Asumir el tiempo
En uno de sus gags más inspirados, Del Revés (Inside Out, Pete Docter y Ronaldo del Carmen, 2015) deconstruye literalmente a sus protagonistas al hacerlos entrar en la cámara del “pensamiento abstracto”, una de las muchas dependencias mentales de Riley, una niña de once años dentro de la cual viven, personificadas, sus cinco emociones primarias (Alegría, Tristeza, Miedo, Asco e Ira) y toda una geografía mental anexa que compone un mapa, con base científica, de lo que sucede dentro de nuestras cabezas. La mera exposición del gag al que nos referíamos y del argumento que lo sostiene ya demuestran la complejidad conceptual y el retrato pormenorizado de los estados mentales a los que Pixar dispara, en la que probablemente sea el más complejo filme de su apabullante filmografía.
Pero a lo que íbamos; en la recién estrenada cámara del pensamiento abstracto de Riley, Alegría, Tristeza y Bing Bong (emociones y amigo imaginario de la niña, embarcados en un viaje por devolverle el equilibrio mental tras abandonar amigos y aficiones al mudarse a San Francisco con sus padres) sufren un procesado cognitivo que les transforma, sucesivamente, en personajes abstractos dignos de Picasso, fragmentos deconstruidos, figuras en dos dimensiones sin profundidad (sin ilusión de profundidad, hallazgo de la pintura figurativa renacentista, podríamos añadir) y finalmente en formas abstractas de colores. Todo esto, que puede ser interpretado como chiste highbrow dirigido a la clase media educada (y adulta, en ese lugar común de Pixar) de la sala de cine, contiene en realidad una de las claves necesarias para comprender los devaneos del cine de animación desde su aparición, allá a principios del siglo XX: el pulso entre figuración (intento de ilusión de realidad propia del complejo de inferioridad crónico de la animación con respecto al cine de imagen real) y abstracción (simplificación, sublimación estética de lo real, la animación ya no espejo sino lectura del mundo en sus propios términos).
Del revés, como toda obra maestra, funciona no solo como aparato formal y narrativo brillantemente ejecutado (cosa a la que John Lasseter y compañía ya nos tienen acostumbrados) sino también como puerta de entrada a la historia y tradición del género en que se enmarca, como comentario consciente o inconsciente de los desafíos y contradicciones a los que se han enfrentado los que lo han practicado previamente. La autoconsciencia, la referencialidad posmoderna y el juego con los arquetipos narrativos que Dreamworks popularizó a raíz de Shrek (íd., Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001) entraron, depende de a quién se pregunte, como soplo de aire fresco o como elefante en una cacharrería en el panorama de la animación digital para todos los públicos, pero en el discurso Pixar lo referencial siempre viene más sutil, mejor imbricado, casi indistinguible del resto del conjunto. Pensemos en los gestos de cine mudo de la primera parte de WALL·E: Batallón de Limpieza (WALL·E, Andrew Stanton, 2008), en cómo se retuerce el locus del animal parlanchín del tradicional cartoon en los perros parlantes de Up (íd., Pete Docter y Bob Peterson, 2009) o en la brillante parodia encubierta del cine carcelario de grandes evasiones que es Toy Story 3 (íd., Lee Unkrich, 2010). Del Revés se erige, en esta vía, en un compendio de formas y estrategias estéticas que contrapone el mundo real del paso a la edad adulta, con ese fotorrealismo al que les gusta jugar a los de Lasseter de tanto en tanto, con el mundo imaginario e imaginado de la cabeza de Riley, geografía curvilínea y alejada de lo figurativo, espacio proteico en el que los lugares aparecen y desaparecen, los trenes vuelan por el cielo y los caminos evolucionan al ritmo de los pensamientos de la niña.
En este sentido, muchas veces se ha hablado de la habilidad de Pixar para encandilar por igual a niños y adultos mediante ese concepto tan caro a sus defensores como es el de la doble lectura: como es bien sabido, supone la presentación de una historia que apela a los niños en sus aspectos más básicos y dinámicos, inocentes, no reflexivos (aquí, las vicisitudes de una niña triste porque su familia se ha mudado, las aventuras coloridas y veloces de Alegría y Tristeza por los imaginativos espacios mentales) pero también se dirige a los adultos al presentarles un trasfondo, muchas veces relacionado con la experiencia que da el hacerse mayor, en el que caben reflexiones acerca de nuestro papel en el mundo, las desavenencias familiares o, en fin, muchas de las preocupaciones de la clase media del mundo industrializado.
