¡El sol es Dios!
Aunque vinculado sistemáticamente con aquel realismo social que resurgió en el panorama europeo de los años noventa, basta una mirada atenta a la filmografía del director Mike Leigh para comprender que las entretelas dramáticas de sus obras resultan bastante más complejas que el puro efecto emocional derivado de una filmación con cámara en mano, de la incursión en localizaciones marginales o de la escenificación, vía montaje fragmentado, de poderosos dramas humanos, rasgos formales que suelen caracterizar a este tipo de producciones. Como es lógico, no podemos negar la evidencia de que un número considerable de los títulos del cineasta británico están edificados a través de un espartano código realista en las antípodas de ese cine de consumo (y e incluso el de intenciones más honorables) obsesionado con procurar imágenes que nos reconforten por su resultón acabado fotográfico.
Sin embargo, los verdaderos dilemas y conflictos que subyacen en las historias de Leigh se disputan a un nivel que excede la incomodidad que, de manera visceral, pudieran proveernos los prosaicos escenarios, rostros y voces de la marginalidad. Lo que el cineasta británico suele acometer, por tanto, no son radiografías sociales, sino, más bien, las raíces de una quiebra íntima, de un profundo malestar, que se avista entre las grietas de sombríos paisajes cotidianos. Una quiebra, por cierto, que suele exigir una enorme atención para reconocerla, pues Leigh es de esos escasos directores que todavía siguen concibiendo el cine como un instrumento capaz de afinar nuestra percepción. Su puesta en escena rara vez recurre a la cámara en mano, a los insertos, a las panorámicas o los travellings, de ahí que cuando irrumpen se carguen de significación. Con este modus operandi, definido además, por las tomas largas y abundantes diálogos, el director de Indefenso (Naked, 1993) ha logrado ampliar enormemente los territorios temáticos de su filmografía en estas primeras décadas del siglo XXI, véanse si no películas aparentemente tan dispares pero tan estimulantes como Todo o nada (All or Nothing, 2002), El secreto de Vera Drake (Vera Drake, 2004), Happy. Un cuento sobre la felicidad (Happy-Go-Lucky, 2008), Another Year (íd., 2010) y la película que nos ocupa, Mr. Turner, donde, en el fondo, vuelve a estar presente la misma casuística.
Leigh, a través de la vida del pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851), no ha pretendido llevar a cabo un retrato psicológico al uso con el que desvelar los fundamentos creativos del artista, sus luces y sombras de carácter —qué manido tópico en este tipo de producciones— o, ni mucho menos, sus conflictos con la sociedad de su tiempo. Lo que paulatinamente se va articulando ante nuestros ojos no es sino una materia enormemente prosaica, una cotidianidad rutinaria cuando no esperpéntica habitada por individuos insignificantes y casi grotescos, dentro de los cuales lo que único que diferencia al personaje principal —porque en el resto de facetas es tan burdo como la mayoría de sus congéneres— es una persistente inclinación por levantarse al alba y tomar notas concienzudamente ante diferentes paisajes para luego recrear en sus lienzos los efectos lumínicos observados. Leigh, sin embargo, no trata de engrandecer estos pasajes clave en el proceso de creación del pintor ni a través del guion —como hipotéticos jalones dramáticos que sobresalen en el vaivén de acontecimientos— ni a través de subrayados de la puesta en escena; pero lo cierto es que las imágenes ya son lo suficientemente elocuentes para sugerir esa conexión tan íntima existente entre el artista y la naturaleza. Sin embargo, estos encuentros no desactivan nunca ese ritmo interior en el que se van alternando muy lentamente, de forma morosa, los ejes en torno a los cuales gira la vida de Turner. De este modo, se va apoderando de nosotros una misteriosa emoción ante el espectáculo de ver emerger el genio creativo indisolublemente fundido en un escenario humano exento de muestras afectivas y poblado de estrafalarias criaturas. Una emoción que corre paralela al misterio que el propio Turner experimenta ante la obsesión de su vida, los comportamientos y declinaciones de la luz, de ahí su exclamación final antes de entregarse al sueño de los justos: “¡El sol es Dios!”, que Leigh filma con un ángulo picado mientras el personaje, moribundo y en su lecho, dirige su mirada hacia el objetivo de la cámara, que se alza en el techo de la estancia como un punto de vista tan inescrutable como inaccesible. Puro misterio. Como señalaba en párrafos anteriores, algunas soluciones de planificación que rompen la transparencia en las películas de Leigh solo aparecen en ocasiones muy especiales. Esta es una de ellas.
Pero hay más cuestiones en Mr. Turner que saben a misterio. En este punto, no es gratuito mencionar que una de las constantes del cine de Leigh es la manera en que abunda en lo enigmático del comportamiento humano a través de los tremendos contrastes que, en diferentes niveles y parcelas, se observan en el temperamento de sus personajes: en Secretos y mentiras (Secrets & Lies, 1996), Maurice está acostumbrado a procurar el bienestar de quienes le rodean, pero su mujer vive con su amargura a cuestas; en El secreto de Vera Drake, la protagonista se muestra inclinada a abortar desinteresadamente a las mujeres que se lo solicitan como un acto de solidaridad hacia sus semejantes mientras su cuñada vive obsesionada con el aprovisionamiento de su casa; en Happy. Un cuento sobre la felicidad, Poppy manifesta un optimismo y alegría siempre desbordantes, todo lo contrario que su profesor de conducción, presa de unos modales muy desagradables; o en Another year, donde observamos a un longevo matrimonio que vive en una envidiable armonía mientras a su alrededor sus amigos y familiares sufren por su soledad.
Desde esta perspectiva, uno de los ángulos más fascinantes de Mr. Turner radica en observar la presencia de Hanna, la criada del protagonista, quien, a lo largo del metraje, con una enfermedad cutánea cada vez más intensa, parece complacida de poder amar al pintor solo a través de su proximidad y, de cuando en cuando, de ciertos escarceos sexuales que nunca pasan de ahí, pero que le bastan para, intuimos, creer que es la única mujer en su vida. Esta presencia pasiva y silenciosa durante todo el filme, lleva a cabo una acción enormemente reveladora poco después de acaecer la muerte del personaje principal que va a contrastar con otra que sucede simultáneamente y que relacionamos por medio de un montaje paralelo: mientras la mujer del pintor —de quien nunca Hanna ha llegado a conocer su existencia debido a que Turner la ha mantenido fuera de su conocimiento— se dedica a limpiar los cristales de su vivienda sin demasiados signos de dolor en el rostro, hallamos a una Hanna desolada que regresa al estudio del pintor para llorar su muerte en soledad. O quizá llora al haber descubierto lo que entiende una traición inesperada. Es el último plano de la película.