En el corazón del mal
Quedan avisados. Estamos en el corazón del mal. En los parajes por donde el mismísmo Satanás merodea a placer. Eso sí, en su manifestación más cotidiana: en estos parajes no hay fuego, ni gritos de los condenados ni olor a azufre. Sino una vaga neblina húmeda, olor a salitre y acres de terreno de verde apagado punteados por vacas pastando y lotes de heno. Estamos en un pueblecito del extremo más norteño de la costa francesa en el que el Mal, con mayúscula, impregna sutilmente cada rincón y a cada habitante de este típico “paisaje donde nunca pasa nada”. Hablamos de unas coordenadas habituales en el cine de Bruno Dumont, un director particularmente obsesionado por esta idea de lo maligno como presencia totalizadora en sus escenarios. De hecho, el litoral francés del Canal de la Mancha ya fue el principal protagonista de Hors Satan, su filme de 2011. Una exploración de la naturaleza como fuerza inabarcable que, ejercida sobre los seres humanos que la pueblan, los dispone hacia el mal. Se trata, entonces, de una naturaleza que, por algún motivo ininteligible, ha mutado en demonio omnipresente que es abstracto en su imposibilidad de ser delimitado a la vez que concreto en la manera que tiene de impregnar cada hoja, cada gota de llovizna y cada partícula de aire.
Uno de los dos agentes de policía protagonistas de El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, Bruno Dumont, 2014), perplejo ante el asesinato del que parte su argumento, exclama: “Es La bestia humana, mi comandante. Es Zola”. Y Zola tiene algo que ver con todo lo expuesto en el párrafo anterior. La obra del escritor francés es el determinismo naturalista en su máxima expresión, el estudio en clave literaria de cómo un microentorno influye sobre el comportamiento de cada uno de sus habitantes y dicta sus destinos. Ahora bien, Zola planteaba esta temática con una clara intención social y política, mientras que Dumont se mueve por intereses más bien metafísicos. Como si se preguntara qué misteriosas fuerzas empujan a un lugar concreto a convertirse en fuente de comportamientos malignos. Como podrán adivinar, no hay respuesta a esa pregunta. Al menos, no una que se pueda expresar en palabras. Así que el acercamiento de Dumont a estos lugares perdidos de la mano de Dios (nunca mejor dicho) se limita a la inmersión, a que el espectador se contagie de su cadencia particular. Y, al menos hasta esta cinta, este acercamiento se ha planteado casi sin diálogos. Porque, como decíamos, no hay palabras que puedan aportar un sentido. Las palabras son un producto de la razón, y precisamente el mal del que estamos hablando aquí no entiende de razones, ni se puede descifrar su origen, ni se puede encontrar un fin práctico a su ejercicio. Hablamos, por tanto, del tipo de mal más ancestral: el que va ligado a lo irracional. El horror, que decía el coronel Kurtz. Pero manifestado, en este caso, con languidez neblinosa.
Así que ya lo saben. Estamos en el corazón del mal. Ahora bien, si se leen los párrafos anteriores sin haber visto la obra que nos ocupa se puede tener la misma impresión que alguien que conozca la filmografía anterior de Dumont: que estamos ante un filme de semblante serio, acorde con lo sombrío de los temas que atraviesa. Más aún si nos fijamos en su sinopsis. Porque El pequeño Quinquin, en ciertos aspectos de su trama, es una especie de True Detective (primera temporada) a lo galo. Ambos productos tienen en común el seguimiento de la investigación de un crimen salvaje (en este caso, una mujer que aparece desmembrada en el estómago de una vaca), en un escenario rural apartado del mundo (un pueblecito de granjeros en la costa francesa del Canal de la Mancha) cuya presencia y efectos sobre el devenir de la comunidad se intuyen fuertes aunque no se manifiesten de ninguna forma demasiado concreta, y donde la llegada de los dos detectives que investigan el caso se confronta con las particularidades de los vecinos y los secretos que esconden. Por otra parte, comparten incluso su condición de miniseries (aunque la versión aquí reseñada de El pequeño Quinquin no es su montaje original para la televisión, sino su adaptación como largometraje). Sin embargo, la que nos ocupa cuenta con un elemento que la aleja tanto de la serie americana como de la seriedad habitual del anterior cine de su autor. Porque es una obra cuya parte terrorífica (hay unos cuantos asesinatos que, como decíamos, incluyen descuartizamientos y animales de granja antropófagos) queda diluida por su vertiente burlesca. Puesto que, por primera vez en su carrera, Dumont plantea una aproximación humorística a su tema estrella (esa indagación en el mal como elemento paisajístico y omnipresente). De modo que juega a mezclar la gestualidad corporal típica de Jacques Tati con la comedia de “perplejidad vaga” (por ponerle algún nombre), esa que extrae su hilaridad de la recreación de comportamientos desapasionados ante situaciones estrambóticas, y con algunos punteos de sketch absurdo, como la escena del primer funeral o la aparición de un pequeño superhéroe enmascarado. Lo que no deja de ser, por otra parte, una forma de autoparodia del director con respecto a sus anteriores trabajos. Una forma de burlarse del mohín solemne como forma de retratar el mal, de plantear la carcajada como ejercicio de desenfado ante la presencia de lo diabólico. Algo que, lejos de banalizarlo, marca aún más su presencia al introducir un elemento discordante como la risa. Esa risa que, por un segundo, se congela en mueca de horror.
