Amarna Miller. Cuerpo y tiempo
1. De la escritura del cuerpo
Ciertos estudios vinculados con la neuroestética intentan demostrar que la visión de la belleza se localiza en ciertas zonas cerebrales. Pero también sabemos que no sólo vemos las películas desde un mecanismo cognitivo emocional cerrado, probablemente ni siquiera únicamente con ese inconsciente que Christian Metz dividía en sus identificaciones fílmicas. Las películas se ven con todo el cuerpo, plantean una cierta fisicidad, modifican nuestro ritmo cardíaco, nos hacen llorar, nos fuerzan a cerrar los ojos. Recuerdo, por poner un ejemplo, la primera vez que vi Anticristo (Antichrist, Lars von Trier, 2009) en una sala de cine. Al terminar la proyección y encenderse las luces de la sala tenía un verdadero malestar físico. Notaba que, de alguna manera, la película había escrito en mi cuerpo, sobre mi cuerpo una serie de mensajes que atravesaban la piel y crecían, casi como si fuera una metástasis, por entre mis huesos.
Probablemente el juego de las dichosas neuronas espejo tenga mucho que ver en esta dirección. Pero no es la única explicación. El experimento de Heider y Simmel demostró que ante la simple contemplación de imágenes no necesariamente humanas el espectador tiende a buscar una serie de explicaciones basadas en el modelo de acciones, creencias y deseos. Todavía falta mucho camino por recorrer en el encuentro entre cinematografía y pensamiento conductista —y, va por delante, creemos que el psicoanálisis no debería ser exiliado de esta ecuación en nombre de un cierto saber únicamente positivista, no compatible con la hermenéutica de las ciencias del espíritu—, pero de momento podemos señalar, como hipótesis provisional, que hay una experiencia estética que emerge del cuerpo, que dialoga con el inconsciente y con nuestros mecanismos de adaptación neuronales, y que finalmente, se atraviesa con el texto fílmico.
La belleza activa, por lo tanto, ciertos registros neuronales, si bien todavía queda por despejar cómo la belleza, más allá de Kant, tiene siempre un cierto componente subjetivo. Con todos nuestros respetos al genio de Königsberg, se nos permitirá que neguemos desde ya el componente falsamente desinteresado de su estética y retomemos la furia de ese Nietzsche que en la Genealogía de la moral afirmó: “Aquellos críticos de la estética que, siguiendo a Kant, piensan que podemos mirar desinteresadamente la estatua de una mujer desnuda deben de permitirnos, por lo menos, que nos riamos un poco a su costa”. Luego, aceptando la subjetividad del encuentro con la belleza, probablemente se pueda hablar de una cierta inteligencia del cuerpo que pueda estremecerse en, pongamos por caso, un plano secuencia de Andrei Tarkovski, una pieza experimental de Bill Viola o uno de los planos en los que Amarna Miller simplemente, mira a cámara y sonríe.
2. Del discurso del cuerpo
Y es que, ciertamente, hay un estremecimiento en la manera en la que la belleza del cuerpo se impone sobre el objetivo de la cámara. La manera en la que desvela aquello que el poder querría que permaneciera oculto: el goce de los cuerpos, su fantasía, los trenzados de sus perversiones, su inmensa libertad. Amarna Miller, por ejemplo, discípula díscola de un Heidegger buscando la verdad del ser en lo íntimo. Amarna Miller convertida en aletheia, en desvelamiento, en absoluta expresividad del tiempo que nos queda y que ella, de alguna manera, se apropia al otro lado de la pantalla.
Hay una experiencia del poder hacia el cuerpo que arranca quizá con el platonismo y su escisión hacia el mundo de las Ideas y que Heidegger retorna y encarna en un cuerpo filosófico que es, a su vez, el gesto de la Miller convirtiendo Ser y tiempo en su propio mostrarse a la cámara. Como en tantas otras cosas, hay dos tipos de pornografía: la que encubre y la que desvela. La que aliena y la que libera. La que explota y la que hace explotar. De ahí que sea necesario no dejarse engañar ni por las fuerzas reaccionarias que quieren convertirla en una máquina que destruye almas, cuerpos, sino en la simple elección de una escritura de una cierta verdad de unos cuerpos hacia otros cuerpos.
