Fargo. El hombre sin alma

Entre Bemidji y Duluth

¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma?
¿Qué sentido tiene decirle nada?
Cormac McCarthy

Incomprensión y vulnerabilidad. En la obra de los Coen la una lleva a la otra cada vez que alguno de sus apocados protagonistas se revuelve contra cualquier clase de instancia superior. Puede ser el destino, en sentido figurado o como una herencia religiosa, o puede ser la dificultad de mantenernos a flote con una vida excesivamente racionalizada. Tarde o temprano, algo hace clic en el interior de sus héroes y la realidad comienza a desmoronarse. Fargo, la serie producida por FX Channel, es al mismo tiempo una derivación y una relectura del universo coeniano. Una ampliación del mapa que nos permite observar, capítulo a capítulo, la naturaleza de sus criaturas, personajes marcados entre la amoralidad y la indiferencia, entre la fortuna y la desgracia.

Lester Nygaard (Martin Freeman) es de esa clase de personas que miran al mundo con la cabeza encogida entre los hombros y el paso precavido sobre la nieve para no resbalar. Lo imaginamos en casa mientras recorta el cupón de una revista o se calienta las manos en un gesto que parece propio de un tic nervioso. Un tipo normal y corriente, de esos que aparecen en la cuarta fila en la foto de la promoción; carne de futura conmiseración, prototipo de héroe coeniano. La vida que lleva, de casa a la oficina, dibuja esa realidad mediocre que, ante su falta de alternativas, palia con tontas escapadas mentales que lamen las heridas de su maltrecho ego. Hay quien se resigna y hay quien maquina la mejor forma de devolverle a la vida todos los golpes que ha acumulado; hay quien acepta el papel de patán bonachón y quien maldice no tener la oportunidad, por una vez, de pasar al otro lado del espejo.

Noah Hawley, el creador de la serie, sabe que cuando se junta la fortuna con la moral surge una combinación letal. Todo lo que la segunda no puede, la primera lo favorece por una serie de carambolas y circunstancias; es, por así decirlo, lo más parecido a un pacto fáustico que firmamos para quitarnos de encima la losa del fracaso. En Fargo, Lester cierra un contrato con Lorne Malvo (Billy Bob Thornton) en el mismo momento en el que lamenta su cobardía patológica frente a un antiguo abusón. El dolor de su nariz rota anula, por unos segundos, la sensación de entregarse a sus rincones más oscuros, a revelar ante un desconocido esa naturaleza secreta que esconde bajo las costuras de buen vecino y empleado eficiente. El golpe contra el cristal que le ha dejado la cara hecha un poema se transforma, tras conocer a Lorne, en un golpe de suerte. Esa pequeña fortuna que sonreirá a Lester en forma de ajuste de cuentas es, sin embargo, un minúsculo paso hacia su ruina moral. La serie solo tiene que plantar la cámara frente a él para registrar su progresivo envilecimiento.

Bemidji y Duluth, los dos pueblos en los que se desarrolla la acción de Fargo, están llenos hasta la bandera de papanatas; da igual si estos son representantes de la ley, vecinos insufribles o reyes de la pequeña y mediana empresa. La sensación es que unos y otros extienden ese manto de apatía y decepción sobre todo lo que hacen, pues confían su éxito a la fortuna antes que al trabajo. He ahí el personaje de Stavros Milos (Oliver Platt), magnate de los supermercados acechado continuamente por una deuda con ese Dios que le concedió su fortuna y que cualquier día se la puede quitar apelando a alguna plaga bíblica. O el Sheriff Oswalt (Bob Odenkirk), un bobalicón incapaz de seguir una pista, para quien la ley en Bemidji equivale a vigilar que la máquina quitanieves haga su ronda por los diferentes sectores de la zona. El problema, señala Hawley, radica en el cortocircuito que esa actitud produce al enfrentarse ante personajes como la agente Molly Solverson (Allison Tolman), la imagen de otro tiempo y de otro temperamento, que confía la suerte a su intuición y el resultado a sus pesquisas.

