De la miseria pop
La España del desarrollismo franquista estaba sometida, en lo que a arte de masas secuencial (es decir, a historietas y tebeos) se refiere, a dos tensiones principales: la de la pesante tradición represiva, mezcla de mojigatería católica y leyes de comportamiento y moral militares, censuradoras y limitadoras de la libertad de expresión y de las temáticas a tratar; pero también la de la incipiente influencia, cada vez más exacerbada, de la cultura popular extranjera y de las primeras formas de arte globalizado que empezaban a penetrar en el país conforme la salud del dictador empeoraba. De la feliz unión del lenguaje rebuscado, las tramas ligeras y la tradición valleinclanesca aceptada del esperpento (todos ello, en cierto sentido, frutos de la primera tensión) y la influencia del cine de espías y su fácil adaptación a la parodia nacional mediante el retorcimiento de su jerga y sus tropos habituales, surgieron productos tan perdurables como las historietas de Mortadelo y Filemón (creadas por Francisco Ibáñez y publicadas por Bruguera a partir de 1958, partiendo de un modelo más costumbrista hasta llegar a la parodia de espías high-tech) o, posteriormente, las aventuras de Anacleto, Agente Secreto (la primera de ellas publicada también por Bruguera en 1964 y creada por Manuel Vázquez Gallego).
Aunque es evidente que ambas series guardan paralelismos, casi todos ellos fácilmente encuadrables dentro de las coordenadas expuestas hasta el momento, cabe señalar, si queremos empezar a hablar de la adaptación fílmica de la segunda de ellas (y de cómo se relaciona con las adaptaciones de la primera), una diferencia esencial (que va más allá, en cualquier caso, de las comparaciones entre la vida monacal de Ibáñez y el ajetreado sinvivir de Vázquez, cuya relación retrató con tanto tino Óscar Aibar en ese compendio de la vida y obra del autor del Anacleto que es El Gran Vázquez [2010]). Ibáñez fagocitó sus posibles referentes, licuándolos e incorporándolos a su discurso personal, tras años de trabajo, hasta convertir las aventuras de los detectives de la TIA en un absoluto mundo aparte, mix imposible de slapstick físico demencial y proteico (ese Mortadelo que se disfraza a voluntad), juego de absurdos en el que lo más importante de cada viñeta yacía siempre en el fondo (un bocata colgado de un muro, un edificio al revés, una fiesta de ratones mariachi…) lenguaje barriobajero de principios de siglo y crítica social para todas las edades; pero Vázquez no pasó tanto tiempo con su Anacleto y por lo tanto la incorporación de su universo personal no fue tan exacerbada, viviendo el superespía personal con la carga de sus referentes, y su torpeza para llegarles a la suela de los zapatos, hasta el fin de sus días. Un esperpento multiforme en el primer caso, una parodia de aliento ibérico en el segundo; una trayectoria rutilante en el primero y un estallido de cierto éxito que desapareció hace ya unos buenos treinta años, seguramente por la disoluta vida de su autor, en el segundo.
Quizá por eso el filme de Javier Fesser La Gran Aventura de Mortadelo y Filemón (íd., 2003) viva en un mundo aparte que combina sin vergüenza las lógicas de Ibáñez con la propia mano autoral de su director, de hecho ya muy influido por los cómics del primero, sin preocuparse tanto por vencer o convencer a sus espectadores como por hacerle justicia a la geografía demencial y constantemente en movimiento del universo de la TIA (bebiendo de influencias tan dispares y, en definitiva, personales como el NODO franquista, el lenguaje publicitario de finales de siglo o la chanson française); y por su parte Ruiz Caldera prefiera ofrecernos un Anacleto, Agente Secreto que es más parodia que construcción de universo aparte y desvergonzado, más producto spoof altamente eficaz y competitivo a nivel internacional (es decir, competitivo al excelente nivel de un Edgar Wright) que ese sueño demencial que Jess Franco imaginó para Anacleto en su Cartas boca arriba (íd., Jesús Franco, 1966). Queda roña, sí, sobre todo en las excelentes localizaciones, un extrarradio barcelonés que convierte las áreas residenciales de protección oficial, sus callejuelas y sus mercadillos de barrio en una nueva posibilidad costumbrista de la película de espías; pero quizás la tremenda eficacia del producto, cuyo guion y dirección funcionan como un tiro, pueda entristecer a los acérrimos fans de aquel Anacleto contracultural y rebelde con el que Vázquez soñaba.
Pues aquí Anacleto ya no tiene que dirimir su relación con el referente pop extranjero, sino con su hijo: el juego generacional consigue resucitar al personaje y darle un nuevo matiz para el día de hoy, casi equiparando su mundo nostálgico del pasado (en la piel de un Imanol Arias intachable, un Carlos Areces de folletín y todo su universo ibérico de historieta caduca y decadente) con la calidez vetusta de las viñetas que lo contuvieron, con el referente de historieta de este filme de alta tecnología cañí; casi equiparando el mundo del presente (cristalizado en unos magníficos Quim Gutiérrez, Alexandra Jiménez y Berto Romero que son, en fin, el ahora del entretenimiento español para todas las edades) con la retícula de estrenos autóctonos cada vez más eficaces, funcionales y, como decíamos, competitivos a todos los niveles fuera de nuestras fronteras. En la relación entre Anacleto y su hijo se dirimen los acercamientos y desavenencias entre dos épocas del arte de masas español, la del papel viejo y la de la imagen digital de alta tecnología. Al final, la historia se repite y las tensiones del pasado afloran, en nuevos medios y con nuevos retos por delante: Anacleto, en fin, ha vuelto, y lo ha hecho de la mejor forma posible si de verdad quiere enfrentarse a un mundo que ya no quiere los héroes, aunque sean de pega, en papel, sino que los busca, a todo color y en tres dimensiones, en salas que sean capaces de mostrarnos sus explosiones en toda su magnitud. Misión cumplida; ya se sabe, como el filme insiste en recordarnos, en guiño cómplice al original, que Anacleto nunca falla.