Palabras para tu sexo
Movimiento 01. Simulacros/Dinteles
De entrada, un único plano.
Doc (Joaquin Phoenix) está incubando sus teorías fantasmales frente al televisor. No es, ciertamente, un plano subjetivo, ya que está ligeramente escorado como para corresponder a su mirada. Sin embargo, en el plano dentro del plano, todas las líneas se ordenan primorosamente para que el centro mismo del encuadre sea el rostro de Bigfoot (Josh Brolin). Y, sin duda, se trata de un lugar extraño para ese secundario de poca monta, ese policía agotado de sí mismo que encarna una Ley oxidada.
Comencemos señalando que, de alguna manera, Puro vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014) es una película que retoma entre sus dedos la posibilidad de recuperar todos los sueños perdidos. Sueños contraculturales, sueños de una verdadera libertad sexual en la que no interfieran los simulacros, sueños de reconciliación con la imagen misma. Así que Bigfoot, que es la tensión misma de la ley, actúa como policía, le presta su cuerpo (de policía) a esa posibilidad simulada desde la que mira al mismo tiempo a Doc y al espectador. Y así como un primer fantasma (televisivo) se asoma al salón del protagonista, un segundo fantasma (carnal) se conjura frente a él.
El cuerpo de la mujer desaparecida se apoya contra el dintel de la puerta. Hay un dintel falso (el de la falacia catódica) y un dintel verdadero (el del cuerpo presente). Está situada allí, entre los dos mundos: el de los muertos y el de los vivos, el de la presencia física y la recreación memorística, entre el amor y el olvido. Cuerpo flotante, cuerpo también hermoso, a su manera, situado —es importante repetirlo— en ese dintel en el que sólo caben dos posibilidades: entrar (y comparecer) o salir (y desaparecer).
Sin embargo, el siguiente plano de Paul Thomas Anderson remarca, con toda claridad, la sensación de exterioridad de la mujer.
Doc, está situado en lo que parecería un encuadre simétrico. Pero no hay que confundirse: si miran con atención verán que hay dos elementos que lo desmienten: a la derecha, el dintel (que representa la aperturidad, la oportunidad) y a la izquierda, el teléfono. Teléfono que además está extrañamente iluminado —se pueden apreciar dos rebotes de luz claros sobre su superficie, el brillo de esa televisión a la que se asomaba Bigfoot—, y cuya importancia en el desarrollo de la secuencia será absolutamente clave.
Por el momento, Doc simplemente mira. Está demasiado lejos de la cámara, demasiado lejos con respecto a la proporción que ella, Shasta (Katherine Waterston) ocupaba en plano. Sus manos se deslizan cuidadosamente por la superficie del sofá, un sofá que pese a su color rojo, es la huella misma de la ausencia de la mujer. Sofá no compartido, noche tras noche, sofá de abrazar sueños impregnados de marihuana y olores que no son, por así decirlo, los olores deseados. Los olores del deseo.
[Es curioso que la traducción de la película en castellano, Puro Vicio, juegue con la idea del vicio como algo relacionado con la carne o con el consumo límite de experiencias físicas, mientras que el original, Inherent Vice, hace referencia a un defecto concreto en el traslado de algunas piezas. Puro vicio se puede entender entonces como puro defecto, o pura desviación o puro mal hábito. Del mismo modo, se suele olvidar que etimológicamente lo vicioso era, en su origen, lo fructífero, lo que daba frutos, lo que ofrecía resultados. Puro Vicio es, también, en su esencia, un puro fructificar por el error, un puro proliferar por lo torcido]
La mujer es, en esta naturaleza, dintel y dueña de su presencia en la exterioridad de la habitación. Doc, como siempre, es confusión. Y Bigfoot —que por algo es el tercero, la Ley—, comparece entre ellos primero televisivamente, y después, como llamada telefónica.
Doc mira hacia la izquierda del encuadre. El espacio del televisor. Tiene frente a sí el cuerpo de Bigfoot y ahora tendrá, también, su voz. Sin embargo, esa voz corresponderá con un segundo espacio doméstico completamente deshilvanado.
El hogar de Bigfoot, por mucho que tenga todos los rasgos de un espacio familiar, está absolutamente descoyuntado. No hay rasgos de complicidad, de autenticidad, sino simplemente esa conjunción de muebles apilados, escupiendo sus texturas contra el espectador. Por ejemplo, esa madera manifiestamente fea que ocupa la derecha del encuadre, madera barata en la que también se aprecia el rebote de luz de la televisión encendida. O por ejemplo también en la manera en la que se presenta la mujer del policía, siempre difuminada, en segundo plano, como una suerte de espíritu enloquecido que intentara poner orden en su domicilio.
MOVIMIENTO 02. PALABRAS/CUERPOS
Shasta, en tanto mujer deseada y exterioridad, ha desaparecido del encuadre y su presencia se traduce en una serie de ruidos fuera de plano que no podemos terminar de localizar. Cuando reaparezca, su cabeza será seccionada por el encuadre y su ropa interior ocupará el centro del plano.