Se me objetará, sin duda, que hay poca verdad narrativa en el género pornográfico. Pero para deshilvanar esa idea basta con hacer contrastar a la Miller no con la idea de la Realidad —que poco importa, después de todo—, sino con la idea de la Belleza en un sentido no platónico. Lo que ella deposita sobre la pantalla del monitor es la huella de un cuerpo que se relaciona en lo íntimo con nuestra fantasía. Si la comparamos con otros casos como la ya imposiblemente crepuscular Gianna Michaels —cuyas interpretaciones para Brazzers están siendo, en el mejor de los casos, atroces—, Miller se ha posicionado como una sabia equilibrista en ese punto en el que su porno es discursivo —no hay más que leer cómo escribe para saber cómo piensa, y que piensa bien—, pero también fantástico. Fantástico en el sentido explícito de fantasía, de φάντασμα, de fantasear.
Decía que el poder tiene interés siempre en atravesar y mediar los usos del cuerpo, de convertir el cuerpo en ente ya sea mediante los usos de la prohibición (la óptica conservadora) o mediante ese goce imbécil que es la multiplicación innecesaria y descafeinada de los entes pornográficos.No hay más que invertir diez minutos en un portal online para comprobar hasta qué punto, como ocurre con cualquier otro género cinematográfico, la imbecilidad y la falta de sentido convierte lo mostrativo en supermercados de la carne sin el menor interés. De ahí que sea urgente —o al menos, interesante—, el intento de devolverle la inteligencia al género pornográfico ya sea por la vía de la cercanía —como hace la también española y magnífica Claudia Bomb— o por la vía del discurso del yo, mérito de la Miller. El punto en el que un filósofo y un usuario enfervorecido de Forocoches consiguen ponerse de acuerdo tiene que ser, por obligación, un brotar verdadero de la experiencia estética. De ahí que deban surgir necesariamente cyberguerrilleras, empresarias, inteligentes y exquisitas mujeres que puedan poner en crisis al menos dos discursos: el de la dominación del cuerpo (¿quién es ella para gozar delante de la cámara de esa manera?) y el que exige de la actriz erótica el tic de la profesión, el aparataje del usar-y-tirar y el reducir los cuerpos a su significación cero. No es tarea fácil, desde luego.
Implica, en primer lugar, que la actriz porno deba asumir su límite ontológico y aceptar que el tiempo escribe sobre los cuerpos con toda su violencia. La belleza viene, se desvela, tiembla como un rayo y después se va. En segundo lugar, que una cierta parte de la audiencia se sentirá estúpidamente problematizada ante los enunciados “una actriz porno piensa”, “una actriz porno siente” e incluso “una actriz porno es”. Hay que tener cuidado para no caer en discursos baratos políticamente correctos, pero también ser lo suficientemente inteligente como para entender que, en lo explícito, la pornstar está luchando por imponer la huella de su cuerpo frente a la huella de la fantasía que el espectador proyecta sobre la pantalla. Mucho más que el posporno o que el alt porn, lo que realmente ha revolucionado y resquebrajado la idea de cada actriz ha sido su inclusión en las redes sociales. De la noche a la mañana hemos descubierto —o mejor dicho, ellas han desvelado— que más allá de sus interpretaciones son currantes que van de feria en feria, de book en book, que reflexionan sobre su acción fílmica, que hacen números para llegar a fin de mes. Sabemos qué libros leen y qué discos escuchan. Sabemos que exploran nuevos mercados porque la perversión, en estado puro, es felizmente inagotable. Hay una suerte de desvelamiento del trabajo y de la identidad que pone en peligro su función como “significante total” del usuario o de la usuaria que mira, pero que a la contra, dice muy alto y muy claro que son identidades concretas. De hecho, nada más triste que contemplar esos perfiles publicitarios, muertos, en los que torpes estrellas consagradas intentan convencer a sus seguidores de que su vida es una fiesta constante de rodajes, bótox, champagne y love/sex/visa express. El desvelamiento de la verdadera mujer que trabaja frente a la cámara puede conseguir dos cosas en su audiencia: o bien enmudecer del pánico o bien arrancar un aplauso por la revolución de sus postulados.
