Volker Schlöndorff, uno de los veteranos maestros del cine europeo, ha pasado por la Seminci de Valladolid para presentar su último trabajo. Se trata del film francés co-producido con Alemania, Diplomacia (Diplomatie, 2014), estrenado en la sección oficial a concurso. La película se inscribe en la órbita de algunos de sus últimos trabajos, dedicados a relatar algún episodio real de la Segunda Guerra Mundial, como El noveno día (Der neunte Tag, 2004), que narra la experiencia de un cura católico durante el holocausto; o la notable y poco distribuida película para la televisión francesa La mer à l’aube (2011), que cuenta las represalias nazis sobre un grupo de prisioneros franceses en Bretaña.
En el caso de Diplomacia, Schlöndorff adapta una obra teatral de Cyril Gely —con quien coescribe el guión— centrada en el tenso debate que se produce, horas antes de que París sea liberado, entre el gobernador nazi que tiene órdenes de volar la ciudad por los aires, y el cónsul sueco que trata de disuadirle. Schlöndorff, que ha obtenido el premio de dirección del certamen vallisoletano, pone en imágenes —con cierto oficio pero sin brillantez— una pieza de cámara que se sustenta en la notable actuación de dos grandes de la escena francesa —Niels Arestrup y André Dussollier. El primero, que encarna al general Von Choltitz, logró también el premio como mejor intérprete masculino, dejando un poco huérfano a su compañero de reparto. Quizá hubiese sido más lógico un premio ex-aequo, habida cuenta del combate de boxeo interpretativo que libran ambos actores.
La película, que no pasa de ser una correcta y entretenida obra de encargo, viene a ser la versión íntima de lo que en su día narraba la superproducción ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966) en un tono épico. Schlöndorff reconoce que su película es una especie de tarjeta postal de amor a la ciudad de la luz. A fin de cuentas, el más francés de los directores alemanes inició su andadura cinematográfica allí, trabajando como ayudante de dirección de Louis Malle, Jean-Pierre Melville o Alain Resnais. Schlöndorff explica precisamente que una de las lecciones más importantes que ha aprendido sobre el oficio del cine se la escuchó a Resnais durante el rodaje de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961), cuando tras preguntarle por cómo era la película que quería hacer, el director le contestó: “Aún no lo sé. Ya lo veré cuando esté terminada”.
Volker Schlöndorff, exponente fundamental del nuevo cine alemán con piezas maestras como El joven Törless (Der junge Törless, 1966); ganador del Oscar y de la Palma de Oro con la imprescindible El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1979), se mantiene sorprendentemente dinámico y atlético a sus 75 años. Bastante risueño y locuaz; con cierta actitud —quizá lógica— de estar por encima del bien y del mal; me recibe en su habitación del hotel vallisoletano, sede de la Seminci, sorprendentemente vestido con la camiseta de promoción del festival —apenas unos minutos antes, vestía elegantemente chaqueta, gorra y pañuelo mientras se fumaba un puro—, y, asomado por la ventana entre sol y sombra, comenta lo horribles que son las cortinas. Y la verdad es que tiene razón.
—Aunque siempre se ha interesado por reflejar la historia de su país en términos políticos e históricos, tanto en su última película Diplomacia, como en alguna de sus obras más recientes –pienso en El noveno día y en La mer à l’aube–, usted se centra en reflejar episodios históricos concretos de la Segunda Guerra Mundial. ¿A qué se debe ese interés?
—En cada una de estas ocasiones ha sido a pesar mío [se ríe], a pesar de mis convicciones interiores. Con cada una de ellas pienso que va ser una excepción y que va a ser la última vez. [Se ríe]. Pero no, escuche… en realidad es algo casi fatídico. Lo que realmente espero de cada una de esas películas es que no sea la última. Pero también es porque los productores, los guionistas o los autores vienen a mí con estas propuestas. El equipo viene a buscarme a mí. En este caso, con Diplomacia, realmente sentí que no podía decir que no, porque pensé personalmente en la historia, en mi propia supervivencia en base a lo que cuenta la película. No puedo imaginarme lo que habría sido mi vida si el general protagonista hubiera tomado otra decisión. También debo confesar que me atrajo mucho el poder trabajar con estos dos actores, porque los productores franceses me dijeron: “Puedes por supuesto elegir a un actor alemán para el general alemán”. Les dije: “No, desde hace mucho tiempo quiero trabajar con Niels Arestrup”. Como director, cuando tomas una decisión sobre una película, también está ese tema “Vale. Si lo va a hacer Dustin Hoffman, lo hago”, así que si me dicen que voy a trabajar con Niels Arestrup pues me interesa, sí.
