(Algunas reflexiones tras la muerte de J.M. Latorre)
El viernes 14 de Noviembre, en su casa barcelonesa, a los 69 años, falleció José María Latorre. Le conocía desde hace más de 40 años y fuimos amigos durante todo este tiempo aunque los avatares del destino hicieron que el zaragozano y yo viviéramos durante numerosos años en ciudades diferentes. José María fue un ejemplo preclaro de lo que durante un tiempo era una profesión, tan digna como mal pagada, que se conocía como crítico de cine, algo que en la actualidad es casi una reliquia y que bien se podría afirmar que se trata de una especie en vías de extinción.
Los integrantes de esta casi extinta profesión —no todos los pertenecientes a esa generación compartían unos mismos planteamientos— pensaban que el cine era algo crucial en el desarrollo del siglo XX, el arte que podía de alguna manera dar una idea lo más completa posible de todas las posibilidades y opciones de la vida, y si eso ya era fundamental en cualquier lugar y circunstancia, aun lo era mucho más en un país donde la dictadura recortaba y asfixiaba la vida y la pantalla suponía y posibilitaba un indispensable soplo de aire fresco que se colaba por las rendijas por más que la persistente y siniestra labor de los censores consistiera en sellar puertas y ventanas, intentando convencernos de que como España era diferente, —constituía la reserva espiritual de Occidente— ellos estaban legitimados para decidir por los demás —obligándoles por la fuerza si fuera necesario— lo que se podía ver, lo que se podía oír, lo que se podía hacer y hasta lo que se podía pensar.
Afirmar que en los años sesenta ver, hablar, escribir, discutir de cine era una pasión, y hasta cierto punto una consecuencia de una manera de vivir —o una especie de resistencia ante la forma de vivir impuesta y obligada— puede parecer excesivo, pero fuí testigo privilegiado de que se correspondía muy exactamente con la realidad.
Hoy día resulta difícil hasta de imaginar —yo diría que casi “marciano”— la polarización existente entre los aficionados al cine en una época —recalco— en la que no imperaban ni la televisión ni los teléfonos móviles. En esos momentos únicamente existían dos revistas de cine especializadas, que mantenían puntos de vista enfrentados, consecuencia de diferentes formas de concebir el cine [1], —y el mundo— lo que frecuentemente se traducía en que las películas que una defendía, eran ferozmente atacadas por la otra y a la inversa. En este clima la aparición de un nuevo número de cualquiera de ellas era esperado ansiosamente por admiradores y detractores pese a que —además— llegaban a los quioscos con periodicidad diferente.
Este preámbulo intenta explicitar la importancia decisiva que el cine revistió para una determinada generación, y muy especialmente para los críticos que estaban(mos) implicados directamente en el tema.
Esta forma de entender el cine y la crítica de cine con el paso de los años se ha ido diluyendo, poco a poco al principio, aunque sin estridencias, hasta que los últimos tiempos se produce una trasformación radical que convierte al crítico en una lamentable mezcla de gacetillero y publicista encubierto. A este hecho decisivo contribuyen de forma importante dos circunstancias cruciales: de una parte el relevo generacional —varios de los críticos de las revistas pasaron a ser los titulares de los periódicos más vendidos e influyentes de este país— pero en parte por su adaptación a las circunstancias, y en parte por la presión de los rotativos que no querían renunciar a la publicidad, se plegaron a los intereses económicos y fueron paulatinamente devorados por el sistema; de otro —y con toda la legitimidad del mundo— los que durante años habían estado escribiendo en revistas especializadas sin recibir un duro a cambio [2], al haber alcanzado cierta edad y asumido determinadas obligaciones pretendían ganarse la vida con su profesión. Pero para poder lograrlo, tenían que compatibilizar su trabajo en las revistas especializadas con otros escritos que en muchos casos empezaron siendo divulgativos, pero al tomar conciencia de la escasez de la cosecha que se podía obtener con semejante opción, aumentaron la frecuencia de sus colaboraciones remuneradas lo que se traducía casi inexorablemente en una progresiva banalización y degeneración de los escritos. Porque, además, un artículo para un periódico te llevaba entre la cuarta y la décima parte de tiempo que un artículo para una revista.
