Sospechas y fantasmas
Cada nueva película de David Fincher supone un acontecimiento cinematográfico, la oportunidad de ver en acción a uno de los realizadores que más empeño ha puesto en abordar el thriller o el drama desde una óptica comercial que se entremezcla con un estilo depurado y perfeccionista. Perdida (Gone Girl, 2014) adapta un best-seller de la escritora Gillian Flynn, también guionista de la película. Novela superventas, plagada de trampas narrativas diseñadas para leer con avidez cada página, la obra de Flynn invita a redibujar desde el sarcasmo las cuitas conyugales de la realidad matrimonial. La recepción crítica y popular del cine de Fincher es, de por sí, un argumento para sostener un diálogo. En este que compartimos a continuación exploramos no solo una película con más aristas y matices de los que parecen advertirse, también la peculiar manera de su director de filmar las relaciones, trabajar el thriller y entender el cine.
Óscar Brox:
Hola, Isma.
En esta ocasión soy el encargado de empezar la conversación y quiero hacerlo con una primera impresión sobre Perdida. Pese a algunas reservas, lo que me atrae de esta adaptación de Fincher es el trato frío, casi desapasionado, que ha inyectado sobre la mordiente satírica de la novela de Flynn. Es cierto que la propia autora participa en el guion y, en buena medida, es responsable de las decisiones que diferencian al relato del filme. Sin embargo, Fincher tiene la habilidad de saber interpretar cada material que cae en sus manos, de imprimir su tono. Quizá Perdida carece de la exuberancia formal de otras películas donde la cámara está más presente, no sé hasta qué punto la historia lo permitía. Pero el caso es que no dejo de pensar en ese toque melodramático gélido, como quien filma un thriller como una historia de amor, y viceversa. De alguna manera, me hace pensar en lo que debe el cine de Fincher a la obra de Alan J. Pakula, y en cómo, aquí más que en cualquier otro trabajo, el director de Zodiac se ha mirado en una película como Klute.
Introduzco una duda, todavía no sé cómo definir Perdida: ¿es un thriller? ¿Es una sátira? A ratos, me parece una fantasmagoría (no me extraña que surjan las comparaciones con Eyes Wide Shut), una película con muy poco calado emocional. Algo, por otro lado, típico en Fincher. A excepción de Tyler Durden, casi un icono, me cuesta encontrar ese grado de implicación con personajes que, incluso en su obsesión, siempre parecen retratados desde una cierta distancia humana. Cuesta pensar eso con un protagonista como Nick Dunne, pero tengo la sensación de que la película siempre busca ese grado de extrañamiento, tal vez porque aquí, a diferencia de la novela, el comentario sobre el poder de los medios está más afilado.
Hablaba antes de Klute, y no de un filme de Hitchcock, porque en esa comparación con Fincher no encuentro las aristas morales o la turbiedad del director de Psicosis. Y con Perdida me sucede que lo que me fascina es que no me fascinen (o golpeen o me hagan reflexionar en profundidad) sus retruécanos morales, su guerra de sexos o su pretendida ideología. Solo pienso en esa gelidez, en cómo Fincher escoge hablar de lo opaco de las relaciones humanas con el mismo grado de opacidad tras la cámara; preocupado por cada parcela técnica, no tanto por la importancia dramática. Como si, aunque Perdida acabe siendo una obra menor en su carrera, hubiese concebido esta película en forma de hito técnico, frontera cinematográfica que apuesta por la frialdad tecnológica y se desembaraza del calor humano. Algo distinto, ni satírico ni turbador, que tiene en su último plano una feroz declaración de intenciones, al elegir la imagen (o la cámara, o el programa sensacionalista) en detrimento de los personajes.
Como ves, no acabo de dar con la tecla, quizá es que quiero convencerme de que me ha gustado más de lo que creo. Espero que tus impresiones me sirvan para poner en común preocupaciones y aclarar posibles respuestas.
Ismael Marinero:
Hola, Óscar.
Aquí estamos otra vez, intentando sacarle las tripas a una propuesta audiovisual, aunque esta sea tan esquiva y compleja a priori como Perdida. Esa gelidez formal y hacia los personajes de la que hablas es, creo yo, una de las principales aportaciones de Fincher desde los inicios de su carrera. Salvo en El curioso caso de Benjamin Button, el cineasta se ha caracterizado por desplegar sus habilidades en la puesta en escena y el uso de la tecnología y dejar a las criaturas que pueblan sus películas abandonadas a su suerte, despojadas de la más elemental empatía. Son solo fichas en el tablero, piezas de un puzzle psicológico que en la mayoría de ocasiones acaba en tragedia.
