Centenario Orson Welles

Orson, cuántas maravillas hemos visto

La sesión televisiva de sábado tarde  se desbordaba con tiroteos, tanques y luchas. En otras ocasiones alguno de los dos canales existentes en mi infancia pasaba alguna comedia que a los críos nos resultaba divertida. Sin embargo sucedió un día que, a media tarde, pasaron una película peculiar. Ni cabalgadas, ni disparos ni explosiones. No era una comedia y, no obstante, siendo un niño sentí que no era una de aquellas películas en las que la gente se limitaba a hablar. Trataba de la vida del hombre más poderoso del mundo (o quizás sólo de América, pero eso ya era mucho). El caso es que se murió sin que nadie supiera bien cómo era. Y un grupo de gente lo investiga. Y ahora recuerdan una cosa, ahora otra, y los actores se ven jóvenes y viejos, y había un castillo de cuento de hadas con objetos del fin del mundo, y un trineo que se quemaba…

No acabé de comprender en mi infancia qué significaba aquella película, para mí tan distinta, tan diferenciada. Pero me llamó lo suficiente la atención como para guardarla en mi memoria para repescarla unos años después cuando vi otras películas hechas por el mismo tipo, todas ellas muy curiosas. Una película de mafiosos en la frontera mejicana, muy, muy oscura, con la chica que en otra peli mataban en la ducha y con el Heston de El planeta de los simios.  Otra en la que un marino pringado se enrola en un barco de ricos y se enrolla con la chica pero todo es una trampa y hay muy mal rollo y todo acaba en un estropicio total…

Pasaron los años y, finalmente, entendí la importancia de llamarse Orson Welles. Pero no pude dimensionar su cine. Yo no era más que un adolescente cinéfilo y Orson y su obra (él mismo era su propia obra) eran bigger than life. Después del frenesí visual de Citizen Kane, llegué a apreciar la serenidad de la cámara y la inteligencia de la puesta en escena de The magnificent Ambersons (nada de El cuarto mandamiento). Valoré la oscuridad primitiva de su Macbeth. Entendí Mr. Arkadin como un ejercicio  de síntesis de Kane, de modo similar al que Hawks hiciera llevando el Rio Bravo hacia El Dorado… Y pasó el tiempo y vi que había mucho más. Tuve la suerte de gozar en diversas ocasiones con la apócrifa biografía de Hearst pero también con la inmortal adaptación de Shakespeare  y su Falstaff, que es tanto del bardo como de él mismo.

Me atreví (como un foráneo, un neófito que accede a un panteón que no le es permitido) a acudir a un seminario en el que un frustrado Esteve Riambau lamentaba no haber podido llegar a entrevistarle. Welles falleció tras numerosos contactos telefónicos con el actual director de la Filmoteca de Catalunya que preparaba un libro sobre el maestro. En el seminario (Barcelona, 1987) también participaban diversos colaboradores de Welles en Campanadas a medianoche, su biógrafa Barbara Leaming y su última “musa”, Oja Kodar…  Me permitió ver las diversas facetas de Welles: radiofonista, showman avant la lettre, director teatral, actor, innovador cinematográfico. Pero, sobre todo, nómada.  Aunque, cabría preguntarse, ¿Un nómada o un fugitivo? ¿Autor fracasado, experimentador o bon vivant?

En aquel seminario, impartido por colaboradores de Welles y estudiosos de su obra, todos devotos de su persona, llegué a aprender una serie de mantras que memoricé para identificarme en comunión con el autor por excelencia.

Autoexiliado tras el forzado fracaso de It’s all true, censurada por izquierdista (y que contiene, en Los jangaderios, algunas de sus mejores escenas) y acusado de derrochador y de filocomunista, Welles tarda un tiempo en rodar en Hollywood. Sin embargo, no está inactivo y va desarrollando un par de work in progress. Por una parte, la que sería una gran obra shakespeariana, un Othello lleno de turbideces y ambigüedades y rodado en tres etapas distintas, en las que los escenarios de Venecia se fundían con los de Essaouira, por arte y magia de su creador. Por otra un Quijote que tardaría más de un cuarto de siglo en ver la luz, rodado en diversas décadas, y que no merecía el montaje formal que se hizo y que era equivalente a una mutilación.

Su errancia es distinta a la que sufren otros autores contemporáneos o  posteriores, como Ray, Mann, Fuller o Huston. Autores que pasaron por (e incluso triunfaron en)  Hollywood antes de ser desterrados por motivos diversos y que sólo consiguieron un par de obras destacables en sus paseos europeos o bien se dedicaron al péplum, suerte de blockbuster de aquellas épocas. A diferencia de ellos, Orson Welles llevó consigo su genialidad y sus recursos para conseguir mantener  una obra en marcha y un buen nivel de vida. Su retorno a Hollywood, físico o contractual, no tuvo lugar del modo deseado. Welles era un actor mercenario, bien reputado como tal, que podía lucirse a cambio de dinero que le permitía seguir llevando a cabo sus proyectos personales, con estrecheces, pero con libertad. Intervino en un montón de películas alimenticias, obras de serie B muchas de ellas, pero también protagonizó pequeños papeles de gran impacto (como fue su intervención en Moby Dick) y buenas obras como Jane Eyre, Impulso criminal, La década prodigiosa e, incluso, una obra maestra, El tercer hombre (obra que lleva su huella aunque él siempre negó su autoría).  Los ingresos percibidos le permitieron elaborar Othello y su peculiar Quijote, asi como tener algunos recursos propios  que invertir en  F for Fake o la casi invisible The Other Side of the Wind. A diferencia de John Huston, quien también aparece en esta obra, Welles opta por venderse caro y trabajar poco. Hace diversos anuncios al  estilo Lost in translation  y protagoniza o presenta programas televisivos y espectáculos de magia, otra de sus grandes aficiones.

