El año en que el cine recordó que puede luchar
Sacar cualquier conclusión al respecto del 2014 se nos antoja precipitado, si es que no directamente inútil. No es sólo que esté todavía demasiado cercano en el tiempo, que apenas sí hayamos salido de su órbita como para apreciar sus efectos, sino también porque el mundo está en pleno cambio hacia una nueva realidad todavía desconocida; los apocalípticos gritan más fuerte que nunca, los integrados asumen posturas que hace un par de años hubieran resultado alucinadas. Vivimos tiempos interesantes. Es por eso que, para apreciar las derivas estético-ontológicas del presente, cualquier resumen del año que dejamos atrás requiere, por necesidad, que miremos todavía más atrás: necesitamos volver al 2011, cuando estalló por primera vez todo lo que ahora está cobrando por fin forma. Debemos volver al pasado para leer el presente, leer el 2014 como una prolongación de sus tres años anteriores.
En 2011 pudimos ver como Nicolas Winding Refn plantaba las semillas estéticas del presente en Drive (íd., Nicolas Winding Refn, 2011) y, aunque nada germina según ha sido plantado por más efectos que tenga sobre la tierra, ahora se antoja imposible pensar las derivas estéticas del presente sin sus efectos. Es cierto que ya en 2012 se dejo notar tímidamente —Maniac (íd., Franck Khalfoun, 2012) en el cine, Hotline Miami (íd., Damnation Games, 2012) en el videojuego— y que en 2013 ser indie sin beber del trabajo del danés se consideraba un insulto (A Field in England (íd., Ben Wheatley, 2013), Redención (Hummingbird, Steven Knight, 2013), Locke —íd., Steven Knight, 2013), Magic Magic (íd., Sebastián Silva, 2013), por decir sólo un puñado de producciones—, pero en 2014 es cuando su férrea lógica estética se ha antojado una determinación constante del zeitgeist, incluso más que ser simples lineas maestras estéticas que continuar por medios divergentes. Aunque podemos hablar de casos bastante evidentes, como The Guest (íd., Adam Wingard, 2014) y John Wick (íd., Chad Stahelski, 2014) —que se nos antojan prácticamente parodias, con o sin ironía respectivamente, de Drive, si es que no del cine de acción/noir de los 80’s en abstracto—, no hace falta escarbar demasiado profundo para encontrar todo un filón de influencias. En EE.UU. sigue la racha indie con Stage Fright (íd., Jerome Sable, 2014), Starry Eyes (íd., Kevin Kolsch y Dennis Widmyer, 2014), Nightcrawler (íd., Dan Gilroy, 2014) y The Salvation (íd., Kristian Levring, 2014), mientras China decide convertir sus grandes producciones en excesos de neones de sabor añejo con películas como Man on High Heels (Hai-hil, Jin Jang, 2014) o Black Coal, Thin Ice (Bai ri yan huo, Yi’nan Diao, 2014).
Hablar aquí de nostalgia de los 80’s sería impreciso. Los colores saturados, los anti-héroes torturados, los amores imposibles y la violencia descarnada —en ocasiones rozando el prefijo ultra, dada su contundencia— son las señas de identidad de un 2014 cargado de ecos Refnianos en el cine, pero que está lejos de simplemente volver la mirada hacia lo que ocurría hace ya tres décadas. Ahora bien, ¿cómo se explica que una película tan alejada de los códigos que estamos visibilizando aquí como es Guardianes de la Galaxia articula su trama a través de una BSO de ecos eighties, si renunciamos a llamarlo nostalgia? Aduciendo que la retromania (la obsesión archivística con la cultura de otros tiempo) en su acepción más simple se nos antoja insuficiente para comprender los ecos del pasado presente: la estética 80’s que configuran estas películas es de unos 80’s ideales, artificiales, sostenidos bajo una lógica archivística donde se eligen sólo los elementos más interesantes de aquella época. Si bien existe una obsesión evidente por la época, lo es a través de crear una realidad alternativa, contemporizada, de esos años. No es tanto nostalgia por el pasado como pretender crear una visión ideal —que no por ello utópica, sino reconocible— de un pasado que nunca existió; no es nostalgia del pasado, es asumirlo como origen de un mundo colapsando sobre sí mismo.
