Secretos de un matrimonio
En general una misma película engendra tantas opiniones como espectadores. El cine de David Fincher, al que esta revista le dedicó un especial allá por el 2009, es, además, especialmente polémico, ya que incita, por un lado, una defensa a ultranza en términos de cuasi – fanatismo dentro de la crítica más especializada y, por otro lado, genera estupefacción ante otro sector de la crítica, digamos, menos devoto, que no entiende los motivos de tanto fervor.
Es indudable que David Fincher es un director destacable tanto por su arrolladora puesta en escena como por su obsesión por la descripción de la pérdida de valores contemporánea. Y de hecho su atractiva temática, en las que se mezcla una curiosidad humana por entender la maldad o locura extrema junto con una morbosidad también humana, demasiada humana —que nos desvela el placer culpable que sentimos ante lo macabro—, no impactaría tanto sin sus constantes giros de guion y sus desenlaces inesperados. Ahí y en sus indudables juegos de cámara radica su reputación: sagaces y pertinentes, como su clásico zoom mediante ángulo bajo, la perspectiva aérea o el dolly de seguimiento. Y en muchas de sus películas qué duda cabe que lo merece. Pero, mientras los maestros del realizador americano (de la talla de Hitchcock, Wilder, Preminger o Tourneur) basan su genialidad no solo en el impactante final sino también en unos ingeniosos diálogos y unas subtramas inquietantes, Fincher se decanta con todas sus fuerzas por conducir al espectador hacia un shock ending —»me parece que esta película es mejor disfrutarla en frío. A la gente le encanta ver una película donde no saben hacia dónde irá después. Van a ver películas para ser sorprendidos», explica el mismo Fincher—, que delata un discurso moral popularizado, aparentemente transgresor pero, en realidad, cocinado de la misma forma que los maisntreams que supuestamente critica.
Pues bien, a pesar de que suelo disfrutar con “el toque Fincher”, en esta ocasión no ha conseguido cautivarme más allá de su primera hora de metraje. Y esto es debido, entre otros factores, a que la nueva cinta de Fincher, a mitad del metraje, da una vuelta de tuerca a la historia, como ocurría en El club de la lucha (Fight Club, 1999). Pero mientras en El club de la lucha nos seducía con un thriller sobre la american psycho, en Perdida (Gone Girl, 2014) nos intenta imbuir en un thriller psicológico de novela superventas de bolsillo americana. Y ese precipitado adelanto del whodunit hace desvanecer, en esta ocasión, el misterio, principal arma de Fincher, porque nos arroja un órdago del que resulta incapaz de salir airoso. El guion lo firma la propia autora y, mientras en la novela se cierra de forma conveniente la historia (inverosímil, pero por lo menos con cierto congruencia con el tono del relato), en la película queda alguna laguna que otra por resolver que, pese a su extensa duración, se precipita sin explicar el cierre del caso. Lejos queda el lúcido armazón indescifrable de Zodiac (íd., 2006), el tramposo pero efectista thriller Seven (Se7en, 1995), donde todo casa o la crítica de la sociedad líquida que Aaron Sorkin reflejaba en el guion de La red social (The Social Network, 2010). En sus películas, lejos de un happy ending clásico, el psicópata suele ganar la batalla, o bien porque no se le captura (Zodiac), o porque finaliza su plan premeditado (Seven), o por la ineficacia del sistema judicial / policial.
En Perdida, Ben Affleck (Nick Dunne) es acusado de matar a su maravillosa y perfecta mujer, Amy, una asombrosa rubia cara de ángel interpretada por Rosamund Pike. Pero, ¿es inocente?, ¿o es un falso culpable? Ella deja escrito en su diario que podría matarle. Él se declara inocente. Este es el punto de partida de este filme. Pero ¿a quién, en este simultáneo rashomon, debemos creer? El doble, esta duplicidad de la realidad, su tema recurrente, aquí está encarnado por el matrimonio supuestamente perfecto, la pareja en apariencia indestructible, las famosas marionetas Punch and Judy, que reflejan los problemas conyugales de la pareja protagonista, unos Nick y Amy sobrepasados por las circunstancias adversas de la crisis económica. Empieza y acaba con la incertidumbre del matrimonio, todo un compendio psicológico sobre su cara B. Y es que la verdadera relación íntima solo la conocen los que están dentro, y ni eso, porque no conocemos en realidad a la persona que duerme a nuestro lado. De hecho casi nadie está libre de recibir un «te has enamorado del malo, imbécil.» Tesis (Alejandro Amenábar, 1996).
