Cantándole al campo
Papusza (íd., Joanna Kos-Krauze y Krzystof Krause, 2013) nos llega tarde y probablemente por asimilación, en inteligente maniobra comercial, con la oscarizada Ida (íd., Pawel Pawlikowski, 2013), con la que comparte nación de origen y un cierto sentido de lo estético que pasa por el blanco y negro contrastado, además de protagonista femenina, pero poco más. En cualquier caso, nos llega, y antes que nada hay que señalar una de sus virtudes más inmediatas, que escasea (o igual somos nosotros, que nos hemos vuelto unos cínicos) en gran parte del panorama europeo contemporáneo de cine de autor: su sinceridad sin trabas.
Aquí, el retrato deslavazado y plagado de elipsis temporales y de significado de la vida de Bronislawa Wajs, poetisa de origen romaní que alcanzó cierto renombre literario en la Polonia de los sesenta tras la publicación de algunas de sus piezas por parte de un periodista, es un biopic tanto como es un filme de denuncia acerca de las tensiones entre la burguesa y sedentaria vida occidental y el discurrir nómada y fuera de leyes, primitivo, de los gitanos polacos del siglo XX; pero también acerca de las consecuencias perdurables que un sistema de patriarcado supersticioso y cerrado puede tener en la vida y el arte de una poetisa cuyo corazón latía al ritmo de los gitanos pero que jamás habría sido apreciada si no se hubiese alzado como una especial entre ellos, como una emisaria cultural de los suyos en los salones burgueses de la Polonia de mediados de siglo.
En la tensión entre estos dos mundos se sitúa el filme y lo hace triunfando en el aspecto plástico: nada nuevo bajo el sol, en todo caso, pero sí es muy interesante ver cómo los presupuestos estéticos de un cierto cine de Europa del Este como puede ser el del húngaro Béla Tarr, que ha hecho del enrarecimiento de las condiciones de vida rurales y la búsqueda de un cierto sentido de lo trascendente en sus largos planos de naturaleza, se trasladan a una narrativa que, aunque no dentro de las coordenadas del biopic académico á la anglosajona, sí tiene una evolución dramática más tradicional y se dirige inexorablemente hacia el punto de fuga de todo filme biográfico que se precie: la infancia, el descubrimiento, el ascenso, el éxito y la caída.
Sí, los saltos temporales y la planificación estática y preciosista, que se recrea en los ritmos de las nubes sobre la tierra, los bailes del fuego y el agua (la sombra de Tarkovski es alargada) y las texturas orgánicas e imperfecciones del primer plano, contribuyen a escorar la película hacia terrenos menos convencionales, pero al final sus responsables se ven obligados a narrar el ascenso de Papusza mediante una serie de diálogos poéticos, casi monólogos de la protagonista, que ya no parecen venir de esta concepción totalizadora de lo natural. Esto sucede así en Tarr, cuyos personajes rurales devienen filósofos, excelentes oradores de sensibilidad notable, pero de algún modo intuimos que están poseídos por fuerzas naturales que intentan manifestarse a través de la poesía, por un espíritu de los márgenes del mundo urbanizado que se perpetúa en las cosechas, las fiestas anuales y las tradiciones; tal parece, en cierto sentido, la intención del matrimonio Krause en su filme, y aunque a veces uno no puede sino rendirse ante la belleza de alguno de sus pasajes, es precisamente la introducción del relato biográfico lo que rompe con esos otros ritmos más inasibles, trascendentes.
Sin embargo, ¡qué hermoso es el filme cuando funciona! Krzysztof Ptak compone un trabajo de fotografía admirable que sobresale, como hemos mencionado, en las escenas menos interesadas por lo narrativo y más por el valor intrínseco del plano, que se concentran esencialmente en la primera mitad del filme, cuando Papusza todavía vive entre los suyos; aquí uno todavía es capaz de ponerse del lado de los gitanos, antes de conocer sus dolorosas prohibiciones, y todo esto, sumado al excelente trabajo de sonido, que contrapone el silencio de los ambientes burgueses y el viento infinito de las llanuras a las ruidosas fiestas, de música, fuego y alcohol, de los roms, propician un arranque magnífico.
Sin embargo, cabe preguntarse, atendiendo a los primeros compases del filme, ese inicio de ópera que reduce, no sin su belleza, la lucha de los gitanos a un canto, si al final no estaremos asistiendo a una gran momificación, a un movimiento estético hacia lo romántico que deshecha propuestas estéticas más rompedoras para asirse a un estilo que hace un tiempo propuso nuevas coordenadas pero ahora puede acomodar tranquilamente un biopic “no al uso” (¿alguien duda de que esa etiqueta se ha convertido ya en un reclamo comercial entre ciertos sectores de la cinefilia?); hace poco, el inconmensurable Aleksei German reinventó, por la vía del exceso, el relato rural con su Qué difícil es ser un Dios (Trudno byt bogom, Aleksei German, 2013). Y allí sentíamos palpitar la tierra, podíamos oler el barro y cada paso de sus personajes nos introducía todavía más en unos ritmos vitales impensables hoy día que nos eran disparados a la cara casi como una escopeta. Lo natural, claro está, allí no se hacía trascendente por la vía de la romantización, sino por la exploración sin miedo de sus condiciones más tangibles; aunque indudablemente Papusza es un gran homenaje a la vida y obra de su protagonista, quizás su comprometida poesía y su arraigo en lo natural habrían encontrando una traslación más efectiva a lo cinematográfico si se hubiesen tomado algunos riesgos más, en vez de plegarse a soluciones estéticas de esas que, invariablemente, venden en el mercado europeo de festivales, de esas que recuerdan al reciclaje, décadas más tarde, de las mentalidades burguesas a las que se enfrentaron los roms en sus viajes infinitos por Europa.