Lucy

La ficción no necesita plegarse a las condiciones de lo real. En tanto toda obra de ficción crea sus propias condiciones de verdad, una realidad cortada a su medida y necesidad, pretender juzgar la verosimilitud de una obra de ficción por lo que es posible o imposible en nuestro mundo es, en el ámbito crítico, un absurdo criminal; toda ficción es, bajo toda circunstancia, un mundo posible que origina sus propias reglas internas. Lo que es real en nuestro mundo no tiene por qué serlo en el de las películas, pero la coherencia interna y las reglas del cine funcionan igual a uno u otro lado de la pantalla.

Cualquier crítica que pretenda esgrimir que Lucy (íd., Luc Besson, 2014) tiene algún problema de base por la falsedad de su premisa, la idea de que los humanos utilizamos solo un 10% de nuestro cerebro, se perderá en el detalle inane, en el concepto regidor de lo que es verdad dentro de la lógica interna de la ficción aunque sea falso en nuestra dimensión, y no en el fondo que explica por qué la película es un fracaso. El árbol decrépito no le dejará ver el bosque en llamas. Si obviamos la premisa, es fácil comprobar cuáles son los problemas de la película: técnicamente es un desastre, con problemas de montaje que claman al cielo; el guion es endeble y lleno de agujeros, lo cual hace que la labor de sus actores sea ridícula e infructuosa; y la publicidad que se le ha dado es engañosa, pues se vendió como una película de acción lo que es un pseudothriller superheroico con escenas de acción. Y sin embargo, funciona.

Si aceptamos el juego de Luc Besson, si logramos abstraernos de todo lo que sabemos de cualquier rama de conocimiento —renunciando, además, a comprender nada en el proceso—, el resultado es gratificante. Lejos de la idea clásica de cine de acción, la película nos va llevando a través de una exhibición constante de poderes mentales de Lucy, una Scarlett Johansson mucho más creíble como heroína cuando se enfunda en el traje de la Viuda Negra, y sus explicaciones científicas, que puedan llegar a ser abstrusas. Al final todo se resuelve a través de una desconcertante concatenación de deus ex machina, en la forma de una Lucy todopoderosa, que aniquila toda posible tensión de la historia; como al enfrentarse a un guion de Superman, lo problemático de escribir sobre un ser básicamente invencible es que todo reto es siempre un trámite. Es la historia del ascenso de un ser humano hacia la divinidad, con ecos filosóficos y estilísticos à la Matrix (íd., Andy Wachowski y Lana Wachowski, 1999), que hace aguas en el ámbito narrativo por su incapacidad para hacernos creer que existe algún obstáculo real para un ser que domina el absoluto.

La película se sostiene bajo el increíble poder que emana de Lucy. Como entidad todopoderosa, émulo femenino del Dr. Manhattan de Watchmen (íd., Zack Snyder, 2009), resulta fascinante: no tiene un conocimiento absoluto dado de cero, heredado por el accidente que le concede sus poderes —problema clásico en los superhéroes, que parecen haber nacido con el conocimiento explícito de los límites intrínsecos a su don—, sino que va descubriendo sus fronteras a través del aprendizaje sistemático a lo largo de la película. Es una película sobre la creación de una diosa en prácticas.

En ese sentido, su intensidad dramática radica en la imposibilidad de conocer el siguiente estadio de conocimiento que alcanzará la protagonista en cada ocasión particular. Entre escenas de acción torpes y explicaciones abstrusas, lo más interesante no es el conocimiento que adquiere Lucy respecto a la existencia, el cuál o bien no nos resultaría cognoscible o carecería de sentido por pertenecer a la lógica de otro mundo posible, sino cómo eso la va alejando de la humanidad. Y contra todo pronóstico, cómo eso nos ayuda a empatizar con ella. Cuanto mayor es su poder más desconectada está del mundo, más cerca de la divinidad está, y por alguna razón tenemos más facilidad para sintonizar con una diosa que con una humana. Puede conocer la implicación de todo cuanto ha ocurrido, discernir cada pequeño detalle del universo, pero para ello debe renunciar a su humanidad; para conocer la existencia debe tomar distancia de ella, trascenderla para poder conocerla en profundidad.

Este discurso no es, ni mucho menos, novedoso en el ámbito del cine. El caso más próximo sería el de Ghost in the Shell (Kôkaku Kidôtai, Mamoru Oshii, 1995), que desarrollaría el mismo pensamiento desde una perspectiva completamente invertida: donde el Marionetista necesita trascender su condición maquínica —convertirse, en cierto grado, en un ser vivo en tanto tal— para poder tener posibilidades adaptativas a través de las cuales poder conocer el mundo, Lucy renuncia a la humanidad para devenir no tanto en Dios como en mímesis 1:1 de toda existencia. Donde Oshii plantea que Dios no puede existir porque solo desde la existencia del ser vivo se puede conocer la verdad del mundo —o para ser más exactos, que incluso si existió hubo de morir necesariamente por su incapacidad adaptativa: él es el mundo y muere con su idea del mundo—, Besson apuesta porque Dios devendrá en el futuro en el momento que seamos capaces de transcender nuestra propia condición de seres vivos. Discursos contrapuestos, entonces, que se complementan al iniciar un debate interesante: ¿desde dónde se origina la posibilidad y límite de todo conocimiento de lo real?

Aunque como reflexión posreligiosa la película compite con las mejores, y partiendo del hecho de que nos permite discutir cómo una tesis falsa en nuestro mundo puede permitirnos llegar a pensar hechos potencialmente verdaderos de forma universal —es falso que utilizamos el 10% de nuestro cerebro, pero es un interesante debate dónde están los límites del conocimiento mundano—, inicia un proceso de tierra quemada en el ámbito cinematográfico para alcanzarlo. Proceso innecesario, ya que tampoco logra al hacerlo nada salvo oscurecer más que clarificar el viaje espiritual de Lucy.

Mejor tesis filosófica que película, entraría dentro de la categoría de los fracasos fascinantes: parte de una mentira para alcanzar una reflexión potencialmente verdadera, derriba todos los pilares para ofrecer como alternativa una reflexión prodigiosa. Como un mal guion de Superman, donde siempre nos quedará la fascinación subyacente tras la lógica imposible de su carismático protagonista.