Reinterpretando la memoria
Nuestra memoria es engañosa. Creemos conocer todos los aspectos de nuestra vida, saber los acontecimientos esenciales que la determinan, pero la realidad que es nuestra mente está plagada de errores en su procesamiento de la experiencia: no tenemos la imagen completa de los sucesos, los recordamos según nos convienen y, en no pocos casos, nos autoinducimos recuerdos inexistentes para justificar aquello de nuestras vidas que no encaja con la historia que hemos decidido contarnos sobre el significado de nuestra propia existencia. Aunque el cerebro humano es una maquinaria fascinante, también está lleno de agujeros. Pretender afirmar la posibilidad de la memoria como algo absoluto, como algo fiable en toda circunstancia posible, carece de cualquier sentido último si tenemos en cuenta que los saltos conceptuales y las trampas lógicas son el pan nuestro de cada día. Percibimos el mundo como una suma de asunciones, no como un todo ordenado: nuestra memoria no es exactamente un relato objetivo de la realidad, sino un relato de no-ficción que se permite algunas concesiones en favor de los intereses del narrador. Narrador que somos nosotros mismos.
En la ficción el papel de la memoria siempre ha sido determinante, para lo cual no es una excepción el medio cinematográfico. Entre los directores actuales ha sido Jaco Van Dormael uno de los que ha decidido recorrer esta senda de una forma más original y obsesiva. Como narrador interesado en el papel que juega la memoria en nuestras vidas, su particular interés por la memoria no radica tanto en lo que recordamos o cómo lo hacemos, sino cómo elegimos hacerlo: siempre ahonda en los límites de la experiencia, sin aclarar necesariamente la veracidad detrás de lo que nos está narrando. Como narrador, Dormael no es demasiado confiable. Algo lógico si consideramos que la memoria es algo dúctil, manipulable por facilidad y, por extensión, que difícilmente puede concretarse en algo que podamos estar seguros que es real de forma absoluta.
La escasa fiabilidad de la memoria comenzó a explorarla ya en su primera película, Toto, el héroe (Toto le héros, Jaco Van Dormael, 1991). Allí seguimos los pasos de un anciano llamado Thomas Van Hazebrouck que, en los últimos momentos de la misma, decide transitar su vida a través de los recuerdos que ha ido generando durante ese tiempo. Entre flashbacks, fantasías y embellecimiento de los acontecimientos del pasado nos encontramos con un relato que, si bien resulta en todo coherente —ya que el hecho de que sea desfragmentado y en gran medida ficticio no significa que, al mismo tiempo, no pueda ser perfectamente factible: lo factible es independiente de lo real—, en ningún momento nos permite atestiguar cuál es la vida real de ese autodenominado Toto. Ni necesitamos saberlo. Ambos Van juegan con la ficción, con la invención como modo de desentrañar la realidad, de ahí que no sea importante conocer la realidad, ya que hemos venido para ser engañados: en tanto ejercicio de metaficción, conocer la realidad (ficticia) detrás de la ficción carece de todo sentido. De entrada, la vida de Toto ya era ficticia.
No debería extrañarnos entonces que exista otra dimensión más detrás de esa ficción. Cuando Toto fabula toda su vida no es por capricho o para que se ajuste más a su deseo, sino por venganza: quiere recuperar la vida que le robó al nacer Alfred Kant, nacido al mismo tiempo e intercambiados al nacer. Intercambiados al nacer según Toto, al menos. De ahí que toda la reconstrucción de la vida sea en primera instancia un intento de justificar ese hipotético robo, que nos es presentado con tal viveza de detalles que resulta dudoso que un recién nacido Toto fuera capaz de recordar, para después transformarlo en la forma definitiva de venganza: fabular un pasado en el cual Toto no sea sólo protagonista de su propia existencia, sino también héroe de la misma. Vencer no en los acontecimientos, sino en el recuerdo.
Eso nos deja una impronta amarga. Van Dormael nos deja entrever los retazos de realidad, haciéndonos sospechar que Toto no es más que un pobre desgraciado que quiere justificar todo aquello que fue mal en su vida acusando al prójimo de arrebatárselo, aunque lo haga desde una sutil despreocupación que lo hace parecer humorístico cuando, en el fondo, la vida de Toto es una auténtica tragedia. De ahí que, en una última instancia, la memoria en Toto, el héroe sea una forma de venganza, pero también de autoengaño. Un intento desesperado por «ganar», incluso cuando no habrá nadie para atestiguarlo.