Sin embargo, esta separación en dos compartimentos del adulto y el niño muchas veces tiende a olvidar uno de los resortes emocionales que más interesan a Pixar, y que viene íntimamente relacionado con el hecho de que, antes de ser adultos, los adultos también fuimos niños. Y su éxito viene dado por el aprovechamiento que hace Pixar de este componente melancólico, pero quizás no tanto mediante una vertiente narrativa como formal: con su misteriosa alquimia, las líneas onduladas y suaves, simplificadas, del dibujo infantil (y dentro de las cuales vive gran parte de la fauna de personajes de la compañía) aprenden lo que es el dolor y el sufrimiento, se enfrentan a dilemas morales de envergadura, dejan, en fin, pasar el tiempo por ellas, dejar entrar el recuerdo y con él la melancolía y la nostalgia. De repente, puede que se produzca un cortocircuito en la mente adulta, un cortocircuito del que ninguno somos ajeno porque todos hemos sido niños: los juguetes con los que vivíamos aventuras infinitas y atemporales, las emociones simples que nos proporcionaban alegría en nuestra concepción infantil del mundo en la que no existían ni pasado ni futuro, los monstruos del armario cuya única función era, claro está, asustarnos… de repente todos estos símbolos de cuando fuimos niños y nada importaba empiezan a enfrentarse a otro tratamiento de la realidad, uno que ya no se contenta con la simplificación y la atemporalidad, sino que vive con el recuerdo a hombros, que hace que los dibujos infantiles lloren, los monstruos puedan ser despedidos de su trabajo y los juguetes se pregunten de qué servirán cuando Andy ya no juegue con ellos. En esencia, Woody y compañía tuvieron que enfrentarse, y con ellos los espectadores, en una malvada maniobra de Pixar, al paso de un sistema que considera a los objetos como puertas de entrada a otro bien distinto, un mundo más pragmático y en el que los objetos ya no nos trasladan al espacio infinito de la imaginación, sino a las llanuras melancólicas de la inocencia perdida. La enunciación, la mirada autoral, es siempre la de unos adultos a los que les gustaría volver a ser niños pero saben que no pueden, y en esta fractura se desarrollan sus películas. En este sentido, Pixar explora las potencialidades de la forma infantil para retrotraernos a la infancia como ninguna otra compañía lo ha hecho; no es que sus filmes sean simplemente para adultos y niños, sino que son para cualquier ser humano que crea que, tras la arquitectura anodina de lo cotid iano, pueden esconderse los resortes de lo mágico. Que en la cabeza de una niña puede desarrollarse la más increíble de las aventuras.
Cabría indicar, para seguir, que no es la primera vez que en la historia del cine de animación una familia se enfrenta a los desequilibrios del crecimiento de su hijo en un pacto entre la forma libre del cartoon y las necesidades figurativas de lo real: en Gerald McBoing Boing (íd., Robert Cannon, 1951), influencia innegable para Del Revés, el pequeño Gerald aterroriza a sus progenitores cuando descubren que, en vez de palabras y frases coherentes, su comunicación se limita a emitir sonidos caricaturescos, onomatopeyas más propias del comic strip o los cortos animados que de la realidad: boing, boom, zas y toda una panoplia de sonidos de puertas, animales y demás. Allí, Cannon estaba sentando las bases de una estética animada que huía del intento de realismo de una Disney a la que, aunque aún le quedaban páginas doradas por firmar, caería en la falta de invención tras la muerte de su fundador años más tarde. Cannon y su equipo de la UPA, vanguardista compañía norteamericana de animación, estaban representando el pulso entre la realidad y la libertad del cartoon dentro de su cortometraje pero también fuera, pues el estilo de dibujo de Gerald McBoing Boing dista mucho del realismo imperante y propone la simplificación general del escenario, la caricaturización y exageración de los rasgos humanos como forma de crear otra realidad, y no una que quiera emular constantemente la nuestra. En este sentido, sus hallazgos estéticos pasaron sobre todo por poner el arte de la caricatura de tintes ácidos, arte estático en todo caso, y que en los cincuenta encontraba su paradigma en las irónicas y minimalistas ilustraciones de la New Yorker, al servicio de la imagen animada. La lección quedó clara: la animación surgió para emocionarnos, como un milagro, a través de la improbable sucesión de trazos o volúmenes, y no tanto para fijarse en el ejemplo de la fotografía o el cine de imagen real.