He de confesar que, reconociendo ciertos méritos, ni la novela de Flynn ni la película de Fincher me han cautivado tanto como a algunos de nuestros colegas y compañeros. Sin embargo, en una y en otra hay una saña tan bien dirigida a destripar el concepto de matrimonio moderno y los roles masculinos y femeninos contemporáneos que encuentro disfrutable en su exacerbado cinismo. Pese a la abusiva utilización de trampas y engaños al lector/espectador, ese incesante juego con los puntos de vista y la subjetividad de los narradores es lo que convierten a Perdida en algo distinto, estimulante para el análisis.
Es una propuesta capaz de propiciar discusiones y reflexiones que, espero, vayan más allá de esa lectura tan pueril que he podido leer en varios medios, en los que se afirma (y no se argumenta con suficiente coherencia) que Fincher es un machista, un misógino sin escrúpulos, un conservador reaccionario de primer nivel. Lo que me sorprende y me indigna a partes iguales es la ingenuidad manifiesta de quien quiere ver odio hacia las mujeres en el retrato de una psicópata, quien asemeja las tendencias o ideales de los personajes con las del director de una película que, además, siempre trabaja con textos ajenos. Quizá este sea otro debate, pero resulta curioso comprobar cómo, a estas alturas, alguien pueda estar convencido de que Fincher piensa lo mismo que Amy Dunne o el propio Tyler Durden.
Volviendo al tema que nos ocupa, la frialdad que desprende Perdida se percibe desde el mismo comienzo de la película. Y quizá más que en ninguna otra de las obras de Fincher, lo que destaca aquí es su precisión quirúrgica con el montaje. La rápida sucesión de planos que se solapan con los títulos de crédito, en la que se percibe la calma antes de la tempestad en ese pequeño pueblo de Missouri, es un aviso a navegantes. Lo que en cualquier otra película, incluso alguna del propio Fincher, serían planos de varios segundos acompañados de música, aquí apenas son fugaces postales, planos estáticos de exteriores unidos a ese zumbido inquietante tan característico de la espléndida banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross. Quizá todo sean elucubraciones mías, o que, como tú, pugno conmigo mismo para que el filme me guste más de lo que realmente debería, pero ahí creo detectar buena parte de las intenciones de Fincher, ese cirujano inmisericorde que se distancia de sus pacientes mientras les hunde el escalpelo en la carne.
OB:
Precisamente, esa sucesión de planos del inicio me recuerda una sensación que tuve durante la película: los diálogos inciden significativamente en los orígenes de Nick, en ese Missouri al que regresan tras los problemas laborales en Nueva York y la enfermedad de una madre que aquí apenas tiene el relieve que Flynn le concede en el libro. Sin embargo, Fincher describe esa relación con el pueblo y los orígenes con la misma fugacidad con que pasan esas primeras imágenes del filme. Quizá es que simplemente ha trabajado de manera fenomenal el punto de vista del personaje, pero nunca consigues sentirte ubicado, a resguardo, cada vez que acompañas a Nick en su pesquisa; cada escenario, incluida su propia casa, parece que sea la primera vez que lo pisamos, desconcertados; salvo Go, no hay amigos, vecinos o conocidos que pongan la mano en el fuego por él. Y, con todo, los diálogos insisten una y otra vez en esas raíces que nunca encontramos en las imágenes. Ese falso sentimiento de cobijo que proyecta la película es muy poderoso porque describe, en definitiva, las falsas apariencias que a base de repetirlas asumimos como naturales. Como las palabras del diario de Amy o la intencionalidad de unos flashbacks contados por la parte interesada.
Lo que define a Perdida es su empeño en construir, con todos los elementos a su disposición, ese falso sentimiento de cobijo. Ahí tienes, como decías, la banda sonora de Reznor y Ross, en la que ellos mismos advierten la evolución de cada tema, cómo sus zumbidos deforman intencionadamente unos paisajes sonoros aparentemente familiares; cómo introducen un elemento extraño, agresivo según el pasaje de la película. Fincher se esfuerza en capturar cada aspecto (¿a qué suena el vecindario de un suburbio de Missouri?) para despedazarlo poco a poco con su estilo. Quizá porque piensa que la fantasía que va a narrar solo se puede explicar desde los medios, desde una cultura capitalista, desde esa falsa cercanía con la que cualquier programa de sucesos construye un sentimiento de familiaridad donde no hay más que un circo.