De ser menos amables, podríamos dejar caer que tal vez el problema de Toto tenga que ver más con la enfermedad mental que con la memoria. Aunque suponer eso sería cruel, nos conectaría directamente con la siguiente película del belga, El octavo día (Le huitième jour, Jaco Van Dormael, 1996). Aquí seguimos las vivencias de Georges, un hombre con síndrome de down que vive en una institución mental. Dado que como personaje principal sería tal vez demasiado inusual para el espectador medio, la carga dramática principal recae sobre Harry, un exitoso hombre de negocios abandonado por su mujer debido a que nunca tenía tiempo ni para ella ni para sus dos hijos. Cuando ambos se encuentren por accidente Harry comenzará a ver el mundo de otra forma gracias a la influencia de Georges, con quien acabará uniéndole una profunda amistad después de un comienzo más bien difícil. En cualquier caso, como debería resultar evidente a estas alturas, Harry no es, ni por el más remoto de los accidentes, la clave principal de la película.
A través del hombre-niño, el hombre que nunca puede abandonar del todo depender del otro —faceta común en todos los personajes protagonistas de sus películas: siempre son niños, ancianos o deficientes físicos o mentales, individuos que no pueden valerse plenamente por sí mismos—, será como el cuadriculado Harry podrá descubrir que existe un mundo más allá de su trabajo. Entre escenas oníricas, fantásticas y surrealistas, siempre naïf en su amabilidad rozando lo ridículo, se va desentrañando la relación entre ambos amigos hasta que concluye de la única forma posible: con la reconciliación y posterior muerte, física o simbólica, de su ego. Deben vivir en la fantasía para descubrirse a sí mismos, pero no tienen derecho para habitarla en perpetuidad, ya que eso sólo puede ocurrir en la memoria. De ahí que el final amargo sea más bien agridulce, ya que lo suaviza ese último detalle de puede que sí/puede que no de Georges saludando desde el cielo.
Podríamos aducir que la memoria juega un papel menor en el caso de El octavo día, pero entonces estaríamos atentando contra el renacimiento simbólico de los personajes. Para que Harry pueda renacer como un padre de familia que no antepone el trabajo a lo demás, debe aceptar la muerte física de aquel que le ha llevado por su senda de redención. Como figura crística, Georges obra milagros imposibles, enseña su sabiduría al que quiera compartirla y su reino reside en los cielos, pero su auténtico poder reside en el recuerdo: sus enseñanzas tienen particular resonancia por haberse sacrificado, por existir sólo a través de la memoria de los demás. Si Harry renace es porque lo hace sobre el cadáver de Georges, sobre la memoria de cuando descubrió que otra forma de vivir es posible.
Esa condición crística nos obliga a hacer un detour en la obra de Van Dormael para acercarnos hasta
el presente, hasta El nuevo nuevo testamento (The Brand New Testament, Jaco Van Dormael, 2015). Siguiendo el camino de Ea —otra posible grafía del nombre del dios sumerio Enki, encargado, principalmente, de la creación del ser humano—, hija de Dios, la película nos narra cómo la segunda venida de Cristo es la de su hermana pequeña de diez años harta de que su padre torture no sólo a la humanidad por el capricho mismo de hacerlo, sino que también lo haga con ella y su madre. Para lograrlo, hará dos cosas: primero, anunciar a la totalidad de la humanidad la fecha de su defunción por correo electrónico, después, escribirá un nuevo nuevo testamento buscando seis nuevos apóstoles que traigan la buena nueva del señor, sumándose así a los doce originales para poder sumar dieciocho, el número favorito de la madre de Ea.
