Que viene el lobo
No tiene colmillos pero sí una aviesa sonrisa lobuna. No se alimenta de carne humana, pero el asesinato es la más refinada de sus artes. Lorne Malvo es un agente del caos, un lobo con piel de lobo, la encarnación del mismísimo demonio. Desde la primera imagen de Fargo (íd., Noah Hawley, 2014-. FX), con Malvo conduciendo un coche en medio de un paisaje nevado, su personaje desarrolla un despliegue pocas veces visto de malévolas estrategias, asesinatos a sangre fría y pequeñas artimañas destinadas a liberar el mal presente en cada uno de los desdichados que se cruzan en su camino. Como bien le explica a Gus Grimly en su primer encuentro, los dragones ya no salen en los mapas, pero está claro que todavía existen. Y llevan flequillo.
Lorne Malvo mira por encima del hombro, con gesto despreciativo, a todos esos villanos que se quieren vengar del héroe de turno. Hombres iracundos y provistos de un plan maestro lleno de agujeros, con o sin sentimientos, motivaciones y puntos débiles. Tampoco están a su altura aquellos que se toman demasiado en serio a sí mismos, los malos de toda la vida, que pretenden acabar con el mundo porque son unos incomprendidos o han sufrido tanto que ya nada les consuela salvo el exterminio de la raza humana. El plan de Malvo (asesino a sueldo, filósofo, depredador) es modificar la conducta de los incautos que caen bajo su influjo. O, visto desde otro punto de vista, desencadenar el destino, revelar la auténtica verdad en el interior de sus víctimas. Una simple mirada, unas cuantas palabras, y desgraciados como Lester Nygaard son capaces de llevar a cabo las más insospechadas atrocidades para dar un vuelco a sus aburridas existencias.
La poca humanidad que deja traslucir Billy Bob Thornton en su encarnación del Mal se vislumbra cuando Malvo se topa con situaciones imprevistas y personajes que le plantan cara: el encuentro con el vecino judío que vigila el barrio en el que viven Gus y Greta, la conversación con Lou Solverson en la cafetería. Ahí se tuerce su gesto, se atisba en sus ojos una ira sin límites y toda la violencia contenida que pugna por salir de su cuerpo y hacerse real. El otro síntoma que lo humaniza es esa maleta que lleva siempre consigo con las grabaciones de gente como Lester, un equipaje que le otorga un pasado lleno de similares damnificados. Es un medio para manipularlos a su antojo, pero también es su secreto disfrute de voyeur. Malvo escucha las cintas, una y otra vez, como quien mira a través del ojo de la cerradura del alma humana. Pero lo que verdaderamente convierte a Malvo en un personaje memorable es el visible placer que siente con el mal que provoca a su alrededor. Se deleita haciendo observaciones irónicas sobre el trágico destino de sus víctimas o haciendo caer sobre Stavros Milos las plagas bíblicas, una detrás de otra. Saborea las desgracias ajenas como el hombre más genuinamente malvado que ha dado la televisión contemporánea.Y nos hace partícipes de su disfrute.
Llevando a cabo las mismas tácticas que el Lobo de los cuentos infantiles, nuestro villano es todo un artista del disfraz. Cuando lo necesita, ya sea por instinto de supervivencia o para preparar un nuevo encargo, Malvo se convierte en el cura Frank Peterson o en Mike el dentista. Unas gafas y un tinte de pelo, un nuevo acento o inflexión en la voz, es lo único que necesita para ser visto como un tipo inofensivo, incluso digno de aprecio y amistad. Pero también demuestra que está dispuesto a cualquier cosa, incluso a tirar por la borda un plan de seis meses, con tal de demostrarle a fulanos como Nygaard que su maldad no conoce límites y su poder no tolera desafíos. Un ascensor lleno de cadáveres es buena prueba de ello. Molly Solverson se pasa gran parte de la temporada advirtiendo a su superior y a sus conciudadanos «que viene el lobo», pero nadie parece hacerle caso. Quizá porque Malvo es un enigma en movimiento, un fantasma que aparece y desaparece sin dejar rastro. Hay algo sobrenatural en su presencia, en sus gestos pausados, en su convencimiento de que nada ni nadie le puede parar. Él no es otro que el Ángel Exterminador, capaz de cepillarse fuera de campo a todo un edificio lleno de mafiosos en la secuencia más portentosa de toda la serie.
Si hacemos caso a Noah Hawley, showrunner de Fargo, uno de los puntos clave de la serie es el encuentro entre la civilización y la naturaleza salvaje. Malvo, representante de lo atávico, hambriento cocodrilo en una charca repleta de criaturas indefensas, rechaza las normas impuestas, como demuestra el ilustrativo diálogo con la dueña de un motel. Él invita, como señala el cartel del sótano de Lester, a hacerse la pregunta «¿Y si los demás son los que están equivocados?». ¿Y si todo lo que llamamos civilización no es más que una desnaturalización de lo que en verdad somos? ¿Por qué esconder nuestros instintos, por qué reprimir nuestras tentaciones? «Tu problema es que has pasado toda la vida creyendo que hay reglas. No las hay. Éramos gorilas», le dice Malvo a Nygaard en uno de sus primeros encuentros, tratando de despertar al cobarde y despreciable primate que luego demuestra ser.
Malvo, pese a acabar como el cazador cazado, es el auténtico triunfador de Fargo. Su hermano lobo, fuera de la cabaña, le mira fijamente y él sabe que ha llegado su fin. Sin embargo, suya es la victoria, sonriente mientras Gus Grimly le acribilla a balazos, con su víctima desarmada e incapaz de defenderse. Su éxito póstumo consiste en haber convertido al apocado policía en uno más de su manada, alguien con la suficiente rabia y miedo en el cuerpo como para esperar durante horas a su presa y acabar con ella como quien sacrifica a un animal herido. El que gana finalmente no es otro que el lobo feroz (el coco, el hombre del saco, Satanás) un hombre malvado con el aura de un ser del inframundo, cuya postrera sonrisa no dice adiós, sino hasta pronto. Nos veremos en el infierno.