Los Coen siempre han tenido debilidad por esos personajes mefistofélicos a los que, con solo concederles un palmo de terreno, destruyen cualquier sensación de seguridad. Lorne Malvo podría ser una mezcla entre el Charlie Meadows de Barton Fink (íd., 1991) y el Anton Chigurh de No es país para viejos (No country for old men, 2007); un extraño amigo y un hombre sin alma; un mazo ejecutor y el extracto de la hipoteca que hemos firmado con nuestra moral. Una vez le dejamos hacer, ya no hay vuelta atrás. Sin embargo, el mérito de Hawley consiste en no ceder al magnetismo de un personaje como el de Malvo para describir al auténtico hombre sin alma de Fargo: Lester Nygaard. Los Coen nos han acostumbrado a escuchar relatos de hombres que no estuvieron allí o que llegaron en segundo lugar, de fracasados que allanaron el terreno para el éxito de los otros o cínicos que se hundieron en la miseria. Como le sucede a Lorne, Lester es, también, una mezcla de todos ellos. Un pobre con piel de demonio, alimentado con sus frustraciones, que no sabe vivir en paz porque cada éxito es tan solo una tirita aplicada sobre una gigantesca herida abierta.

Pocas series pueden presumir de tratar con tanta ironía (y con tanto acierto) la propia naturaleza de los hombres, la ira, la frustración y el gusto por autocompadecernos. En Fargo, cada vez que Lester se hunde más y más en su laberinto, la cámara le sigue como quien filma una borrachera: extático, satisfecho porque por fin puede hacer el mal sin que le toquen las narices; seguro, como si de un puntapié le hubiesen aupado hacia el Olimpo; pragmático, porque es ese y no otro el mejor vehículo para conducir la moral en tiempos de crisis y cálculo. Como en un fin de semana salvaje en Las Vegas, la nueva vida de Lester es una fiesta que acumula argumentos para una resaca antológica. Pero, también, es un pequeño relato que descubre las vergüenzas de un lugar, entre Bemidji y Duluth, en el que todos confían su suerte a la misma combinación ganadora.

El paso titubeante de Lester contrasta con el caminar serpenteante de Lorne, y Hawley narra su extraña relación como si se tratase de un enamoramiento; hay un punto en el que el vendedor de seguros quiere eclipsar al asesino silencioso, al benefactor que le ha ayudado a descubrir su rostro miserable. Más que un ajuste de cuentas, se trata de ese acceso de vanidad, de ceguera momentánea, en la cúspide del poder. Todo lo que Lester ha deseado lo ha tenido, ¿por qué no la cabeza de su ángel de la guarda? No hay nada más peligroso, por inestable y fugaz, que el capricho de la ambición. Pese a que Lester lo consigue todo, empezando por el respeto, hay algo en su interior —el remordimiento convertido en ira— que le exige cobrarse la vida de Lorne para cerrar el círculo.

Algunas de las películas de los Coen describen un círculo para narrar la historia de esa derrota inevitable que sacude a sus protagonistas. Fargo, la serie, no es una excepción. Como buen relato sobre la moral, camina en círculos mientras nos hace creer que sus personajes realmente avanzan, progresan y maduran en un terreno demasiado accidentado como para conseguir grandes objetivos. Desde el mismo momento en que Lester balbucea un sí ante la pregunta de ese extraño hombre que conoce en la sala de espera del hospital, tiempo y relato se pliegan en un círculo vicioso que, tarde o temprano, se convertirá en el agujero por el que caerá la propia historia. Por el camino, Hawley dibuja un retrato de incomprensión y vulnerabilidad, de cinismo y mezquindad, a través de un héroe que secretamente quiere ser un villano; una triste caricatura que sueña con hacer realidad los mensajes optimistas que lee en los carteles mientras hace la colada, pero que está condenada a esconder detrás de ellos cada prueba de su degradación: un martillo, una pistola o la misma moral. Y es que en el plano final de la primera temporada resuena el eco de aquella pregunta: ¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma? ¿Qué sentido tiene decirle nada?