No sé qué decirte con respecto a la ideología detrás de la película, me parece un tema espinoso. Más que invitar a un sentimiento reaccionario, Perdida da cuenta del grado de opacidad con el que llevamos nuestras relaciones personales, donde un engaño o las cuitas conyugales no tienen la misma resonancia moral que en los 80 o los 90, décadas que explotaban ese tipo de situaciones en sus películas. Ahora todo se ve con cierta distancia, incluso con cierta desconexión, que hace que, más que preguntarte por lo terribles que son los perfiles de Nick y Amy, te preguntes por qué te importan tan poco. En el fondo, el cine de Fincher siempre dibuja ese sentimiento, incluso cuando altera la conclusión de un relato: recuerda esa escena final de Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres cuando Salander intenta estrechar un vínculo personal con Blomkvist (el regalo) que él, simplemente, ha dejado correr. Quizá porque, a pesar de todo, nunca ha existido ese vínculo.
IM:
Es curioso, porque igual que se echa en falta ese arraigo de Nick con el pueblo en el que vive y la figura de su madre, en la conversión de la novela a la película también se resiente el retrato despiadado que hace Flynn de los padres de Amy. Los creadores de La asombrosa Amy son psicólogos (algo nunca aclarado en el filme) y buena parte de sus neurosis son las que han convertido a su hija en el monstruo manipulador que se esconde tras su fachada de “chica enrollada”, por usar la misma terminología que utiliza ella. Y eso nos deja sin otro asidero, desprovistos de brújula en medio de esta mascarada que, de tan humana y reconocible, acaba resultando ajena, desprovista de anclaje emocional alguno.
En el agudo retrato de la podredumbre del periodismo sensacionalista, esa jauría sedienta de sangre que se aprovecha de la desgracia ajena para alimentar los más bajos instintos de las masas, no puedo sino acordarme de El gran carnaval. Aunque poco falta, los medios no montan una feria en Carthage, ni hay canciones sobre Amy o apuestas sobre cuándo o cómo la asesinó Nick, pero sí persiste esa sensación de frivolidad morbosa que es el centro mismo de la película de Wilder. La mezquindad del personaje de Chuck Tatum (Kirk Douglas) está aquí repartida y multiplicada, desatando una histeria colectiva en la que todo el mundo, quiera o no, está obligado a participar, a tomar partido. Ahí Fincher está especialmente fino, retratando el bombardeo (des)informativo y la multiplicidad de pantallas y cámaras como grotesco espectáculo en sí mismo. Es una disección del voyeurismo insaciable en una época en la que las fronteras entre lo privado y lo público se han difuminado hasta casi desaparecer.
Perdida es también una reflexión a varios niveles sobre el hecho mismo de contar historias, poniendo siempre en duda la credibilidad del emisor y la credulidad del receptor. Amy y Nick cambian tantas veces de disfraz, engañan (y se engañan) apropiándose de tantos y tan distintos roles, que todo acaba pareciendo un simulacro. Puede que de ahí provenga esa sensación de incomodidad, de arenas movedizas en las que puedes hundirte con cualquier paso en falso. Es algo que sucedía también en Zodiac, La red social o en la propia Millenium. No hay certezas posibles, solo sospechas y fantasmas.
OB:
Me parece muy interesante tu alusión a la película de Wilder, la frivolidad morbosa y cómo (y cuánto) se difuminan las fronteras entre lo privado y lo público. Más que la podredumbre moral, Perdida expone la insignificancia y cómo tratamos de paliarla construyendo fantasías, ya sea en forma de deseos o de relatos, que no consiguen escapar a ese vacío. Como en esa novela de Tanizaki en la que los diarios íntimos de un matrimonio desarrollan un juego de sospechas y reacciones sobre la veracidad de las intimidades que cuentan. Lo importante no es conocer las infidelidades del matrimonio, sino observar la construcción meticulosa de ese otro que, inevitablemente, ambos crean cada vez que proyectan sus sospechas. El plan de Amy, los ligues de Nick, la estúpida tradición de regalar cada aniversario según un material (madera, papel, etc.). Son miguitas de pan que nos indican el rastro de un matrimonio que solo puede (o que solo sabe) existir a través de sus disfraces y engaños, y de nuestra credulidad cada vez que aceptamos el siguiente giro de guion.