En este cruce entre emoción y risa, que es en lo que se ha venido especializando Pixar, el arte de la caricatura highbrow es un predecesor importante, pero el viaje para hacer evolucionar un arte temprano, hasta demostrar a todos que puede llegar a asumir la experiencia humana en su totalidad, se corresponde más bien con la experiencia de un Charles Chaplin. En efecto, aquel, que se hizo célebre con sus cortometrajes slapstick cargados de puro dinamismo e insertos en una temporalidad alternativa y cíclica, decidió introducir la emoción en la ecuación cuando se lanzó a dirigir sus primeros filmes, y así lo mantuvo durante el resto de su carrera (incidiendo incluso en una nostalgia muy Pixar —o al revés— en filmes tardíos como Monsieur Verdoux, de 1947). La unión perfecta entre comedia física y ternura que se dio cuando, por ejemplo, en Luces de la Ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931) el pobre tramp Charlot encadenaba episodios slapstick con otros de carácter más humanista, rayano en lo melodramático, de entre los cuales su intercesión para poder curar a una joven ciega de la que está enamorado marca uno de los momentos en los que la conciencia de la realidad, y con ella de una temporalidad que se tornará melancólica en filmes posteriores, empieza a pasar por el rostro de Charlot.
Pixar, que no en vano se caracteriza más por su innovación formal que por su experimentación en el campo narrativo, ha sabido imbricar también en su discurso, Del Revés último ejemplo de ello, los hallazgos dorados del intachable guión de hierro del clasicismo hollywoodiense (alguien me dijo que Del Revés era la primera película de autoayuda, y quizás estaba olvidándose de que, en su pretensión de visión totalizadora de la realidad, ya el clasicismo de aliento humanista proponía modelos de conducta concretos y soluciones a problemas morales complejos, véase la práctica totalidad de las filmografías de Billy Wilder o Frank Capra, cuya influencia en Pixar es incalculable); pero sumándole a ello la libertad creativa en las formas que Disney investigó en sus décadas doradas (los pasajes lisérgicos y surrealistas de Dumbo (íd., Ben Sharpsteen, 1941), casi una propuesta de underground cartoon; la locura multiforme del Genio de Aladdin (íd., John Musker y Ron Clements, 1992), que supo aprovecharse del talento improvisatorio de su intérprete, Robin Williams; el coqueteo con la estilización de diseño gráfico de 101 Dálmatas (101 Dalmatians, Clyde Geronimi, Wolfgang Reitherman y Hamilton Luske, 1961)… Del Revés juega en esta liga de la libertad animada y, como hemos señalado, pone también sobre la mesa las contradicciones del enfrentamiento entre realidad estable y locura cartoon; contradicciones que se encuentran también en la existencia de la propia compañía, fábrica puntera y multimillonaria de animaciones potencialmente hiperrealistas, pero que prefiere equilibrar esto meciéndose en los brazos de la melancolía por las formas simples y coloridas de la infancia.
Es este un modo de ver la animación que domina gran parte de la filmografía de Pixar pero que se hace presente, sobre todo, en los filmes dirigidos por Pete Docter, el encargado de Del Revés, que hace unos años se marcó otra obra maestra con Up, ese prodigio de la animación que también conjuraba la melancolía a través de las formas liberadas de la animación. Allí, en un viaje que tiene como ilustre precedente al del cerdito Porky en Porky in Wackyland (íd., Robert Clampett, 1938), en el que se volvía a incidir en la libertad surrealista que tanto gustaba a los responsables de los “Looney Tunes” de Warner, el viejo Carl viajaba a una tierra de ensueño imaginativo para cumplir el último deseo de su difunta esposa. Aunque el anciano creyese que podía revivir a su mujer a través de un mundo que era la representación fisica de sus aventuras imaginativas de la infancia, al final descubrió, claro está, que la mayor aventura es la del día a día, reconciliándose así lo infantil y lo adulto: es posible ser un niño aunque nuestro cuerpo sea el de un adulto, si nunca perdemos el contacto con nuestra infancia a la vez que abrazamos la edad adulta como terreno de nuevas e inesperadas aventuras.
Es esta, en fin, la conclusión a la que llega también Del Revés en uno de los finales más brillantes en lo que llevamos de milenio: aunque Alegría crea que la solución está en el retorno a lo básico, a la mueca primitiva de felicidad, en realidad el bloqueo de Riley se disipará solo cuando comprenda que avanzar es aunar felicidad y tristeza para entrar poco a poco en el complejo panorama de la edad adulta. Aunar, en definitiva, libertad y rutina, niñez y madurez, conciencia del presente y temporalidad adulta. En un gesto simbólico clave, Alegría descubre que los recuerdos de Riley no son estáticos, sino que pueden reproducirse, evolucionar, existir en el tiempo y no solo en el espacio: ya no son viñetas, sino animaciones. Riley tendrá que dejar, como hizo Chaplin, que el tiempo entre en su vida, para enseñarse a sí misma y a todos los afortunados espectadores que quieran acompañarla, qué significa hacerse mayor.