ha servido como base a Hannibal (íd.; 2013-?. NBC), El dragón rojo—, pero ha tomado la arriesgada decisión de acercarse más a la visión del personaje de Scott. Consciente de que procedurals psicopatológicos como Mentes criminales (Criminal Minds, 2005-?. CBS) ya han explotado a fondo el legado del largometraje de Demme (y los derivados del mismo), el showrunner ha preferido mantenerse fiel a su propio imaginario personal, desarrollado desde lo cómico en Tan muertos como yo (Dead Like Me, 2003-2004. Showtime) y Criando malvas (Pushing Daisies, 2007-2009. ABC), abordando el negrísimo universo literario de Harris aboliendo cualquier intención realista, estilizando la narración —con la vista puesta, según confesión propia, tanto en Stanley Kubrick como en David Lynch— hasta convertir los crímenes que investiga Will Graham (Hugh Dancy) en poco menos que pequeñas obras de arte. Remontándose a la tradición de killers de giallo con tendencia a crear puestas en escena para sus crímenes, como los de El asesino ha reservado nueve butacas (L’assassino ha riservato nove poltrone; Giuseppe Bennati, 1977) o Aquarius (Deliria; Michele Soavi, 1987), que tan bien explotó David Fincher en su seminal Seven (Se7en, 1995), Fuller ignora de forma consciente la realidad confirmada por los psicólogos forenses de entidades como el FBI, y convierte a todos sus homicidas en algo así como creadores (inconscientes o no) que encuentran en el crimen la forma de expresar su tormento interior. En su caso, no se trata tanto de la sensación de poder que les transmite jugar con las fuerzas del orden como la concepción del «impulso de asesinar» como una especie de arrebato creativo extremo, poco menos que una iluminación personal que abre para el susodicho —algo que explora con gran perversidad el episodio Naka-Choko de la segunda temporada, no por casualidad uno de los dirigidos por Vincenzo Natali—, en cierta manera, una nueva visión del mundo que le impele a crear performances cada vez más complejas a base de cadáveres.

Es, precisamente, en esa última temporada emitida en Estados Unidos donde el showrunner, de alguna manera, revela sus cartas creativas: me refiero sobre todo al episodio Mukozuke, donde aparece el cadáver de Beverly Katz (Hetienne Park) seccionado como en una de las polémicas instalaciones de Damien Hirst —referencia que ya aparecía, de forma indirecta, en Kaiseki, ya que la composición concéntrica de cadáveres en el silo se asemeja a las pinturas caleodoscópicas del británico—, cuya obra se caracteriza, precisamente, por su obsesión por la muerte, y por el empleo de la misma como material artístico: no en vano, explicaba que concibe «la vida y la muerte como blanco y negro. Si la vida es blanco, la muerte es negro. Intentar explicar o imaginar la muerte es como imaginar el color negro usando solamente el blanco. Es imposible entenderla, es lo mismo, pero opuesto». Lo que conecta con otro de los influjos creativos fundamentales para la serie, el de los perturbadores collages fotográficos de Joel-Peter Witkin, que seguramente sea todavía más capital a la hora de desarrollar (y entender) la puesta en escena de los asesinatos en Hannibal, sobre todo porque su utilización de los difuntos como paleta creativa es incluso más extrema, más perturbadora, que la de Hirst. Al fin y al cabo, el fotógrafo neoyorquino, en la evolución/progresión de sus perversiones personales, se trasladó a México para poder utilizar cadáveres reales como base creativa para sus fotografías —lográndolos de forma poco legal en morgues locales—, lo que, desde la moralidad convencional, no está tan lejos de cómo los serial killers de Fuller convierten sus asesinatos en un medio a partir del que lograr el material de base que les permitirá continuar con su obra creativa. El concepto de la muerte de los homicidas está condicionado por un desequilibro mental —no todos son psicópatas como Lecter, sino que algunos de ellos son víctimas de brotes psicóticos— que les lleva a concebirla, como Hirst y Witkin desde una perspectiva más controlada, menos patológica, como una fuente de nueva vida, si se quiere, como el comienzo de algo nuevo: en ese sentido, es difícil no pensar en la obra Harvest, del fotógrafo estadounidense, al recordar al hombre árbol del episodio Futamono.