El pincel y la cámara
Con el estreno de Exodus: dioses y reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014) el nombre de su factotum vuelve a colocarse en el centro de la diana, un hecho en absoluto ajeno a su lóngeva carrera. Ridley Scott pertenece a ese selecto grupo de cineastas a los cuales cada cierto tiempo y en base a vaya usted a saber que oscuros designios y/o polémicas declaraciones, toca arrastrar con saña digna de mejor causa por el fango. Y no es que los deméritos de su filmografía, algunos ciertamente de bulto, no lo justifiquen, pero como acostumbra a suceder en estos casos suelen afearse sin ponderar igualmente sus indudables virtudes, presentes inclusive, en contra de lo afirmado por el dogma crítico, en algunas de sus obras más recientes. Si bien resulta innegable que con sus tres primeros largometrajes el director británico alcanzó el cenit carece de fundamento afirmar, como sostiene la opinión mayoritaria, que tras Blade Runner (íd., 1982) comienza su particular travesía en el desierto: vistas con la perspectiva que da el tiempo las tres películas posteriores estrenadas en los 80 resultan cuando menos estimables —uno tiene particular predilección por la estupenda Black Rain (íd., 1989), thriller mucho más influyente, a poco que se preste atención a la evolución del neonoir de última generación, de lo que acostumbra a leerse— y no resulta difícil, si se hace el esfuerzo de dejar las proverbiales servidumbres críticas al margen, hacerse eco de los considerables hallazgos presentes en diversos filmes diseminados a lo largo de las décadas posteriores, fundamentalmente en el plano estético.
Claro que para valorarlos en su justa medida —en más ocasiones de las deseables rescatándolos de un todo irregular, cuando no ciertamente mediocre— se requiere romper con la dictadura de los lugares comunes y la temible autoría (mal entendida), monolítico postulado que tanto daño ha hecho a la concepción del cine en general como a la tipología de cineasta que tan bien ejemplifica el firmante de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) en particular. Incluso desde una perspectiva a priori menos esclerotizada, como se supone es la de la nueva autoría comercial algunos no han dudado en valerse del tristemente malogrado Tony Scott a modo de ariete, ponderando maestría técnica, carácter revulsivo e insobornable independencia del susodicho en detrimento del servilismo hollywoodiense encarnado en su hermano Ridley; lo que aparte de ser de muy mal gusto es faltar a la verdad: sin abundar en las sinergias creativas establecidas entre ambos, vehiculadas a través de Scott Free Productions, una revisión atenta del grueso de la filmografía del firmante de El ansia (The Hunger, 1983) revela tanto títulos sensacionales como otros ciertamente menores, cuando no directamente insalvables; por no hablar de que la exitosa renovación de los códigos del thriller en su vertiente más visceral, arrebatada y expeditiva —sin ninguna duda su mayor aportación como cineasta— presente en sus obras más representativas no hubiera sido posible sin el concurso de la major de turno vía presupuesto desorbitado. Bregar con Hollywood, por muy autor que se sea, implica pagar un precio. Para todos.
Dejando de lado pues arteros, malintencionados ajustes de cuentas la gran dificultad para otorgar al Ridley Scott de hoy el estatus cinematográfico que en mi opinión merece estriba en entender, y a partir de ello valorar en su justa medida, su magisterio como pintor de ambientes, visualizando realidades pasadas, presentes y futuras con un nivel de belleza, elegancia y verismo tal que muy pocos de sus contemporáneos se ven capaces de igualar. Más que un director esteticista, epíteto peyorativo con el que lleva cargando desde los tiempos de Blade Runner, el firmante de Los duelistas (The Duellist, 1977) es ante todo un esteta. Ni narrador ni fabulador: ilustrador, recreador de realidades. Quizá por ello su extensa filmografía —que abarca seis décadas y en la que todo apunta a seguir incrementándose, mientras el cuerpo aguante, con nuevas entregas anuales— se articula de modo armónico en base a los diversos palos genéricos: del thriller a la comedia, de la ciencia-ficción a la epopeya histórica; al igual que Stanley Kubrick o Steven Spielberg —dos maestros con los que establece un enriquecedor diálogo— el director británico se vale de las convenciones genéricas para erigir una mirada personal, profundamente subjetivada, que una vez integradas como propias se revisten de una demoledora potencia plástica.
Asumida pues la primacía de plano y secuencia perse como unidad constitutiva de su cine, viéndose relegado de modo progresivo el abordaje narrativo en profundidad de los grandes temas evocados —reducidos en los casos más extremos al papel de liviana argamasa argumental— su evolución artística le ha llevado —quizá ni siquiera de manera deliberada— a situarse en la vanguardia de esa revolución silenciosa que, amalgamando figuras a priori tan disparejas como Terrence Malick o Michael Bay, persigue erigir un nuevo paradigma fílmico, sustentado en la primacía absoluta de lo experiencial en sustitución de lo que hemos venido considerando narrativa clásica, canónica. Ante esta tesitura, no es de extrañar que tras el incontestable triunfo crítico y comercial que supuso Gladiator (íd., 2000) la épica histórica, tan permeable a la intensidad bigger than life, se haya enseñoreado de su obra, constituyendo Exodus: dioses y reyes su última contribución, por el momento, al género. ¿Tiene sentido entonces seguir considerando a Mr. Scott un director de incunables Sci-Fi? Transcurridos treinta años del estreno de Blade Runner, la desconcertante Prometheus (íd, 2012) demuestra hasta qué punto la evolución de su carrera le ha llevado a otros terrenos donde, resulta evidente, su poética brilla con mayor intensidad.
