Europa, coleccionista de esquelas
El temblor europeo, las masas agotadas que escuchan el rumor del Estado Islámico colándose a medianoche por la salita de las visitas, la salita en la que la señora bien recibía los miércoles hasta que se rompió las uñas con la lima de la democracia. El temblor europeo y toda esa parafernalia de políticos acodados en las tascas, periódicos que nadie lee diciendo cosas que a nadie importan y sus señorías retocándose el maquillaje tras la hora de los gintonics mediterráneos pagados por un cuñado de Calatrava. Lo primero que llama la atención al ver El veredicto (Het Vonnis, Jan Verheyen, 2013) es que somos todos la misma Europa, compartimos el mismo tocador y los mismos problemas, somos el mismo cuerpo troceado en diferentes lenguas que dormita, como un lagarto, por los entresijos de una política que se ha vuelto incomprensible.
Así, el espectador español puede realizar un diálogo desde lo íntimo con una cinta que, en su modestia, realiza una precisa radiografía de los tics y los escozores de las cúpulas, los recomendaos y los señoritos belgas que, apoyados en la balaustrada de la zona euro, llevan sudando del dolor ajeno desde tiempos inmemoriales. La película narra las burocracias del dolor: el burofax de la mujer asesinada, la copia certificada y por triplicado con fecha de ayer de la hija asesinada, el gesto por el que la política es capaz de convertir la mancha de sangre en el asfalto en café para todos, ovación y vuelta al ruedo. ¿Realmente es belga la película —me siento tentado de preguntar—, o la ha rodado un Jan Verheyen nacido en, pongamos por caso, Murcia o Andalucía? ¿No será ese tribunal extremeño, manchego, gallego? ¿Y ese fiscal orondo con cara de vampiro que ataca directamente contra la opinión pública y que desprecia manifiestamente al pueblo, no será por casualidad madrileño o catalán? Por supuesto, los rasgos de estilo del film me llevarían la contraria: El veredicto se apoya en una fotografía tirando hacia lo gélido, rica en azules y sugeridora de distancias políticas como viene siendo común en el thriller contemporáneo rodado en el norte de Europa. En España, de un tiempo a esta parte, los thrillers —véase La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014)— tienden a fotografiar el terreno baldío, el secarral o la lluvia interminable mediante la saturación y el dramatismo de la luz. El veredicto mantiene con el espectador esa lejanía extrañamente reflexiva, esa fascinación por retratar el gris oscuro de los coches de gama alta y los despachos abiertos a ciudades insomnes punteadas con luces indirectas. Del mismo modo, Verheyen realiza un trabajo de cámara distante, como si temiera sus propias huellas, más preocupado por realizar el retrato del gesto, utilizar al cuerpo humano como eje de movimientos y planificación, frente a la expresión generalmente barroca y apasionada del thriller patrio.
En El veredicto el dolor está en todas partes, pero se mantiene hábilmente dispuesto en sordina. A veces asoma como una elipsis, otras veces queda reflejado en la cercanía con la que el director encara los detalles —una mano que tiembla, una mirada, un gesto de contención ante la rabia—, de tal manera que apenas necesita mostración o juego escatológico para sugerir antes que imponer los estados de ánimo. La planificación está directamente relacionada con el espacio, apoyándose entre los planos aéreos que reciben una suerte de herencia trágica —casi toda la cinta puede ser interpretada como una mezcla entre las primeras sugerencias de Kafka y la teodicea convencional—, y los planos que atienden a la escala humana para dibujar relaciones y líneas de afecto. Dirección narrativa, contención formal en la que lo principal parece ser dejar espacio hacia la reflexión política, o mejor aún, a las conexiones entre política e indefensión del ciudadano.
Sin embargo, las líneas de empatía son quebradizas y conducen a una reflexión lúcida. Los dos últimos planos de la cinta demuestran, en cierto sentido, que el género —por llamarlo de alguna manera— del “cine de juicios” o “cine de derecho” todavía tiene mucho que reflexionar sobre sí mismo. Por supuesto, el espectador comparecerá ante los lugares comunes obligados: entrevistas a los testigos, emotivos alegatos finales, espera en tensión punteada mediante una secuencia de escenas. Y sin embargo, resulta interesante que Verheyen no cierre la cinta ahí, sino que nos permita atisbar, con la precisión de un orfebre, los fantasmas que habitan en el tiempo del después, en el margen de lo que ocurre más allá de lo legal, en el abismo de lo personal en el que ni la política, ni la ley, ni la opinión pública tienen nada que decir. Ese replanteamiento último del destino y el sentido del héroe nos conecta definitivamente con el “más allá del Cine Clásico”, o —lo que en el fondo me atrevería a decir que es lo mismo— el “más acá de la idea de una Europa democrática”. La Europa que dormita en la duda legal y humana que nos plantea, pongamos por caso, el cadáver descompuesto sin encontrar de una niña abandonada por su novio quinqui y sus colegas de suburbio, utilizada como muñeca hinchable para los carroñeros de los media hasta que ya no había nada que sacar de su sombra y se dedicaron a, pongamos por caso, un yonqui de gimnasio puesto de deseos pederastas. Europa y la ley, Europa que desde Antígona balbucea como una imbécil ante el cadáver y hacia la que el cine dirige sus escrituras, quizá escrutando, quizá interrogando, quizá intentando encontrar una lógica, una fundamentación, un rigor ante el mantenimiento de la Palabra y la Seguridad prometida. El estado de derecho, ya se sabe, anda tomándose unas copas en los complejos hoteleros de Mali y mientras las clenchas de tus impuestos alimentan la bravura de los toros neoliberales, las eternas víctimas de lo mismo hacen cola en la puerta de los comedores y celebran la fiesta del cine si les bajan la entrada a tres pavos.
De ahí que El veredicto sea una cinta poderosa, interesante, rotunda en su voluntad de entablar un diálogo claro y sin aspavientos ni deudas pendientes. No es un divertimento inmediato para el domingo por la tarde ni una pieza delicada de contenidas promesas intelectuales. Antes bien, se trata de una botella arrojada en las costas de Europa, quizá de un funeral, quizá de un gesto de autoafirmación (yo, ciudadano) en un tiempo en el que se confunde el consumo cultural con la estupidez ideológica, el compromiso social con la publicación en redes sociales y el cine comprometido con una colección de tópicos torpemente actualizados desde la guardarropía de Balzac. No encontraran ese error en esta película. Si acaso, encontrarán un interlocutor afilado, mordaz, pero también extrañamente introspectivo. Y eso, estarán ustedes de acuerdo conmigo, es casi un lujo.