Pasó el tiempo y acabé no sólo disfrutando una y otra vez con las obras de Welles. Tambíén me dediqué a hacer cábalas sobre su cine, en base a las imágenes vistas mil veces y a los mantras aprendidos.

Pensé que Cervantes miró al medievo mediante Quijote y se situó en una suerte de renacimiento ”sui generis”. Welles mira al barroco cervantino y lo refleja en unas imágenes tenebrosas y con “horror vacui”. Los planos de Welles son el resultado de combinar dos factores inversamente proporcionales: escasez de presupuesto e inventiva. Es lo que más me fascina de Welles. Era capaz de improvisar un rodaje en cualquier rincón, aun cuando tuviera prevista otro escenario. Si, durante el rodaje de una escena, advertía la capacidad del espacio para representar otro lugar, improvisaba encuadre y ángulo de cámara transformando una misma sala en dos o tres espacios distintos. O, a la inversa, un escenario en una película (mayormente Othello o Campanadas a medianoche) podía componers e con escaleras, muros, ángulos y puertas s ituados a cientos o miles de kilómetros unas de otras. El lenguaje aprendido del expresionismo y el juego de la luz y la sombra dejan de obedecer a un deseo autoral como podía ser el caso de su ópera prima para devenir las herramientas con las que construía ambiente pero también remendaba las costuras entre planos, un ejercicio imposible para otros creadores. Su maestría en el uso de picados y contrapicados, de ópticas diversas y de lentes deformantes le permitía dar un carácter, un tono, una emoción a las imágenes pero también facilitaba ocultar las limitaciones económicas en las que se debía mover… y todo ello, además, utilizando textos y diálogos brillantes y desarrollos argumentales de considerable densidad.  

Dijo Welles en cierta ocasión que de haber seguido un ideal romántico, hubiera ido a la Guerra Civil Española y probablemente estaría muero. No lo hizo por suerte. Ganamos un brillante creador en lugar de tener un cadáver exquisito. Y, de todos modos, habríamos perdido la guerra. En cualquier caso, ganamos un jugador. Porque Orson Welles, admirador de Griffith y Dreyer, pudo jugar con el mayor tren eléctrico del que disponía, como afirmaría a propósito del séptimo arte el perfeccionista Kubrick.

Hay tantas mimesis y herencias en el arte que es difícil citar un director que sea específicamente heredero de Orson (aunque la estética barroca de Terry Gilliam tenga abundantes puntos de contacto con la suya, así como su trayectoria esforzada, sus objetivos y sus resultados no son los mismos). Su sombra se proyecta en diversos planos, en algunas obras concretas (sin ir más lejos en la reciente Qué difícil es ser un Dios). Pero, como se ha reafirmado en otro seminario sobre Welles (de nuevo organizado por Esteve Riambau), el autor era, es, inacabable. Y resulta tan difícil analizar toda su obra como todas sus influencias. Welles era un trabajador incansable que necesitaba estar constantemente creando. A diferencia de otro admirador de su obra, Spielberg, que sólo desarrollará un proyecto si está convencido de su viabilidad, Orson elaboraba proyectos incansablemente. Numerosos proyectos inacabados, esbozos de guion e incluso de preproducción se citaron en el seminario de la Filmoteca. De entre todos ellos me llamó la atención un par de proyectos que constaban de desarrollo de guion, propuestas de producción e, incluso, entrevistas de casting en uno de ellos.

El primero de ellos, Noé, era la historia de un exiliado que esperaba en un parque público resituación laboral y personal pero que en realidad tenía la ambición de construir un arca para evitar un apocalipsis. Una niña rica le ayudaría y ambos escaparían cuando llegara el diluvio. No obstante, tras el mismo, los intereses económicos acababan por hacer naufragar el proyecto del nuevo mundo. El segundo, Operation Cinderella,  sería un comedia sobre la invasión de un pequeño pueblo italiano por parte de un equipo de rodaje; rivalidades profesionales y la huelga masiva de los extras saboteaban la producción que se salvaba al ofrecer los papeles correspondientes a los habitantes del pueblo vecino. La lucha entre ambas poblaciones sería recogida por la cámara consiguiendo el realismo deseado y negado a priori… a mis comentarios sobre la desconexión entre tales proyectos y el resto de la obra de Welles, más severa y alejada de la comedia en general, los académicos me respondieron, un tanto ofendidos, planteando que tenían evidencias de que eran proyectos reales y, por otra parte, de que Welles buscaba estrategias alternativas para conseguir lo que siempre quiso, regresar a Hollywood como uno de los suyos.

… Por mi parte, aunque pueda estar muy equivocado, y después de tantos años admirando el Mito Welles, prefiero creer otra cosa. Prefiero creer que a Orson le encantaban los juegos. Que le gustaba escribir. Y que necesitaba presupuesto para otros proyectos. Prefiero creer que disfrutó redactando el proyecto de un engaño. Y que, como buen prestidigitador, creó la ilusión de nuevas películas cercanas al gusto hollywoodiense. Pero, sin embargo, su objetivo no estaba en ellas mismas sino en la propaganda que hacía de sí mismo. En el presupuesto que ahorraba mientras era invitado a desarrollar su nuevo proyecto por diversos productores europeos interesados en lanzar esta o aquella prometedora estrella o, incluso, cobrar por el borrador del guion y por la entrevista con algunos actores… Es muy posible que esté equivocado. Que no sean más que ucrónicos desvaríos. Pero después de tantos años admirando al autor y al mito es lo mínimo que me puedo permitir. Y, además, es más divertido que un estudio académico. La grandeza de Welles radica no sólo en darnos a ver maravillosas historias, sino que también nos hace imaginar otras.