Apariencias. Miedos. Obligaciones. Recriminaciones. ¿Rosas Salvajes?
¡El mar, idiota, el mar!
Los payasos de la tele
Aunque ella nunca llegó a comprenderlo, la llamaban La Rosa Salvaje. La Rosa Salvaje era joven, bella… y confiada. O necesitada de cariño, o de protección. En cualquier caso, La Rosa Salvaje creyó que todos eran tan inocentes (o estaban tan necesitados) como ella. La Rosa Salvaje se enamoró del hombre equivocado. Aunque ni él lo sabía. Aunque se dieron cuenta tarde. El hombre estaba tan obsesionado con la perfección de su amada que, egoísta, la quiso toda para él y, premeditadamente, acabó destruyendo la delicadeza de La Rosa Salvaje… pero no su identidad. Porque La Rosa Salvaje no dejó, aun tras haber muerto, de repetirse, y repetirnos, su verdadero nombre: Elisa Day.
Yorgos Lanthimos pone en labios del desazonado protagonista, David (un sorprendente Colin Farrell) algunas estrofas de la famosa canción de Nick Cave & The Bad Seeds en colaboración con Kylie Minogue, Where the Wild Roses Grow, en un momento crucial de su vida, y de la historia que el director quiere transmitirnos
La decisión no es sencilla. Quedarse con la única persona con la que no tiene que fingir, o abandonarla a su suerte para que no ponga en peligro su ya de por sí incierto futuro. O, lo que es lo mismo, su ya tambaleante estabilidad social.
Ser aceptado, pagando un caro peaje, o mantenerse al margen, asumiendo los riesgos. Mentir a los demás o a uno mismo. Ser o no, más o menos, feliz.
La canción de Nick Cave no deja de confirmar lo que ya hacen los carteles más significativos de Langosta (The Lobster), esos en los que los protagonistas aparecen abrazando un vacío con silueta de compañero, de pareja. Porque aunque no lo sepamos de forma consciente, o aunque nos engañemos a nosotros mismos… no lo haríamos todo por nuestro compañero. En realidad, él no nos importa. Nos importamos, exclusivamente, nosotros mismos. E incluso somos capaces de hacernos daño, de autolesionarnos física o mentalmente, únicamente por seguir siendo ¿felices? al lado de otra persona. De otras personas.
Si nos sacrificamos, si no buscamos con todas nuestras fuerzas la felicidad, es por no estar solos. La soledad, terrible conmiseración que nos obliga a actuar como si no fuésemos nosotros mismos, sólo para no tener que sentirla. Porque pensamos, con razón, que estar sólo es sinónimo de tristeza.
Así que Langosta (The Lobster) no es una oda al amor. Es, en toda regla, una oda al egoísmo en formato de negra sátira. Una oda, sí. Porque Lanthimos no esconde que, en el fondo, egoísmo es lo que necesitamos para sobrevivir en una sociedad hipócrita, que además se retroalimenta de ese sentimiento. Porque vivimos en una sociedad que, no nos equivoquemos, nos controla y no nos deja ser nosotros mismos. Pero la hemos creado y mantenido cada uno de los sujetos que la componemos. Y, en realidad, todos deberíamos saber, perfectamente, que somos Rosas Salvajes con nombre propio. Únicos, como lo era Elisa Day.
Hasta que la asesinó, también, el egoísmo de otro.
En Langosta (The Lobster), Lanthimos no critica la sociedad. El director, por el contrario, se centra en ir a la base de su existencia: el individuo.
Y para demostrárnoslo, como en sus anteriores filmes, lleva su manifiesto a la mínima expresión: deconstruye la realidad, mostrándola con las metáforas a las que ya nos tiene acostumbrados, para que el impacto de la verdad se plantee completamente ejecutor.
Apariencias y Miedos
La sociedad distópica de Langosta (The Lobster) no permite que las personas permanezcan solteras, y establece un máximo de tiempo para conseguir “enamorarse”. Esa sociedad Lanthimos la encierra, para su análisis, en un hotel, que más bien parece una casa del terror (no en vano el director y guionista escoge el género de terror psicológico para sublimar la irónica comedia de lo planteado), y la representa con personas con alguna discapacidad, más o menos problemática para sobrevivir: el ceceo, la cojera, o la maldad extrema son algunas de ellas. La asimilación de esas desventajas por parte del individuo son clave para agudizar otras virtudes, si existen, que le permitan sobrevivir. Pero todos son conscientes de que para hacerlo necesitan pareja. Necesitan “enamorarse”.
Lanthimos arremete contra el término, el enamoramiento, identificándolo con la convivencia, y prostituyendo su significado más ideal. Enamorarse es aquí igual a sobrevivir cueste lo que cueste. Incluso se recuerda a diario la existencia de una cuenta atrás para conseguirlo (en un formato distópico que resulta entrañable por descolocado: el despertador es la voz de un robot que indica el número de días que les quedan antes de ser convertidos en animales). Enamorarse implica, entonces, Aparentar ser quien uno no es (alguien que sangra por la nariz, alguien que se regodea en el sufrimiento de los demás)… lo que sea necesario para agradar a tu posible compañero. Para ser aceptado, y estar tranquilo.
La sociedad se autoengaña, además, para demostrar que ese enamoramiento es necesario. Y qué mejor forma de demostrarlo que presentando a los inquilinos del hotel, a nosotros mismos, los peligros a los que están expuestos cuando se está solo (violaciones, muerte accidental… lo que sea para introducir el Miedo en el individuo. La excusa perfecta para intentar amoldarse).