Recreando la historia
Gladiator se beneficia enormemente de un guión tan sencillo como efectivo, que estructura de forma modélica la narración de un título con vocación de gran fresco historicista a partir de la confrontación, progresivamente más enrarecida, entre Máximo (Russell Crowe) y Comodo (Joaquin Phoenix), dos arquetipos de género a los que sus espléndidos intérpretes consiguen dotar de matices, insuflando espesor dramático a su visceral antagonismo. Este férreo anclaje temático posibilita que pese al agregado de personajes, ejes argumentales y ecosistemas fílmicos puestos en liza en ningún momento del extenso metraje la medular de la trama pierda interés e intensidad; tanto la belleza de los escenarios recreados como la contundencia expositiva de batallas y combates, cuya fisicidad no rehuye el verismo sanguinolento, figuran en el haber de la labor tras la cámara de quien, sólidamente pertrechado por un excelso equipo técnico y artístico, devuelve la vida al Péplum de la única manera posible recién estrenado el siglo XXI: respetando sus esencias demodé a la par que confiriéndole una novedosa relevancia visual a través de los efectos visuales de última generación.
Sumamente ilustrativa de la concepción cinematográfica de Ridley Scott resulta esta entrevista concedida a El Cultural durante la promoción de Gladiator, en la que alude, entre otros apuntes de interés, a la principal fuente de inspiración de la obra: un lienzo del pintor romántico Jean-Leon Gerome. Acorde con esta inequívoca impronta pictórica, sus dos siguientes frescos históricos —El reino de los cielos (Kingdom of Heaven, 2005) y Robin Hood (íd., 2010)— constituyen sendos murales del Medievo durante y después de las Cruzadas, en los que, pese a puntuales arritmias narrativas, se concilian admirablemente verosimilitud y artificio, miniatura y gran espectáculo, así como una exaltación del heroísmo en pos del bienestar de la colectividad cuyo maniqueísmo, en la mejor tradición del relato épico, se asume como natural, sin cortapisas ideológicas que valgan. Esta visión marcadamente ficcional de la Historia alcanza su culmen (por el momento) en Exodus: dioses y reyes, proteica relectura del kolossal bíblico en el que el propio cineasta mira de frente, sin escatimar en autocomplacencia, a un pionero con el que a buen seguro se siente identificado: definitivamente trasmutado en Cecil B. DeMille de la era digital, los primeros compases de la película abruman por la magnificencia con que es plasmada —vía panorámicas C.G.I. y fastuosos decorados— la iconografía más reconocible que, del Egipto de los faraones, nos han legado pintura orientalista y cine clásico.
Volcado en que experimentemos en primera persona la magia de ese tiempo legendario, sintiendo el calor pegajoso que perla de sudor los cuerpos e inhalando las fragancias aromáticas que emanan de los incensarios, Scott relega la historia a un segundo plano, avanzando a empellones, carente de la fluidez narrativa que caracterizara a los filmes mencionados en el párrafo anterior. Derivado de ello, la mayoría de los personajes secundarios están cuando menos desdibujados —lo que resulta especialmente flagrante en los roles encarnados por Ben Kingsley y Sigourney Weaver—, una indefinición a la que tampoco escapa, pese a los encomiables esfuerzos y rutilante presencia escénica de Joel Edgerton, el gran antagonista de la función: por más que su Ramsés resulte tan megalomaníaco y pusilánime como el Comodo de Joaquin Phoenix, los motivos para que su relación tangencialmente filial con Moisés (Christian Bale) degenere en el paroxístico enfrentamiento al que se ven abocados no son expuestos de manera convincente, al igual que las razones por las que este último acabará convirtiéndose en máximo valedor de la causa judía. Sin el suelo firme que confería a Gladiator la malsana rivalidad de sus principales protagonistas, Exodus: dioses y reyes deriva en una sucesión de postales — magníficas unas, rutinarias otras— a las que tanto la labor de puesta en escena como la extraordinaria caracterización de Christian Bale otorgan valor añadido.
Pese a partir de una premisa ciertamente diferente a la de Noé (Noah, Darren Aronofsky, 2014) resulta significativo que ambas obras apuesten por mostrarnos a profetas de carne y hueso, sobrepasados ante la revelación divina. A medio camino entre el mesianismo y la enajenación, tanto Moisés (Bale) como Noé (Crowe) cederán finalmente al empuje de un Dios salvaje, convirtiéndose en herramientas al servicio del exterminio de todos aquellos paganos que idolatran falsas deidades, desdeñando su suprema —e incuestionable— voluntad; el castigo contra Egipto adquiere la forma de una sucesión de plagas visualizadas con un exquisito sentido de la truculencia, cuyas consecuencias físicas y psicológicas irán minando insidiosamente la férrea voluntad inicial de Ramsés y su orgulloso pueblo, para finalmente sucumbir al continuum de desgracias; la apertura de las aguas del Mar Rojo —que funciona al igual que en su celebérrimo precedente como arrebatado climax final— constituye en la versión 2014 un nuevo prodigio de espectacularidad, ritmo y dramatismo, demostrando por enésima vez que si se pretende implicar realmente al espectador en la lucha de cientos de hombres por su supervivencia nada como mostrarlos de cara, aunque sea en entornos sutilmente virtuales. En el momento en el que Ridley Scott abandona el pincel y se pone el traje de director de orquesta galvaniza como nadie diferentes formatos técnicos, cromatismos y sonoridades para ofrecernos una generosa ración de experiencias 100% cinematográficas, cuyo carácter en demasía autónomo no debería ser problema, en conclusión, para concederle a Exodus: dioses y reyes el mérito del trabajo bien hecho, y ya que estamos el merecido reconocimiento al grueso de su filmografía, no sólo a los clásicos de siempre. Dar por amortizado a Mr. Scott, vistos sus inquietos 77 años, es una temeridad.