Del elenco de personajes que va desplegando la película (o la serie, como gusten), uno de los grandes aciertos es la pareja de detectives protagonistas, los forasteros que llegan al pueblo: el comandante Van der Weyden y el teniente Carpentier, interpretados por un genial Bernard Pruvost y Philippe Jore. El primero es, quizá, la mejor encarnación de la sensación de vaga perplejidad bajo la que se filtran los violentos acontecimientos desencadenados en el pueblecito. Una perplejidad expresada en la mirada de cinismo cansado de Pruvost, que se combina con un amplísimo elenco de muecas faciales extremas, que convierten en una experiencia única el simple observar su interpretación. Algo que termina de rematar el complemento que le supone el teniente Carpentier, un personaje dibujado sobre todo a partir de sus torpezas corporales, una expresión con cierto deje de atontamiento y su querencia por hacer trucos de especialista con el coche de policía. Junto a ellos, quien canaliza gran parte del protagonismo es el pequeño Quinquin, el niño que da nombre a la cinta, y que en cierto modo condensa otro de sus mayores aciertos: la ambigüedad. A la inocencia infantil que se le atribuye por defecto, junto a ciertos gestos por su parte que parecen denotar bondad (sobre todo cuando se muestra la relación con su chica, con toda la carga implícita de inocuidad que conlleva el filmar un noviazgo preadolescente), se le contrapone una cierta chispa de maldad que se puede llegar a intuir solo en sus ojos oscuros y en su continua mueca de sonrisa retorcida. De modo que nunca deja de flotar en el ambiente fílmico el enigma de si Quinquin no es más que un niño despreocupado que se limita a ver el mundo como su campo de juegos o un pequeño genio maligno en potencia.
Los tres personajes citados, al igual que el resto del plantel, han sido interpretados por actores no profesionales. Se trata de un método que Dumont ha usado en prácticamente todas sus películas (la única excepción fue Juliette Binoche en Camille Claudel 1915, su anterior filme de 2012) y que lo emparenta con el concepto de interpretación con el que solía trabajar Robert Bresson. El maestro francés denominaba a sus actores como “modelos”, estos acostumbraban a ser vecinos de los lugares donde rodaba (y por tanto, actores amateur), y su criterio a la hora de escoger el reparto se basaba esencialmente en que el físico de los intérpretes connotara el interior de los personajes concebidos por el director. Por lo que Bresson se limitaba a aplicar el viejo dicho de que la cara es el espejo del alma, y dirigía a sus actores partiendo de la introversión: en lugar de ser ellos quienes se mostrasen “hacia afuera”, era la cámara la que se acercaba a ellos para indagar en sus almas. Hay mucho de esto en El pequeño Quinquin, al igual que en el resto de la obra de Dumont. Al igual que el comandante Van der Weyden, el teniente Carpentier y el pequeño Quinquin, el resto del reparto es una colección de rostros de una gran viveza expresiva debida en gran parte a su mera fisionomía (si bien, en esta ocasión, el director lleva el minimalismo de gestos y movimientos típico de Bresson a cierto exceso caricaturesco).
Pero hay uno de esos rostros, y aquí es donde se puede buscar una de las claves de la película, que lleva esta expresividad de lo narrativo a lo simbólico. Se trata del hermano de Quinquin, afectado por una fuerte discapacidad intelectual (Dumont ya experimentó el rodar con enfermas mentales en Camille Claudel 1915). El comandante Van der Weyden le define, aparentemente en broma, como el mismísimo Satanás. Y la cámara se detiene en la contemplación de su mirada vacía, en sus movimientos corporales sin sentido. Lo que tiene de simbólico este personaje es que constituye la perfecta manifestación de los efectos del Mal, aquel que unas líneas atrás señalábamos con mayúscula: un ser humano que combina la ausencia de capacidad para el razonamiento, que conlleva la ausencia de moral, con un entorno catalizador de lo maligno. El resultado es el diablo (o más bien una réplica del diablo), que nos es presentado como una broma que en el fondo (al igual que hace el teniente Carpentier) nos tomamos en serio. Porque, aunque se filtre bajo la carcajada, lo que hay en el fondo de la irracionalidad entregada al mal sin ningún objetivo concreto es un inmenso vacío al que horroriza asomarse. Ante el cual, y he aquí el gran descubrimiento de esta película, la mejor actitud para convivir con él es el desenfado. La manera que tienen el pequeño Quinquin y sus amigos de seguir inmersos en sus juegos mientras a su alrededor se desata el horror. Lo que, traducido a la mirada del espectador que observa desde fuera, se transmite mediante el recurso a la comedia.