Excusas, la verbalización del miedo, y el egoísmo. Lanthimos avanza con su discurso remarcando en el guión esa terrible ambición individualista con frases tan reveladoras como “me gustaría convertirme en una langosta porque vive cien años”, o la temible – aquí modificada para evitar spoilers innecesarios – “¿por qué no se lo hiciste a él en lugar de a mi?”.
Pero… ¿quién nos hace egoístas? ¿Nosotros mismos?
Lanthimos ya exploró esta vertiente del egoísmo en Canino (Kynodontas, 2009), focalizándose en la sobreprotección familiar a través del experimento de un padre de familia que transforma su hogar en una micro sociedad para que sus hijas no conozcan el terrible mundo exterior. Entonces, ya nos preguntábamos qué pasaría si ese comportamiento se escalase de forma masiva. Pues bien, aquí lo tenemos: Langosta (The Lobster) es la magnificación de esa idea, reconvertida en una distopía en la que todos los humanos se comportan como robots (de ahí al tono e in-expresiones faciales que repiten todos los personajes). Porque, si no se tienen verdaderos sentimientos… ¿cómo van a poder ser expresados? El único que evolucionará en este sentido es, por supuesto, David.
Pero aunque la referencia a Canino sea obligada, lo es más a Alps (Alpeis, 2011), aquella en la que nos hacía reflexionar no únicamente sobre la vida y la muerte, sino sobre la estructura jerárquica social, el miedo al rechazo o a adaptarse al cambio. En el fondo, Langosta (The Lobster) se nos antoja Alps revisitada para un público más masivo, quizá directamente el americano, y desde un punto de vista si no más amable, más comprensible e identificable a la hora de comprender el mensaje de Lanthimos. En cualquier caso, y aunque sea menos difícil de descifrar, Langosta (The Lobster) destaca por ser más oscura a la hora de ser planteada al espectador. El juego ya no es adivinar de qué se habla, compincharse con el espectador. El juego es hacer su oda tan evidente (dentro de su peculiar narrativa) que no haya lugar a dudas: como decíamos antes, Lanthimos deshecha el deseo de que cambiemos. Sencillamente retrata nuestra terrorífica realidad, y se ríe de todos nosotros, incluido él mismo, por haberla permitido.
En este sentido, si alguien busca una revelación que además, trate también la deconstrucción de la sociedad actual del primer mundo a través de complicadas asociaciones, su película es L (Íd., Babis Makridis, 2012). El director, incluso más surrealista que el propio Lanthimos, plantea la rebelión hacia una sociedad que nos tratan como a números, basada en el capitalismo y las grandes multinacionales. Pero allá, al menos, el protagonista llega al mar, como quiere, desesperadamente, David. En L se daba margen a la esperanza. Lanthimos la ha perdido completamente.
Obligaciones y Recriminaciones
La primera parte del filme, la presentación de David y de su problema, se desarrolla en el hotel. Pero el bosque es el segundo gran protagonista, presentado principalmente en la segunda parte. El tono del filme cambia: ya no hace falta descolocarnos de forma más o menos agradable, o curiosa. Toca presentar la verdad, sin salirse de esta implacablemente austera presentación de cada puesta en escena, de los que se creen libres: los solteros.
Los que no quieren asumir las reglas del juego son tratados como proscritos, abandonados en el bosque, presa de los verdaderos seguidores del Estado. Pero incluso los proscritos deben convivir. Y la convivencia hace necesaria una estructuración del poder. Y el poder… acaba, de nuevo, corrompiendo al individuo, a la sociedad, y viendo enemigos en los aliados.
El poder nos hace infelices… y nos hace perder la identidad. Y eso sí que es lo que Lanthimos no busca. Quiere, o al menos aspira a ello (aunque paradójicamente sea utópico) que seamos Elisa Day. El director, si algo quiere manifestar, es la necesidad de no perder la identidad, o al menos, reencontrarnos con ella, aunque sea de forma puntual. Y lo hace a través de los ojos de… ¿David?
Con la segunda parte del filme Lanthimos demuestra que somos y seremos incapaces de sentirnos, verdaderamente, libres. Siempre habrá que cumplir con nuestras Obligaciones autoimpuestas para ser aceptados. Y podremos engañarnos al encontrar a otro u otros con los que compartir nuestra desesperación. Pero las Recriminaciones acabarán llegando. La traición, herramienta también del egoísmo (que Lanthimos nos hará ver tanto a nivel de pareja, con David y su “amada”, como a nivel social, con la decisión del director de hotel con respecto a su mujer), no tarda en mostrarse, desenmascarando a sus protagonistas.
La tercera parte implica un sincero cuestionamiento final: Sentirnos el guía del otro, ¿cómo nos hace sentir? ¿Nos abruma en positivo o en negativo?
Si es en positivo, somos carne de sociedad, tragándonos nuestro egoísmo en pro de ser felices sin preocupaciones. Si es en negativo…
¿Cómo se sienten, planteando esta misma pregunta, David y “su amada”? Lanthimos lo dejará a nuestra propia suposición, más o menos optimista, cerrando con el perfecto plano final de la cafetería de un restaurante y abriendo, a su vez, un nuevo interrogante acerca de la eterna discusión sobre la aplicación práctica de la moralidad, social, y la ética personal. Eso sí, un apunte: de David conoceremos su nombre propio, pero nunca llegaremos a escuchar el de “su amada”. De esta forma… ¿mantendrán los dos su identidad, o preferimos pensar en ellos como dos Rosas Salvajes? Más bellos que muchos otros, pero incautos…
Apariencias y Miedos. Obligaciones y Recriminaciones. La descripción más objetiva del AMOR que presenta Lanthimos.