Se trata, sin duda, de una imagen perturbadora. La fuente de luz ocupa el mismo espacio que en el plano de Bigfoot, y sin embargo, la lámpara parece flotar suspendida a una altura completamente inverosímil. Del mismo modo, ella ha decidido traspasar el umbral convertida en cuerpo, descabezada, absolutamente sexual y llevando dos cervezas en la mano. Es una invitación explícita a la tormenta sexual que va a desencadenarse, pero a su vez, genera una extraña tensión anti-erótica ante la posibilidad de su ausencia misma de rostro.
La mujer de Bigfoot, por cierto, tampoco tiene rostro alguno.
Pero a diferencia de Sashta, su posición es absolutamente antierótica. Antes bien, podríamos pensar que es extrañamente maternal, castradora. Bigfoot la mira desde una posición inferior, en actitud casi pueril, como un niño miraría a su madre tras recibir una notable reprimenda. Del mismo modo, el reflejo azulado del televisor sobre su vestido añade una extraña coloración azul en la derecha del encuadre, una frialdad extra sobre esa mujer anónima de acento exquisito que reprende, que se siente herida, que nada conoce de los caminos del deseo. Su nombre, para redondear la jugada, es perfecto: Chastity Bjornsen, la castidad de Bjornsen. El pobre Bigfoot, atrapado por su mentira televisiva y convertido en un niño, no folla. No puedo follar, pues sin duda esa mujer gélida y gigantesca no tiene el menor interés en su deseo. El pobre Bigfoot, que sonríe tranquilo al ver como su madre/mujer reprende a ese sucio hippie por teléfono y le dice, en fin, todo aquello que él mismo querría decirle desde la entraña, y no desde la envidia.
De ahí también que, tras el final de la llamada, Thomas Anderson reduzca la escala de plano para centrarse en Doc, para retratar con todo cuidado su sorpresa ante un nuevo acontecimiento que sucede en el contraplano.
Su cuerpo se impone en el encuadre de manera gigantesca, mayor incluso que la de la esposa/madre de Bigfoot, completamente centrado y dividido por esa sombra estimulante que se genera a su derecha, contra la madera opaca. Sus manos se dirigen hacia la entrepierna, como si quisiera controlar, al menos por el momento, lo que allí se conjura. Sonríe, pero no como los niños torpes que descubren un objeto de deseo, sino como el carnívoro animal confiado que paladea, con la mirada, a su presa. Es importante decirlo: pese a haber adoptado durante toda la cinta un rol melancólico hacia Sashta, en un primer momento del placer se niega a jugar al poeta lánguido de bajos vuelos. El gesto, la mirada, la respiración, no dejan lugar al menor error. Se trata del cuerpo, no de la melancolía. Se trata del deseo, y no de la literatura.
Es decir: se trata de que Sashta NO sea un fantasma.
Sin embargo, el sentido del texto es asombroso.
Y no únicamente por la potencia erótica de la imagen, fuera de toda duda. Tampoco por la desarmante belleza de Sashta, que mantiene una poderosa relación con el espacio y con las sombras. Hay algo que se oscurece en su propio rostro, algo que nos hace desconfiar, y a la vez necesitar, de su acercamiento al deseo. Y con gran precisión, pregunta: ¿Qué clase de chica prefieres, Doc?
Ella, por lo tanto, se ofrece —o parece ofrecerse— para ocupar cualquier rol simbólico que suture el deseo de su compañero. Puede ser una adolescente sumisa —así lo remarca—, capaz de comprender los meandros del juego y encarnarlos. Sin embargo, lo sabemos, puede ser muchas más cosas, excepto, por supuesto, lo que ha sido durante toda la película: una tremenda nada.
Sashta entra en el juego lacaniano del placer con una inteligencia desmesurada. Por mucho que se ofrezca como fantasía/fantasma, en lo íntimo controla profundamente las reglas del juego. Por mucho que se finja esclava, es sin duda el dominio mismo personificado. Los mecanismos de la conquista y de la seducción se traducen en ese acercamiento en plano donde hay un acto principal —apagar la televisión, esto es, negar cualquier fantasma, cualquier aparición, cualquier simulacro que no sea el suyo— y, a bocajarro, hablar.
Hablar del propio deseo, y no de ese que tienen «las chicas que Doc prefiere».
Hablar en pleno ademán sensual, masturbatorio. Hablar de sexo —pero también de sufrimiento— en un gesto que remite a las mujeres iluminadas de Klimt. Sashta habla —mística erótica del logos— y al hacerlo, nos vuelve a hermanar con Doc en el punto de vista, pero también nos obliga a hacernos cargo de su palabra.
Hay algo maravilloso e inquietante en este encuadre, algo que probablemente tenga que ver con un único vector que todavía no hemos pensado lo suficiente: el poder la mujer que habla de sexo, de su sexo, en el cine. Una línea que atraviesa la impresionante narración de la orgía en la playa de Persona (íd., Ingmar Bergman, 1966) o la configuración traumática del placer de la Knightley en Un método peligroso (A Dangerous Method, David Cronenberg, 2011). La narración de lo sexual a partir de la mujer y la fuerza de su deseo mismo pone de manifiesto, de alguna medida, que todavía sigue siendo un tabú y que sigue incomodando por mucho que ciertos tics de mirada heterosexual normativa parezcan borrados del mapa. Y con las mismas, creo que podemos decir, también deja un espacio de significación sensual que nos atrapa y nos hace desear, muy estrictamente, no sólo el cuerpo sino también la palabra de la mujer. Aunque nos duela. Porque nos duele.