—A propósito de Dustin Hoffman. Usted en ese caso adaptó a Arthur Miller…
—Sí, también se trataba de la adaptación de una obra teatral…
—…la adaptación en aquel caso respetaba mucho el aspecto teatral en el decorado, la iluminación, la estructura. En esta ocasión ha buscado un mayor naturalismo…
—Nunca se sabe. Cada proyecto tiene sus propias circunstancias. Cuando empecé a trabajar en Diplomacia, Cyril Gely, el autor de la obra, siempre decía: “Son dos personajes en una habitación, pero hay un tercer personaje que es París”, así que en el escenario teatral había paredes transparentes. Cuando la luz se encendía, en la imagen que se proyectaba detrás estaba la ciudad de París, y cuando la luz se oscurecía, se veían realmente las paredes. Era una idea interesante que se podía probar, tenían el diseño hecho y todo eso, pero yo dije: “Esto habría sido una buena idea para Muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1985)…”. [Se ríe]. Pero en esta ocasión, había que lograr una mayor sensación de realismo íntimo. Se trataba de hacer olvidar que era teatro.
—Usted que ha adaptado a casi todos los autores del mundo [Schlöndorff se ríe], de Proust a Robert Musil, pasando por Günter Grass, Heinrich Böll entre otros muchos. ¿Qué ocurre cuando se trabaja en el guión con el autor de la obra original?
—A menudo he encontrado más interesante trabajar con el autor de la obra, que con otros guionistas, especialmente si el autor continúa vivo [Se ríe], porque existe un compromiso de verdad. El autor no puede decirte cómo hacer la película, pero puedes aprender del autor cómo ha escrito el libro, por qué lo empezó, cual fue la primera idea… Y hablando con él puedes conocer su personalidad, y entonces leer el libro de manera diferente, viendo quién está detrás. Para mí siempre ha sido de gran ayuda poder penetrar en el libro, porque no estoy adaptando ese libro —al menos conscientemente— para sacar afuera mi propia personalidad. Cuando adapto un libro, normalmente es porque me gusta el libro. Y si me gusta el libro, quiero que a otros les guste también. Así que es muy interesante. Cuando trabajas con el autor, descubres que hay un motivo que le hizo escribirlo, una obsesión que le impulsó. Es como si desmontases un reloj y pudieses ver su mecanismo. Y eso sólo puede enseñártelo el autor. Adaptar un libro al cine es un poco como hacer un análisis literario. Creo que sé más sobre las novelas que he adaptado, que muchos críticos literarios que han escrito ensayos sobre ellas, y es porque me he metido en ellas de un modo diferente. Como si las trajese de nuevo a la vida. A menudo es precisamente esa vida la que inspiró a los autores a escribir, así que yo hago un poco el camino inverso. Es un proceso interesante.
—El tema de su película creo que tiene mucho que ver con el de su anterior film: la conciencia de los individuos frente a las órdenes…
—Sí, así es. Así que usted ha visto mi película anterior La mer à l’aube… Copié una línea de diálogo completa de esa película en esta, sabe usted, —una línea que añadí yo—, que en La mer à l’aube pronuncia el cura, Jean-Pierre Darroussin: “Usted debe escuchar a su conciencia antes que a sus órdenes”. Y eso es básicamente lo que en Diplomacia le dice el cónsul al general, “Debe escuchar su propia conciencia antes que sus órdenes”.
