El cine europeo no ha sido ajeno al cambio demográfico que ha experimentado el continente en las últimas décadas, y en los últimos años han sido variadas las miradas efectuadas sobre la tercera edad y los problemas o conflictos asociados a este sector de la población. Un tema universal, pero a menudo relegado del abanico de temas de la narrativa clásica, siempre con memorables excepciones —Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow; Leo McCarey, 1937), Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari; Yasujiro Ozu, 1953)—, o como puntual vehículo para dar gozosas oportunidades de lucimiento a actores en su ocaso —En el estanque dorado (On Golden Pond; Mark Rydell, 1981)—, por citar algunos casos emblemáticos.
La originalidad de la propuesta del cineasta británico Andrew Haigh —autor de la estimable Weekend (íd., 2011)—, frente al sobrecogedor enfoque que proponía por ejemplo Michael Haneke en Amor (Amour, 2012), pasa por librar a los personajes de enfermedades terminales que abordar, más allá de la fragilidad asociada a su edad, o de la de los estragos emocionales de la propia vida, retirando el foco central del problema de la decadencia física para aproximarse con sutileza, pero también sin concesiones, a la cuestión sentimental y al núcleo de las relaciones de pareja, en la línea de otro film excepcional —el testamento bergmaniano Saraband (íd., 2003)—, si bien en coordenadas diferentes.
45 años aborda la relación de un matrimonio de ancianos en los cinco días previos a la celebración de su 45 aniversario de boda. La apacible rutina de Kate (Charlotte Rampling) y Geoff (Tom Courtenay) se ve sobresaltada por la recepción de una carta en la que se da cuenta de la aparición del cadáver de la anterior novia del marido, muerta hace más de cincuenta años en un accidente en los Alpes. La premisa de partida, que actúa como impulso al derrumbe de la relación de confianza callada entre los personajes, permite también cuestionarse la fragilidad de los sentimientos y la absoluta importancia del azar en la biografía de los seres humanos, más allá de las apariencias.
El joven director entrega con este filme —su tercer largometraje— una obra madura que se centra en la observación plácida y tranquila de los detalles que dejan entrever los problemas consustanciales a una vida entera en común y al propio paso del tiempo. Haigh, que puede empezar a considerarse uno de los cineastas británicos más notables de la actualidad, traza un esquema tan claro como narrativamente brillante: nada pasa en la superficie mientras en las profundidades todo se desgarra. La vida de los dos ancianos protagonistas (unos inmensos Rampling y Courtenay) transcurre en la rutina apacible de su jubilación (él obrero, ella maestra) hasta que una carta del pasado introduce un personaje fantasma que actuará como tercer vértice de un triángulo en apariencia invisible. Un personaje fantasmático cuya trágica muerte lo convierte además en una estampa literalmente congelada del pasado, joven e incorrupta. Haigh combina la sutileza en la parsimoniosa contemplación —los largos paseos de la protagonista; su mirada limpia sobre la realidad; el equilibrio exacto entre naturalismo y academia—, con una dirección de actores excelsa, sin renunciar a plantear metáforas narrativas y visuales continuas sin subrayado a partir de la anécdota que desencadena la trama. El momento en el que finalmente el personaje de Rampling se confronta con su rival fantasma visionando con un proyector unas viejas fotografías en el desván —y el espectador descubre físicamente a ese personaje del pasado por primera vez— es casi una epifanía cinematográfica, suave y brutal al mismo tiempo: el cineasta encuadra a la vez en dos planos de luz diferente a ambos personajes (uno vivo en la oscuridad, y el otro fijo, congelado pero luminoso en la fotografía).
El film tampoco renuncia a cierta ironía social, y si Courtenay (aquel joven corredor de fondo del free cinema), cediendo el primer término a su compañera de reparto, está impresionante en su composición de un hombre desencantado, viejo izquierdista que ve como los antiguos compañeros de sindicato juegan al golf en el Algarve, a medio camino entre la obnubilación por el recuerdo de su primer amor y una incipiente tendencia al despiste senil, Rampling está majestuosa. El último plano del film, que tiene lugar durante la celebración del aniversario de boda, arroja un clímax callado que encierra toda la fuerza del quiebro sentimental que se ha operado en cinco días que valen por cuarenta y cinco años. Rampling demuestra aquí hasta qué punto la dirección de actores y su contención o sus gritos callados, luchando por expresarse, pueden alumbrar un pequeño milagro cinematográfico.