Creer en fantasmas
A los que intentamos escribir sobre cine de una manera más o menos sistemática nos acaba pudiendo casi siempre la tentación de la taxonomía: la necesidad de clasificar el interminable caudal de películas que pasa por las pantallas globales cada año con arreglo a una serie de compartimentos de género, formales o pertenecientes a tendencias culturales más amplias y que corresponden a un determinado zeitgeist. Esto, que en muchos casos ayuda a clarificar el modo aproximado en el que se amuebla la cabeza de un crítico y sobre todo a invitar al lector a un baile de influencias o líneas estéticas que le permitan ampliar horizontes, hace también que empiecen a generarse narrativas, muchas veces más basadas en la pulsión humana hacia la organización de las cosas del mundo en forma de relato, en torno a determinadas épocas, estilos o cineastas, que atendiendo a sus propias reglas de organización y taxonomías abstrusas, en vez de a una asociación más abierta o libre, acaba por blindar determinadas opiniones o concepciones acerca de algo.
Uno de los criterios de análisis que más pecan de esto es el referido a las trayectorias personales de determinados directores, sobre todo si, como hemos mencionado, pueden organizarse en torno a una narrativa más o menos elaborada: muchos corren a examinar la práctica totalidad del cine de Tarantino en base a su empleo en un videoclub hace veinte años, o consideramos que Sam Peckinpah trabajaba muchísimo mejor cuando andaba borracho entre toma y toma. Pero quizá sea M. Night Shyamalan uno de los cineastas que más ha participado de este tipo de narrativa mitómana que confunde persona con personaje: a todo el mundo le gusta una buena historia de triunfo precoz seguido de una subida a los cielos que desemboque en la caída libre hacia el infierno del blockbuster vacío y el CGI omnipresente. Pero la compleción de esta historia pide siempre algo más, la posibilidad de que no todo esté perdido: a la sensibilidad contemporánea, que no cree en nada precisamente porque puede creer en todo, lo que más le gusta es una buena redención.
En este sentido, La Visita (The Visit, M. Night Shyamalan, 2015) ha sido analizada en muchas plazas como la moderadamente triunfante vuelta al ruedo del hindú, la pequeña alegría que certifica que todavía no ha perdido su touch, el regreso tras los años de marcha por el desierto de la sci-fi raruna del sacerdote supremo de ese culto shyamaliano cuyo momento fundacional seguramente esté en el parodiado hasta la extenuación en ocasiones veo muertos. Lo que hemos expuesto hasta ahora quizás pueda dar alguna pista acerca de lo complicado de valorar de manera justa y coherente este extraño found-footage-mockumentary-que-no-es-ni-una-cosa-ni-la-otra, mix de difícil tono y ritmo irregular entre terror doméstico, fábula malsana y comedia surrealista y al que, sinceramente, es complicado perdonarle ciertos pasajes que provocaron en este cronista una inequívoca sensación de vergüenza ajena. La Visita no es una buena película, e iremos incluso más allá diciendo que ni siquiera funciona como película de ficción en el sentido tradicional de la palabra. En otro sentido, sin embargo, quizá si que tenga algo que decirnos.
¡Y eso que antes advertíamos del peligro de perdonar lo imperdonable atendiendo a criterios totalizadores, olvidándonos de observar bien lo que tenemos delante de las narices! El crítico, que llegado a este punto se encuentra en una encrucijada valorativa, se ve obligado pues a revelar uno de esos plot twist tan caros al cineasta que nos ocupa, confesando que durante años ha profesado la religión shyamaliana, y que por lo tanto algo en su interior le empuja a intentar redimir al hindú, a la vez que parte de sus criterios profesionales le impelen a aclarar el complejo estado de las cosas expuesto unos párrafos más arriba: habrá, en fin, que tomarse todo esto como un work in progress y aceptar que, aunque uno no esté de acuerdo ni consigo mismo, para nosotros, la única forma de efectuar un análisis provechoso del filme es considerarlo más bien una especie de ensayo íntimo de su director, un collage de impresiones, pensamientos y momentos heredados de filmes anteriores que encuentra en su endeble narrativa conectiva una posibilidad para su supervivencia en salas comerciales (de la mano del ubicuo Jason Blum, ese improbable Val Lewton de las multisalas).