Para razonar por qué elegimos los 80’s, podemos esgrimir dos teorías no excluyentes: o bien quienes se criaron en la cultura de aquella época han llegado ahora a posiciones de responsabilidad o bien la deriva sociopolítica de nuestro tiempo tiene sus orígenes entonces. Aunque no excluyentes, nos interesa centrarnos en la segunda. Con Margaret Thatcher y Ronald Reagan plantando las semillas del neoliberalismo, no hemos notado sus efectos más contundentes hasta los 10’s; en los 90’s el relato dominante era el del yuppie psicópata o el psiquiatra desquiciado, en los 00’s la conspiración y el simulacro se convirtieron en la moneda de cambio y sólo en los 10’s hemos vuelto al relato clásico de sus 80’s, a causa de sus efectos. Bienvenidos al desierto de lo real, bienvenidos a los efectos del neoliberalismo.
Que regrese la figura del vigilante, el hombre violento que reclama justicia por su propia mano sin contar con el apoyo de otros, no es un efecto del fascismo soterrado propio de la ideología dominante —ya que, al fin y al cabo, el vigilante lo que no puede es confiar en que el estado (neoliberal) solucione sus problemas—, sino precisamente de lo contrario, de la mayor conciencia política existente en el presente. Estamos jodidos y ningún político, ningún estado, va a salvarnos. ¿Por qué resucitar ahora RoboCop (íd., José Padilha, 2014) o Desafío total (Total Recall, Len Wiseman, 2012) en sendos remakes donde el peso dramático de los antagonistas pasa de las corporaciones hacia el estado? Porque ahora no tenemos al yuppie beligerante que a golpe de OPA hostil desafía la seguridad de nuestro puesto de trabajo, tenemos al político que permite que nuestro trabajo sea precario por sí mismo. Cambios sutiles, pero brutales.
Ahora no desconfiamos en que la policía pueda ayudarnos, sino que tememos que cualquier día la policía sea quien apriete el gatillo del cañón que tenemos apretado contra nuestra sien; ahora no desconfiamos de que el estado vaya a hacer algo por regular el libre mercado, sino que tememos que él sea quien insista en actuar sólo para asegurar los beneficios de los que más tienen. Es ingenuo hablar de nostalgia de los 80’s en la cultura, porque no puede llamarse nostalgia al relato criminal que habitamos. No hemos regresado al pasado, sino que los 10’s no son nada más que los 80’s on steroids.
Dada esa violencia mítica (aquella que se sustenta sobre la ley) concomitante con la violación básica de todos los derechos humanos, es lógico que se imponga una violencia mítica (aquella que se sustenta sobre la justicia) en respuesta. Aunque podríamos hablar de leyes mordaza y movimientos contra los desahucios, de presiones desde la UE y de elecciones griegas, de inyectar millones de capital a bancos y de dejar morir de hambre a las familias, aquí hemos venido para hablar sobre cine. Sobre periferias del audiovisual, incluso. Es por eso que en el ámbito que nos atañe podemos ver una evolución clara de la violencia divina como una posibilidad de redención para el hombre contemporáneo —o para el vampiro, como nos demuestra Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch, 2013)—, incluso delicias estéticas poco sospechosas de ser, a priori, alegatos políticos de ninguna clase, como es el caso de The Grandmaster (Yi dai zong shi, Wong Kar-wai, 2013). El zeitgeist contamina nuestro pensamiento, haciendo imposible salirse de su influencia.
No sin ironía, encontraríamos en dos de los personajes más significativos del año evidentes paralelismos que se circunscriben dentro de esta «nueva» lógica cultural: Amy Dunne y Hannibal Lecter. Una, devota esposa psicótica de nuevo cuño; otro, eficiente psiquiatra caníbal por todos conocido. Tanto Gone Girl (íd., David Fincher, 2014) como Hannibal (íd., Bryan Fuller, 2013-) destacan por ser joyas de orfebrería, piezas maestras del diseño narrativo llevado hasta convertir cada mínimo retazo de su existencia en una metáfora por descifrar, mostrando al tiempo la esencia de sus personajes y de nuestro tiempo. Son fríos, calculadores, buscan su propio beneficio y no permiten que nadie les conozca; son jugadores perfectos, psicópatas funcionales que depredan para lograr lo que desean e, irónicamente, en su deseo está el germen de su posibilidad revolucionaria. Nick Dunne sólo ofrece la mejor versión de sí mismo cuando quiere conquistar a Amy, al igual que Will Graham con Hannibal. Para enfrentarse contra un sistema hostil, frío e impersonal, la única medida eficiente no son los buenos propósitos o las asambleas, sino el psicópata maquiaveliano capaz de liderar nuestros pasos hacia la mejor versión de nosotros mismos. Hacia la consecución de nuestro deseo auténtico, aunque haya que poner algunos cuellos en la guillotina durante el proceso.