Solo quedaba el refugio de las revistas especializadas, —lo que suponía inevitablemente no poder vivir de la profesión de critico— pero hasta ellas también llegó la progresiva degeneración.
Con el paso del tiempo se convirtió en dominante —y posteriormente en pensamiento único— la estúpida y obscena mentalidad puramente mercantilista que sentenciaba que la recaudación en taquilla era el único dato relevante de la calidad de un film, abarcando semejante planteamiento al resto de actividades de la existencia humana. Como consecuencia de ello las revistas especializadas trataron de ganar el máximo dinero posible, lo que se tradujo en su progresiva desnaturalización, llegándose a producir algo tan demencial —el ejemplo es tan preciso como mantenido reiteradamente— como que el criterio decisivo —obviamente al margen de si la distribuidora se anunciaba en la revista— para dedicar o no un espacio a un film, e igualmente la extensión de ese espacio, dependía de que las fotografías fueran del agrado del máximo responsable económico de la editorial. ¡El rigor intelectual, ante todo!
Para los que pretendan profundizar en los recovecos de semejante proceso, les recomiendo que hagan una comparación entre las trayectorias de Dirigido… e Imágenes de actualidad y les garantizo que los resultados, además de notablemente esclarecedores —especialmente dadas las coincidencias entre los colaboradores de ambas revistas— servirán también para dar pistas sobre las situaciones que Latorre tuvo que afrontar y que amargaron notablemente los últimos años de su existencia.
Cuando la degeneración en las revistas especializadas ya había recorrido una gran parte de su camino, sus tentáculos alcanzaron igualmente al concepto mismo de la profesión de crítico, una persona que ingenuamente pensaba que podía servir de intermediario en muchas ocasiones entre una obra y su público, que se esforzaba por descubrir y comunicar los elementos claves de una manera de entender el mundo, y que a partir de ese momento se convertiría en un oficio imposible. Inexistente el último reducto [3] que le servía de refugio, la disyuntiva entre decir lo que uno piensa y la necesaria supervivencia a partir del propio trabajo, ya no admitía situaciones intermedias, ni siquiera al límite de lo imprescindible. Por eso Latorre se refugió cada vez más en la literatura donde –con motivo- tenía la sensación de estar menos encorsetado y menos presionado.
A pesar de todo José María intentó, hasta el último instante, hacer posible lo imposible y nunca renunció a decir lo que pensaba aunque en ocasiones se viera obligado a diluirlo o enmascararlo, algo que le reconcomía por dentro y que le inquietaba permanentemente.
Por todo ello quiero alzar mi voz, y procurar que se oiga lo más posible, tanto en memoria y loor del amigo muerto, como sobre todo de una forma de entender la crítica de cine en absoluta vía de extinción, especie perseguida sañudamente y cuya desaparición fue cuidadosamente planeada y fríamente ejecutada. En un mundo donde las cosas que merecen la pena cada vez escasean más, constatar este hecho no invita precisamente al optimismo.
Quiero que estas líneas dejen constancia de mi más sincero aprecio por un verdadero superviviente, que no abdicó jamás de sus convicciones incluso en las peores circunstancias, por José María Latorre, un verdadero crítico de cine, apasionado y lúcido.
1. ↑ Más allá de la simplificación que supone explicitar –lo que no quiere decir que no se correspondiera con la realidad- que una era católica y otra comunista, quizá tenga cierto interés resaltar que el slogan de una de ellas era tan explícito y significativo como. “Ni política, ni cosmética: estética”
2. ↑ O recibiendo cantidades meramente simbólicas de cuantía ridícula que en modo alguna permitían sobrevivir.
3. ↑ Quedaba siempre la red, pero ya tenía otras connotaciones porque —entre otras cosas— no permitía vivir de su trabajo.