En el fondo, Fincher ya había explorado esa reflexión sobre la insignificancia en The Game; incluso, en el último plano de La red social, en el que Zuckerberg, una vez montado su imperio, reconoce que pese a todo lo conseguido no es capaz de ganar la amistad de su antigua novia en Facebook. Perdida, en este sentido, tiene el atractivo de narrarlo desde el punto de vista del matrimonio, algo no muy habitual en su obra. Y, pese a Flynn y su guion, de narrarlo con una marcada frialdad, como si cada escena mostrase el proceso de disección de dos personajes perfectos, desde esa lluvia de azúcar en un callejón de Nueva York hasta el momento en el que se sientan en el sillón y miran a la cámara del programa de entrevistas. Un desnudo, frontal y desapasionado, que desmenuza el vacío; esa gran nada emocional, que revestimos con cualquier cosa, como los regalos inútiles que se acumulan en el cobertizo, para evitar que otros lo vean.
Tengo la sensación de que los grandes retratos del amor según Fincher están encapsulados, para bien y para mal, en los finales de El club de la lucha y Millenium. Fuera de ellos, le sucede como al Robert Graysmith de Zodiac, que se zambulle en lo más profundo de una obsesión que lo absorbe todo. Te decía al principio de la conversación que pensaba en Klute al reflexionar sobre Perdida, porque ambas comparten una perfección técnica (la de Pakula es un clínic de iluminación a cargo de Gordon Willis) y también una extraña sensibilidad a la hora de narrar las relaciones de sus personajes. Donde una fantasía, como la de esta escena, escenifica ese sentimiento de extrañamiento ante una realidad más bien vacía. La de un matrimonio que solo se reconoce a través de sus respectivas ficciones.
IM:
¿Qué se puede hacer después de ver esa formidable secuencia, más que ir corriendo a buscar Klute y volver a disfrutar de ella? Diría que lo más parecido que hay en la obra de Fincher al malsano matrimonio más allá de lo disfuncional que integran Nick y Amy es el que forman Frank y Claire Underwood. En House of Cards, serie producida por un Fincher que también dirigió sus excelentes primeros dos capítulos, uno y otro son igual de manipuladores, calculadores y fríos, incluso en la intimidad. En su caso, la búsqueda no es la del amor perdido o la identidad en fuga, sino la del poder sin límites. Lo mejor que se puede decir de ellos es que se merecen el uno al otro, y su misantropía es aún más despiadada que la de Perdida, su vacío interior más intenso y desesperado, por muchas veces que Kevin Spacey sonría satisfecho a la cámara.
Este tipo de lecturas a las que invitan las obras de Fincher contrastan, por su distanciamiento y frialdad, con las de otro tipo de disecciones del matrimonio, igual de turbias pero más cercanas, rodadas casi a flor de piel. Hablo de Secretos de un matrimonio, Delitos y faltas y Blue Valentine, películas que proponen un acercamiento descarnado y desmitificador de la pareja, pero mucho más cercano que el de Fincher. En las películas de Bergman, Woody Allen y Derek Cianfrance, cada uno a su estilo y salvando las distancias, los conceptos de inocencia, culpa y celos se exponen de forma directa, sin subterfugios. Es fácil sentir empatía hacia los personajes, verse reflejado en las distintas etapas del amor (o el desamor) y sus más oscuros vericuetos. Sin embargo, con Nick y Amy hay una clara desconexión, un cortocircuito provocado por sus sucesivas fachadas y las continuas zancadillas de Fincher a través de una puesta en escena tan distante como precisa. No ha lugar aquí a las recurrentes comparaciones con Hitchcock, que dominaba como nadie la técnica de los puntos de vista y la identificación del espectador con los personajes, algo que aquí parece imposible. Puede que la trama tenga puntos en común con Sospecha o Falso culpable, incluso con Vértigo, pero el tratamiento y las soluciones son tan distintas que los parecidos acaban siendo opuestos. Podemos comprender las motivaciones de Nick o la calculada venganza de Amy, pero se nos obliga constantemente a no mirar a través de sus ojos, a permanecer un paso atrás sin tomar partido.
Es el peligro que corre el cine de Fincher desde sus inicios, que se perciba solo como técnica desapasionada. Como apuntabas, estamos ante una de sus obras menores, pero tan llena de capas superpuestas y posibles relecturas que podríamos hablar de ella durante meses. O leer el ensayo de David Bordwell sobre el tema y meternos en un laberinto sin salida. Parafraseando a Nick Dunne, lo suyo sería saber “¿En qué estás pensando, David Fincher? ¿Qué estás sintiendo? ¿Qué nos hemos hecho el uno al otro?”.
Intervienen
[authorbox name=»oscar-brox»] [authorbox name=»ismael-marinero»]