—Cuando vi La mer à l’aube y cuando he visto Diplomacia, algunos personajes y situaciones me han recordado otras del cine de Jean-Pierre Melville con quién usted colaboró, como el cura de Léon Morin, sacerdote (Léon Morin, prête, 1961); o el general nazi y el campesino de Le silence de la mer (1949)…
—Léon Morin, prête, sí. También El ejército de las sombras (L’Armée des ombres, 1969). Sí, por supuesto. Son películas que tienen una preocupación similar. Melville había vivido la guerra, y había visto la clase de decisiones que podían tomarse sobre la vida y la muerte. Incluso cuando él posteriormente hizo todas esos films noirs, con gangsters y todo eso, era siempre buscando ese dilema entre la vida y la muerte. Son decisiones que uno se plantea en tiempo de guerra o en las películas de gangsters [Se ríe]. En la vida normal, uno no tiene que tomar ese tipo de decisiones sobre la vida y la muerte. Es una preocupación común. Pero igual que ha podido ver que, aunque partan de un estilo teatral, Muerte de un viajante y Diplomacia son diferentes, La mer à l’aube tiene un estilo casi documental, y esta tiene un estilo total de ficción. Es el juego que pueden dar las decisiones que se toman cuando se prepara un film. En La mer à l’aube tenía que mostrar con absoluto realismo como se dispara a la gente. Cómo se hace; nadie podía decírmelo, porque los militares de hoy ya no lo saben. Busqué manuales hasta que encontré cómo se procedía exactamente en los fusilamientos colectivos, y así lo reconstruimos. En este caso es completamente diferente; es una reconstrucción ficticia. La forma en que hablaban entre sí el cónsul y el general es algo que puedes inventar completamente. Es drama.
—Al final, la cuestión de la decisión extrema de la que hablaba es algo que se encuentra en cierta forma en muchas de sus películas, sobre todo en las más políticas. Estaba pensando, por ejemplo, en un film que me gusta mucho, y que plantea un conflicto de conciencia similar, El silencio tras el disparo [Die Stille nach dem Schuss, 2000].
—El silencio después del disparo [Schlöndorff lo pronuncia perfectamente en castellano y se ríe después]. También a mí me gusta mucho. Precisamente he leído hoy que una de las señoras terroristas vascas iba a ser liberada después de veinte años, una que se apodaba algo así como La pistolera. [El traductor interviene para corregirle. Se trata de “La Tigresa”]. Eso, sí. Lo he leído hoy en “El mundo” [añade Schlöndorff en castellano y prosigue]. Nada más leerlo me he acordado del personaje de Rita en El silencio después del disparo. Efectivamente, me interesan mucho este tipo de personajes. Una vez más, aquí en el caso de una terrorista alemana, se trata de ese dilema entre conciencia personal y órdenes.
—Sobre Diplomacia, mantengo una duda —aunque creo que me la ha revelado en parte al explicarme que se trata de un encargo— [Schlöndorff se ríe]. ¿Qué reto supone para usted adaptar una exitosa obra de teatro que lleva más de trescientas representaciones en La Madeleine de París, con los mismos actores, dirigida por otra persona y que usted creo que no ha llegado a ver?
—No la llegué a ver, efectivamente, así que por lo menos era mentalmente libre. Los actores lo habían representado muchas veces, pero como son buenos actores sabían que era muy difícil volver a repetirlo para la cámara, porque lo habían ensayado y representado una y mil veces de otra manera. Confiaron en mí, así que lo descompusimos y lo desmenuzamos en tomas muy cortas. No queríamos hacer planos muy largos. Realmente trabajamos los pequeños instantes; plano por plano, plano por plano; evitando una interpretación muy teatral; aunque mucha de la experiencia que los actores han acumulado de la representación teatral está en la película. Saben cuando un momento es especial, cuando hay un silencio; eso también es muy bueno. Así que buscamos esos silencios, pero de una manera diferente a la forma de hacerlo en el teatro; lo conseguimos de otro modo. [Schlöndorff se queda un momento en silencio]. Es un trabajo honesto. Es todo lo que puedo decirle.
La entrevista concluye, pero justo cuando la puerta del ascensor está a punto de cerrarse, el señor Schlöndorff entra. Baja a la calle para una sesión de fotos en el exterior. De modo informal le pregunto por lo que piensa él, quizá el principal exponente del cine político alemán en el periodo de esplendor de la modernidad, sobre esa cuestión hoy. “Mi tesis a ese respecto es muy simple…”, responde mientras se aleja por el hall de hotel, y casi a voces concluye: “En un mundo que ya no es político, no tiene sentido hacer cine político. Ya no le va a interesar a nadie”.
Entrevista realizada en Valladolid, durante la 59 Seminci, el 19 de octubre de 2014