En el audiovisual existe, al menos en apariencia, quorum al respecto. Necesitamos personas capaces de cargar sobre sus hombros la responsabilidad de la mayoría, la mayoría paralizada por el terror, para traer a través de la violencia (simbólica o literal) aquello que nos pertenece por derecho propio. En realidad no es nada nuevo, es sólo que hemos recordado que Nicolas Maquiavelo ya supo ver que no siempre el pueblo tiene el conocimiento la capacidad para salir adelante por sí mismo, que en ocasiones necesita ayuda de alguien con visión cuando ellos mismos están cegados. Incluso cuando, recordemos, el óptimo es que aquel con visión ceda su mando al de la mayoría cuando éstos puedan guiar sus propios pasos de forma adecuada: entre el Maquiavelo y el dictador dista la autoconsciencia del que se sabe libertador, no tirano.
Al menos en apariencia, decíamos. En el 2014 hemos visto como se mantenía a flote otra corriente estética mucho más amable, rozando lo naïf, que encontró sus propios códigos a través de los cuales articular un discurso ahora cuestionado, ahora ya no tan bien asimilado. Llámese twee, llámese moderno, llámese ser más almibarado que rebozarse en un tonel de azúcar, los colores pastel y la amabilidad que tienen su epitome en el confinamiento conservador de God Help the Girl (íd., Stuart Murdoch, 2014) parecen no convencer ya a nadie. Ya sea con Wes Anderson politizándose en El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, Wes Anderson, 2014) o Michael Fassbender mostrándonos en Frank (íd., Lenny Abrahamson, 2014) que la enfermedad mental no tiene glamour alguno, incluso cuando las convenciones estéticas se deciden por lo amable, lo tontorrón, lo mono, la tendencia natural de nuestro tiempo es pensarlo desde una posición crítica, si es que no directamente radical. Al menos, si se pretende que el espectador no acabe vomitando bilis en vez de arcoíris al exponerse a una crítica y un público hastiado de las pretensiones reaccionarias de la estética indie pop de nuestro tiempo. Porque ser apolítico también es ser político.
Es imposible pensar 2014 sin pensar en sus derivas estéticas, con el problema de que en 2015 seguramente sigan radicalizándose. O quizás estallen de una vez. Ocurra lo que ocurra, la verdad es que existe una evidente inquietud por el presente, toda una linea subterránea que va atravesando todo el audiovisual que está más cerca de los márgenes que de la exhibición normativa —donde unos dicen Rompenieves (Snowpiercer, Joon-ho Bong, 2013) y los otros responden Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman, 2014)—, el lugar donde Hollywood sigue vendiéndonos las mismas historias de siempre que no, que no nos representan. ¿Por qué casi todas las grandes producciones se han estrellado en taquilla? Porque cada vez nos resulta más difícil sentirnos interpelado por ellas. El motivo último del cine, como el de cualquier otro medio artístico, es hacernos sentir, hacernos conectar con una verdad profunda oculta dentro de nosotros mismos; donde Hollywood es la casta; por utilizar el término de moda en el 2014, las producciones al margen de las dinámicas del presupuesto desorbitado son la alternativa, aquellos que nos representan. Con honorables excepciones, pero no siempre suficientes.
Abandonamos el año más políticamente cargado de las últimas décadas, ¿y qué nos deparará entonces el 2015? Eso dependerá de quien alcance el poder y de si, una vez allí, si son quienes se presentan como alternativa, recordarán ser libertadores (y cambiarán las reglas del juego) o se mostrarán como tiranos (y no harán nada más que seguir el juego donde los otros lo dejaron). Sea en la política, sea en la industria del cine, que sepan que lo observamos. Porque esa es la función de la cultural: no sólo caracterizar el presente, sino también transformarlo.