Como ocurría en los proverbiales discursos de las histéricas, poco a poco, el acontecimiento del dolor va emergiendo paulatinamente en el discurso. Y es un dolor lo suficientemente amplio, lo suficientemente poco delimitado, para que el espectador se vea obligado a intentar trazar las líneas entre sumisión, prostitución, fantasía, esclavitud, éxtasis y horror. El texto, simple y llanamente, no ofrece una respuesta unidireccional. No nos deja acceder al verdadero núcleo del deseo de la mujer, y como Doc, nos quedamos extrañamente superados ante la potencia de su relato.
Lo interesante, en términos de forma fílmica, es la manera en la que ella aumenta su tamaño en plano y, al tumbarse sobre él, se dirige directamente hacia la cámara.
El encuadre se ha convertido en una especie de primer plano en el que Doc, ya completamente superado por ella, queda reducido a una mancha fuera de foco. Del mismo modo, hay una violencia explícita contra nosotros al someternos, cara a cara, con ese cuerpo que no sabemos si goza imaginando una escena fantasmal para atrapar a su expareja, o por el contrario, si goza recordando unos parámetros de placer que chocan diametralmente con nuestra idea de la sexualidad libre y consentida. Se trata, ciertamente, de un enfoque visualmente problemático, pero por ello mismo, fructífero. El uso del rojo del sofá genera una especie de barrera visual, un No trespassing que, pese a todo, nos permite aferrarnos con todas nuestras fuerzas a esa breve distancia.
Somos observadores, pero como ocurre con la palabra de Sashta, no sabemos muy bien si queremos desvelar, participar, encontrarnos en su puro vicio, o si por el contrario, es mucho más cómodo pertenecer a un discreto segundo término escópico.
“¿Por qué me cuentas esto?”, pregunta Doc. No es una pregunta baladí. Para herirle, o para excitarle. Para herir(nos) o para excitar(nos). Para pedir ser cuidadosamente golpeada, para expiar unas culpas que se traduzcan, de manera irremediable, en un encuentro sexual.
Sin embargo, resulta extraño, ninguno de los dos parece disfrutar del acontecimiento. Él simplemente está enfurecido ante la galería de fantasmas conjurados y encuentra en el sexo una especie de canalización imposible de su rabia. Ella, ahora sí, ha adoptado la formulación del rostro melancólico y mira hacia el exterior del encuadre con una impresionante tristeza. La música que acompaña al acto se ha convertido en una especie de conjunción desafinada de cuerdas —y habría mucho que estudiar sobre las relaciones Herrmann/Hitchcock en esta escena concreta—, que chirría en el fondo de la banda sonora. No es, sin duda, ni un tema romántico ni un tema sexual. Se trata, antes bien, de una trampa, de una vía muerta, de un espacio extrañamente angustioso. Y, sin embargo, también curativo.
Sashta, al principio de la seducción, se ofrecía para él como un significante erótico a su elección. Podía ser todo. Todo lo que él quisiera. Ahora bien, su jugada maestra consiste en invertir las tornas para obligar a Doc a comparecer en su propio relato, a convertirse en ese amante triste y desesperado que, de alguna manera, tiene que ser para conocerla.
Sin embargo, tras lo que parece un fracaso, ella pregunta: ¿Eso significa que estamos juntos de nuevo? Y por mucho que Doc se niegue, por mucho que todo apunte en otra dirección, el siguiente plano sutura la reconciliación entre los dos cuerpos y, de alguna manera, asegura la paz entre ellos.
Únicamente a partir de las palabras postcoitales de la mujer podemos entender el significado concreto que toda la escena tiene en el conjunto de la película. ¿Eso significa que estamos juntos de nuevo? O, dicho de otra manera: ¿Haber hecho el amor de esta manera no implica que mi cuerpo no servirá a ninguna de tus fantasías lejos de mí? Doc, que hubiera podido ser fácilmente consolado por un espejismo estrictamente sensual, es obligado a permanecer ahí donde el deseo de Sashta le quema. Es obligado a aceptar todo su pasado, todas sus contradicciones, todo aquello que le duele pero que, ciertamente, es ineludible.
Hacerle el amor a la Sashta entristecida y confusa es, después de todo, hacerle el amor a la verdadera Sashta, la indescifrable, la humana, la que ha elegido y se ha dejado elegir por su deseo. De ahí que sus palabras retumben y nos hagan daño: todas las escrituras del verdadero deseo son espinosas, porque en ellas se encuentra lo más profundo de nuestras subjetividades. Sólo mediante ellas se puede escapar de quedar, como la mujer de Bigfoot, descabezada en el laberinto de la castidad y de la mentira marital.
Hay que follar, precisamente allí donde el cuerpo es más verdadero. Donde están las mejores palabras. Donde están las palabras de la verdad.