Una chica vuelve a casa sola de noche

La muerte no es más fría que la calle

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Una chica vuelve a casa sola de noche no es una película de vampiros. Subrayen ese no. Es una película con vampiro, o con vampira. Y tiene su lógica; tampoco Drácula, alma máter de todos los chupasangres del celuloide, era tanto una novela de vampiros como una historia de amor imposible que atravesaba “océanos de tiempo”. Las criaturas de la noche del Romanticismo eran estas putas, estos camellos, estos travestis, estos yonquis (y esta vampira) que pueblan la ciudad sin nombre de Ana Lily Amirpour. Los inadaptados. We who are not as others. La marginación es la esencia de Una chica… y la primera conexión con Jarmusch de las varias que nos asaltan entre calles desiertas pintadas de riguroso blanco y negro. Más negro que blanco.

La autora expulsa deliberadamente de su película al mundo cotidiano. Pareciera que en su Bad City sólo moran los pocos personajes que ha elegido, lo que enfatiza lo inevitable de su destino y la desasosegante sensación de aislamiento. Toda la ciudad para ellos pero ningún sitio adonde ir. No hay salida. Dinamita la imagen idealizada de misfit arquetípico que siempre encuentra consuelo en los que son como él. No hay consuelo. La soledad es física y espiritual, la muerte, según Ana Lily, nos es más fría que una mamada en un descampado a cambio de un gramo de heroína.

Como el Jarmusch de Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), el Tony Scott de El Ansia (The Hunger, 1983), Amirpour tira del personaje-metáfora para hablar de la metáfora y no del personaje. El personaje podría ser la propia Amirpour; hija del indie y la modernidad, de aspecto y gustos descuidadamente estudiados. Vaga por las aceras en monopatín, pero un velo la ata a sus raíces iraníes y le otorga el aura espectral. Es la pesadilla neogótica de Marjane Satrapi. Música de White Lies y Farah en la intimidad, la amenaza del macho cabrío cuando se deja ver bajo la luz de una farola. Aunque aquí la verdadera amenaza sea ella. Pero ella no lo puede evitar, porque parte de la metáfora vampírica que representa tiene que ver, y mucho, con la adicción, con una adicción que sólo es capaz de contener a duras penas si entra en conflicto con el amor o la moral. Abel Ferrara ya habló de esto en The Addiction (íd., 1995), también vampira mediante, pero Amirpour, lista como el hambre, lleva la idea a otro nivel. Introduce un yonqui al uso en la historia, uno capaz de pasar por encima de su hijo para aferrarse con los dientes a una papelina. Quiere enfatizar que la protagonista está supeditada a la fuerza mayor y aun así tiene margen de maniobra. Ferrara arañaba la tapa del ataúd, Amirpour la arranca a mordiscos, con violencia.

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No es un sermón barato sobre el bien y el mal, no es maniqueísmo lo que Una chica vuelve a casa sola de noche vende, sino la aceptación de las imperfecciones propias y ajenas, ilustrada en la secuencia más potente del film: la secuencia final, como debe ser. Los amantes recelan, se vuelven la cara para no verse a ellos mismos reflejados en la mirada del otro. Por delante, la encrucijada, la carretera. El “¿quién sabe?”. Hasta ese tramo de asfalto que se pierde en la negrura llegamos después de prejuzgar las maneras de la directora, de tomarla por otra víctima de sus referentes, de fruncir el ceño ante licencias poéticas desconectadas, en apariencia, de la narración. Poco a poco nos vampiriza (por supuesto) y su guion se revela como una obra de orfebrería. Las partes, cogidas de una en una, brillan, pero es el todo lo que deslumbra. Ni siquiera el gato, porque hay gato, llega por casualidad.