Y a la sociedad ”¿le interesa saber la verdad o ya está precondenado Nick Dunne a la pena de muerte? En su defensa cuenta con el abogado Tanner Bolt (un convincente Tyler Perry), reputado defensor masculino en casos de asesinato marital, incondicional del lema “inocente hasta que se demuestre lo contrario”, pero no tan competente como, p.e., el sagaz investigador de fraudes Edward G. Robinson en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944). Ben Affleck sufre parecida caza de brujas mediática a la que sufría Henry Fonda en Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956), el acusado de Doce hombres sin piedad, (12 angry men, Sidney Lumet, 1957), Denis Quaid en Sospechoso (Suspect, Peter Yates, 1987) o Spencer Tracy en Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), prejuzgados por una opinión pública manipulada y enfurecida, ¿o más bien se parece a Ray Milland en Crimen perfecto (Dial M for Murder, Alfred Hitchcock, 1954)?. Teniendo en cuenta que la respuesta mas sencilla —como dice la detective Rhonda Bone— no suele ser la correcta, ni la preferida por Fincher —ni Marlene Dietricht es lo que parece en Testigo de cargo (Witness for the prosecution, Billy Wilder, 1957), ni Gene Tierney en Laura (íd., Otto Preminger ,1944)— tampoco nada es lo que parece en Desaparecida (Spoorloos, 1988), en donde George Sluizer nos reservaba para el final un postre más escalofriante de lo que podamos imaginar. También engañan las apariencias en obras actuales como Mystic River (íd., Clint Eastwood, 2004) o Adiós, pequeña, adiós (Gone Baby Gone, Ben Affleck, 2007), que nos devuelven nuestra fe en el noir más clásico por apostar por la inteligencia del espectador. Pero la gran diferencia entre estos noir y Gone Girl es su materia prima: mientras Billy Wilder, Otto Preminger, Hitchcock, Lang o Eastwood contaban mano a mano con Raymond Chandler, James M. Cain, Dennis Lehane o Patricia Highsmith para desarrollar sus thrillers, Fincher cuenta en sus últimas películas con autores de segunda categoría literaria como Gillian Flynn, James Vanderbilt, o Stieg Larsson, en lugar de repetir con Aaron Sorkin, con el que colaboró en La red social o David Koepp en La habitación del pánico (Panic Room, 2002). Decía Paul Schrader que “el cine negro se define más por el tono que por el género” (Film noir. 100 all-time favorites. Paul Duncan y Jürgen Müller. Taschen), y desde luego el tono de la novela Gone Girl posee la clásica forma de narrar de los últimos best-sellers: estilo sencillo, casi coloquial y de fácil lectura, en fin, estilo Larsson o E. L. James, apta para públicos no muy exigentes: nada sutil, nada noir. Y su traslación cinematográfica comete el mismo fallo: mientras en el cine clásico se tiende más a la elusión, en el cine de Fincher se tiende a la mostración física de la violencia.
Y esta falta de elusión, con su subrepticia subvaloración hacia el espectador, hace que Perdida, este insistente alegato en contra de las falsas apariencias y de la manipulable masa social, no sea más que un telefilme de serie A sobre la esquizofrénica sociedad contemporánea: la doble moral americana republicana del Mississippi, la América profunda. Fincher no oculta al espectador su megalomanía (“yo no hago Big Macs”, afirma el cineasta). Tanto Millenium como Perdida adolecen de lo que critican: falta de autoría y de cohesión, con algunos errores graves y vacíos difíciles de excusar, resultando una mezcla de melodrama televisivo y humor negro, totalmente inapropiado para el thriller psicológico.