Cómo hace Ea para entrar en la vida de sus apóstoles será de una forma bastante menos sutil que su hermano JC o el discapacitado Georges, ya que será a golpe de milagro. Si logra transformar sus vidas es a través de la manipulación de sus sueños, dirigiéndoles de forma sutil —alejándoles de su destino primero, cambiando la fecha de sus muertes con sus acciones a pesar de que eso se suponía imposible—, haciéndoles tomar aquellos caminos que podrán hacerles felices si deciden tomarlos, descubriéndoles, en todos los casos, un motivo para vivir cuando parecía que el mundo entero ya se había olvidado que existían. Aunque podríamos cuestionar el hecho de que todos esos motivos pasen de algún modo por el amor romántico, tampoco sería justo hacerlo: para Van Dormael, toda redención acontece siempre a través de alguna forma de amor.
Ahora debemos dar un paso atrás, porque sobre el amor verdadero es de lo que trata el mayor éxito comercial de Van Dormael hasta el momento, Las vidas posibles de Mr. Nobody (Mr. Nobody, Jaco Van Dormael, 2009). Nemo Nobody es, en su lecho de muerte, el último mortal vivo de la tierra en un año 2092 donde se ha alcanzado la inmortalidad. Eso despierta el interés de toda la humanidad salvo por un pequeño problema: los fragmentos de su memoria que ha ido dictando a diferentes periodistas se muestran contradictorios entre sí, sin explicar en ningún momento cuáles son los verdaderos. El problema es que él es capaz de recordar todos los posibles que pudo tener —aunque ahora ya sean pasado, teniendo que hacer esa pequeña concesión a la inconsistencia—, que se bifurcan en dos posibles líneas temporales mayores: cuando se divorciaron sus padres, o bien eligió irse con su madre o con su padre. La película es la narración de esas dos líneas maestras, incidiendo a su vez en todas las posibles diferencias existentes entre cada decisión relevante que pudo tomar en cada una de ellas, cambiando radicalmente tanto su vida como de quién acabó enamorándose.
¿Qué línea temporal es verdadera? Ninguna. Todas son fabulaciones de un Nemo de nueve años de edad incapaz de elegir entre mamá o papá. Para intentar elegir la elección adecuada, Nemo elige todas las posibiles elecciones, existiendo por tanto en un absoluto imposible en el que Nemo Nobody es la proyección de todas las vidas posibles que habría cabido que viviera a partir de los nueve años. El problema no es ya que sea físicamente imposible que eso ocurra, sino que la mente de alguien así estaría irremediablemente rota o sería irrepresentable; lo que ocurre, entonces, es que ante la necesidad de elegir descubre otra posibilidad: no elegir nada en absoluto. Toda existencia se basa en la elección, porque no puede existir de otro modo, pero no elegir es también una forma de elección.
Teniendo en cuenta que su apellido, Nobody, es una referencia poco velada a la Odisea, al enfrentamiento que tiene Ulises con Polífemo al autodenominarse Nadie y que así lo conocían su madre y su padre y todos sus compañeros —algo coherente con el propio personaje, ya que es como nadie como lo conocen su madre y su padre y todos sus compañeros, en tanto puede ser alguien o nadie para ellos—, y que su nombre, Nemo, viene por el capitán de viene por el capitán de 20.000 leguas de viaje submarino, no debería chocarnos que la historia sea un viaje en búsqueda del hogar que se dejo atrás. No sólo el primero, el de los padres que decidieron separarse, sino también el originario, el de la persona amada que quedó sepultada entre todas las posibles elecciones de nuestra vida. Su viaje no radica tanto en descubrir la situación más óptima en términos absolutos como en encontrar la ruta de viaje que le permitirá encontrar, finalmente, aquello que siempre ha deseado: encontrarse con el amor de su vida, con quien se reencuentra finalmente al no elegir. Al poder vivir de una vez su vida siguiendo un único camino, el camino que siempre había deseado.
En la obra de Jaco van Dormael encontramos siempre un papel predominante del amor, la salvación y la fantasía, pero incluso entonces se hilvanan todos en la memoria, aquello a través de lo cual vivimos: sin memoria no somos nada, salvo folios en blanco, infinito potencial. Mr. Nobody. De ahí su obsesión por la memoria, por conocer los límites posibles de lo que ya sabemos y cómo afecta en nuestras vidas la posibilidad de cambiarlo. Porque nuestra identidad se forja en la memoria, porque aquello que somos y seremos dependerá de nuestra capacidad para recordar, o para reinterpretar lo recordado.