El filme se convierte así en proceso deconstructivo efectuado por un ego herido, el de un Shyamalan que intenta volver a sus raíces en un mundo que poco tiene que ver con el de hace diez años, cuando era el maestro del terror elevado: el cineasta se psicoanaliza y reflexiona de manera más o menos evidente acerca del mismo acto de filmar el horror, en la figura de dos hermanos adolescentes, el chaval oligofrénico y la joven auteur con ínfulas de creadora, que van a pasar una semana con unos abuelos a los que jamás antes han visto. Ella, trasunto caricaturesco del Shyamalan pre-blockbuster, cuyo interés por la claridad expositiva y la estética cuidada permite que sus filmaciones domésticas se organicen como un filme con un apartado visual netamente superior a la de mayoría de producciones found footage, incluso va buscándole a su madre un elixir, ese punto de giro del guión clásico, que haga que deje de torturarse por la mala relación con sus progenitores, y por ello entrevista a sus abuelos buscando redimir a su madre; él, generación Youtube, aficionado al rap y a las chicas, es odioso quizás porque debe serlo: representa a ese insoportable pre-adolescente contemporáneo que consume terror en cápsulas online de cinco segundos, abarrota las multisalas para intentar magrear a la nena que se le siente al lado y desprecia el elemento trascendente de toda producción de género. Es, en fin, el público al que antes Shyamalan se preciaba de no dirigirse, en un momento en el que el grueso del horror mundial considerado de baja estofa lo hacía, y al que ahora se ve obligado a mirar a los ojos e incluir en su discurso, y, por lo tanto, en su visión del terror. Y, entre los dos hermanos, la tensión entre mostrar y ocultar, asunto netamente shyamaliano que aquí queda explicitado, mediante guión y puesta en escena, de una manera vergonzosamente evidente.
También está, obviamente, el terror, en la figura de unos abuelos que reparten su tiempo entre extrañas conductas nocturnas potencialmente mortales y la acumulación de cosas sucias e insalubres en los lugares más insospechados. Ellos protagonizan, sin dudarlo, los highlights del filme, tanto por los puntuales fogonazos de miedo que provoca esa anciana que se desplaza a cuatro patas en la oscuridad como por el moderado atrevimiento de Shyamalan, que parece tener una raíz netamente europea, como un Haneke o un Von Trier de baratillo, y es poco habitual en el terror estadounidense contemporáneo, por un tratamiento arriesgado del cuerpo y la mente de sus viejos, desnudez, bromas incómodas y detritus desagradables incluidos. Sin embargo, el horror potencial es desactivado frecuentemente por extraños desvíos hacia el humor negro y en ocasiones incluso hacia el surrealismo juguetón (¿por qué todos los que se encuentran con la lente de la cámara se ponen a
recitar a Shakespeare?), que convierten el f
ilme en un verdadero desbarajuste tonal que, si subiese el volumen varios enteros, lanzándose de lleno al gore o a una premisa demencial, funcionaría como buen espectáculo sin pretensiones al estilo de los V/H/S (íd., varios directores, 2012) de turno, pero que en su particular tierra de nadie (¿a santo de qué hay que acabar el filme con un niño rapeando, si no para que nos lo tomemos todo como una inmensa broma?), simplemente, resulta inconexo.
Las trilladas estructuras de guión, los personajes unidimensionales y el hecho de que algunas maniobras narrativas parezcan estar calcadas literalmente de filmes anteriores del hindú (¿otro personaje que recupera la valentía a través de un trauma deportivo, en serio?, ¿un padre ausente cuyo vacío solo puede llenarse con el perdón, de nuevo? y, sobre todo, ese giro de guión ya acostumbrado que identifica al cineasta y que aquí nos remite a un filme de sobremesa, hospital psiquiátrico y suplantación de identidad incluidos)… todo ello hace que difícilmente podamos ver La Visita como un avance de ningún tipo en la obra de Shyamalan, sino más bien, como hemos ido exponiendo, como un inventario de temas y lugares comunes de bajo presupuesto, un ejercicio que, al menos, nos permite descubrir que el hindú sabe, aunque sea con matices, reírse de sí mismo.
El Shyamalan cineasta, que podía considerarse, sin mucho sonrojo, como un cierto sucesor de Tourneur, murió, mucho nos tememos, en algún momento allá por la posproducción de El Incidente (The Happening, 2008); el Shyamalan personaje, que vive de las rentas, ha permeado el celuloide de La Visita hasta convertirla en un monumento más o menos disimulado a su propia trayectoria, convirtiéndola en una especie de caramelo para el ojo crítico entrenado en localizar manierismos y tropos anteriores que, ¡Aleluya!, han vuelto de entre los muertos y en un veneno para todo aquel al que esto se la traiga al pairo. El aura de Shyamalan fue manufacturada, en parte, no solo por sus muy interesantes filmes anteriores sino por ciertos sectores de la crítica que por fin habían encontrado a un auteur para el fantastique del futuro, un cineasta capaz de hablar en términos de género (fantasmas, monstruos, alienígenas, seres mitológicos…) de lo que hay más allá, en el sentido más trascendente de la expresión. Pero este genio precoz que entendió el terror en términos espirituales, que comprendió que creer en los fantasmas de la pantalla, y por lo tanto en el cine, era una cuestión netamente religiosa, hace poco acto de presencia en La Visita. Lo bueno del fantástico, y eso deberíamos sacar en claro de todo esto, es que cree en las resurrecciones: ojalá Shyamalan deje de creer tanto en sí mismo y recupere la fe en el terror, para que el terror pueda volver a creer en él.