Cuando Amarna Miller se escribe en la pantalla, sabemos que se está escribiendo a sí misma y sólo podemos o bien aceptar su juego o bien salir disparados en dirección contraria. La primera opción nos descubrirá la posibilidad de crear una experiencia estética concreta y exquisita, la segunda nos encadenará a una evidencia: nos hemos vuelto tan obsoletos que no somos capaces de mirar el fulgor de la nueva belleza cara a cara.
3. Del tiempo del cuerpo
Algún día me gustaría escribir algo a propósito de Facebook como un inmenso contenedor/vertedero de imágenes. Toneladas de información alfanumérica que almacena vivencias fantaseadas y sueños quebrados proyectados hacia la esfera de lo público. Las máscaras de lo que no somos sonriendo ciegamente a las máscaras de los que tampoco son. Amarna Miller no es más que una máscara exquisita enarbolada por una señorita de la que nada sabremos, de la que no podremos nunca decir realmente lo radicalmente importante que hay en torno a la experiencia de desvelar a otro ser humano, a una mujer: ni su color de uñas favorito, ni la canción que escucha en el Spotify cuando no mira nadie, ni su capacidad para hilar pensamientos que desarmen o que enfurezcan después de los postres, ni la manera en la que odia o analiza, ni lo que pasa por su cabeza los domingos por la tarde cuando hay un silencio sepulcral deslizándose por el blanco de las paredes. Conocemos su máscara, pero también sus hendiduras y los latidos que se sugieren tras el fondo. Conocemos su trabajo, y como trabajo se impone y deslumbra por su lucidez e imprime respeto.
Queda por escribir la ontología de las imágenes del porno, pensar la manera en la que se han naturalizado y han pasado a formar parte de las conversaciones cotidianas, la manera en la que Occidente ha conseguido realizar un paso firme en la dirección de asumir que la neurosis, la perversión y el goce son parte de la experiencia humana. Queda por entender cómo vamos a hacer la hermenéutica de la nueva belleza, cómo vamos a escribir los discursos de la piel (la teoría) en colaboración con esas kamikazes que ahora están dejándose la piel frente a webcams, comprando seguidores de tuiter, disparando a matar contra todo pronóstico.
Al principio del texto decía que había un visionado del cine a partir del cuerpo. Pero también hay una memoria del cuerpo, una experiencia del tiempo que ya ha pasado (todas las caricias, golpes, puños apretados, manos sostenidas, todas las miradas y los latidos, todos los olores y todos los sonidos del exterior, de la vida vivida, anudándose en el cuerpo y escribiéndose en la muerte del cuerpo). El pasado que descompone la belleza pero escribe —en nosotros— todo lo que hemos vivido, empezando por los haces de luz de la pantalla trepando por el interior de nuestros ojos, siendo descifrado, siendo almacenado y experimentado en nuestro cerebro. El pasado que nos está exterminando constantemente y que nos lleva, indefectiblemente, hacia la muerte.
Y no hay que engañarse. El pensador tiene también la misma enfermedad y está herido de la misma herida que las actrices porno. Ellas follan/nosotros escribimos hacia la eternidad, sabiendo que mañana no quedará nada de la montaña de pensamientos/gemidos que hemos dispuesto con todo el cariño y todo el trabajo hacia nuestros cómplices. Queda la confianza de haber dotado de algo difusamente importante a los demás. Hay fragmentos del pensamiento y fragmentos del porno que, simplemente, nos han constituido. En ambos casos, alguien se ha llevado hasta el límite de su expresión y ha perdido una parte de sí mismo en el camino. Ojalá hubiera podido yo tener una intuición de la belleza como la de Amarna Miller. Ojalá hubiera podido significar, con el pensar, lo que ella significa en el desvelamiento de las posibilidades del goce. De la fantasía. De sí misma.